El océano rugía, un lamento grave que parecía surgir de las entrañas mismas de la Tierra. La balsa de los Errantes del Abismo cortaba las olas negras, sus remos de madera y metal crujiendo bajo el esfuerzo de seis figuras encapuchadas. Cale, sentado en la popa, aferraba la esfera de luz púrpura contra su pecho, su calor quemándole la piel a través de la camisa empapada y desgarrada. El resplandor púrpura iluminaba su rostro, proyectando sombras sobre sus mejillas hundidas y sus ojos verdes, apagados por el duelo y la fatiga. A su lado, Nara se acurrucaba bajo una manta raída que le había dado uno de los Errantes, su cabello trenzado goteando agua salada, su tatuaje de cenizas apenas visible en el cuello. Los Umbríos marítimos, a unos cien metros, seguían la balsa como una manada de lobos, sus ojos bioluminiscentes brillando como brasas en la Gran Oscuridad, repelidos por la luz de la esfera pero atraídos por su zumbido magnético. El aire olía a sal, óxido y algo más, un hedor acre que recordaba a carne quemada. Cale, con los dedos entumecidos por el frío, ajustó su agarre en la esfera, sintiendo un pulso irregular, como un latido. La superficie, antes lisa, ahora mostraba grietas finas que brillaban con un fulgor violeta, como venas vivas. Una imagen fugaz cruzó su mente: un cielo rojo, torres rotas, una voz que susurraba su nombre. Sacudió la cabeza, el frío devolviéndolo al presente, y miró a Nara, cuyos ojos castaños lo observaban con una mezcla de preocupación y determinación. —¿Estás bien, pescador? —preguntó ella, su voz ronca apenas audible sobre el rugido de las olas—. La esfera… está más caliente, ¿lo sientes? Cale asintió, su mirada fija en el artefacto. —Lo siento. Es como si estuviera… viva. Pero nos mantiene a salvo. Por ahora. Nara, exhalando una nube de vaho, se acercó más, sus manos temblando al sujetar la manta. —Esos Umbríos no se van. Nos siguen, Cale. Si la esfera falla… —No fallará —interrumpió él, su tono más firme de lo que sentía—. No después de la Aurora, del *Faro del Acantilado*… de Kess. —El nombre se le atascó en la garganta, y desvió la mirada hacia el océano, donde los ojos brillantes de los Umbríos se movían en círculos, pacientes, letales. Kael, la líder de los Errantes, estaba de pie en la proa, su figura alta envuelta en una capa harapienta adornada con cráneos de Umbríos menores. Su rostro, curtido y surcado de cicatrices, brillaba bajo la luz púrpura. Había bajado la máscara de cuero, pero sus ojos grises, afilados como cuchillos, no dejaban de escudriñar a Cale y Nara. Se giró, apoyándose en un arpón largo con puntas de obsidiana, y habló con voz seca, amplificada por el tubo metálico que llevaba al cinto. —Esa esfera —dijo, señalándola con un movimiento de cabeza—. ¿De dónde la sacasteis? No es una simple linterna ultravioleta. Su luz… canta. Cale, apretando la esfera, intercambió una mirada con Nara antes de responder. —De una mina en tierra firme. Una oculta, Nara, la encontró. Destruyó a un Umbrío al contacto. Creemos que puede ser un arma… algo para acabar con ellos para siempre. Kael alzó una ceja, sus cicatrices torciéndose en una mueca. —¿Creéis? La esperanza es un lujo caro en el abismo, pescador. Esa cosa atrae a los Umbríos menores, los rápidos. Los vimos en el agua, esquivando su luz. No son como los grandes. Aprenden. Nara, enderezándose, apretó el cuchillo en su cinturón. —¿Los habéis enfrentado antes? Esos… pequeños. Nunca los vi en la mina. Kael soltó una risa áspera, como grava crujiendo. —Los conocemos. Son nuevos, nacidos de la Oscuridad reciente. Escamas reflectantes, garras que cortan metal. La esfera los quema, pero no todos mueren rápido. —Señaló los cráneos en su capa—. Estos eran suyos. Costaron sangre. Cale sintió un escalofrío, no por el frío, sino por el recuerdo del Umbrío menor que los atacó en la madera flotante, sus escamas desviando la luz púrpura. Miró la esfera, sus grietas brillando más intensamente, y una nueva visión lo golpeó: una figura encapuchada en una balsa, un relámpago partiéndose en el cielo, un rugido que no era de Umbríos. Parpadeó, el corazón acelerado, y vio a Nara fruncir el ceño, como si ella también hubiera sentido algo. —¿Qué sabes de la Cresta del Norte? —preguntó Cale, cambiando de tema, su voz tensa—. Dijiste que está cerca. ¿Hay ingenieros allí? ¿Gente que pueda usar esto? —Levantó la esfera ligeramente, su luz iluminando la balsa. Kael se cruzó de brazos, el arpón apoyado en su hombro. —La Cresta es una fortaleza, o lo que queda de ella. La Coalición, un grupo de cerebritos y arponeros, sobrevive allí. Tienen máquinas, luces ultravioletas más fuertes que las nuestras. Pero no son santos. Cobran un precio por su ayuda. Y no les gusta lo desconocido. —Sus ojos se clavaron en la esfera—. Eso que llevas… no les gustará. Nara, inclinándose hacia adelante, habló con urgencia. —¿Pueden convertirla en un arma? Algo que mate a todos los Umbríos, no solo a los que se acercan. En mi refugio, decían que la esfera podía cambiar el mundo. Kael la miró, evaluándola. —Quizá. Pero el cambio tiene un costo, oculta. Todo en el abismo lo tiene. —Se giró hacia los remeros, gritando una orden—. ¡Más rápido! El amanecer está lejos, y los menores están hambrientos. Los remeros, figuras silenciosas con rostros ocultos bajo capuchas, redoblaron el esfuerzo, sus remos cortando el agua con un ritmo frenético. La balsa se balanceó, y Cale sintió un nuevo pulso de la esfera, más fuerte, que le recorrió los brazos como un choque eléctrico. Cerró los ojos, y la visión volvió: torres rotas, un cielo rojo, una voz femenina que no era Lira, pero le resultaba familiar. “Encuéntrame,” susurró la voz, antes de desvanecerse. —Nara —murmuró, abriendo los ojos—. ¿Tú también lo viste? Torres, un cielo rojo… Ella asintió, sus manos apretando la manta. —Y una voz. No sé qué significa, pero la esfera… está intentando decirnos algo. En la mina, nunca hizo esto. Es como si estuviera despierta. Kael, que había oído el intercambio, se acercó, su arpón golpeando la madera de la balsa. —¿Visiones? —preguntó, su tono cortante—. Hablad claro. Si esa cosa os está hablando, quiero saber qué dice. Cale, vacilante, apretó la esfera. —No es claro. Imágenes, fragmentos. Un lugar con torres rotas, una voz que no reconozco. Pero siento que nos guía… a la Cresta, tal vez. Kael frunció el ceño, sus cicatrices tensándose. —Los Errantes conocemos historias. Objetos antiguos, de antes de la Oscuridad, que hablaban a los hombres. Traían poder, pero también locura. Si esa esfera os está susurrando, cuidad vuestras mentes. El océano ya tiene suficientes locos. Antes de que Cale pudiera responder, un chillido agudo cortó el aire, seguido de un golpe contra el lateral de la balsa. La madera tembló, y uno de los remeros gritó, señalando el agua. Un Umbrío menor, no más grande que un hombre, había emergido, sus escamas reflectantes brillando bajo la luz púrpura. Sus garras retráctiles rasgaron la madera, arrancando astillas, y sus ojos, pequeños pero feroces, se fijaron en la esfera. —¡Maldita sea! —gritó Kael, levantando su arpón—. ¡Remeros, luces arriba! ¡Proteger la balsa! Los Errantes sacaron antorchas ultravioletas, más débiles que la esfera, pero suficientes para proyectar un resplandor azulado. Cale, instintivamente, levantó la esfera, su luz púrpura estallando en un arco que golpeó al Umbrío. La criatura chilló, su cuerpo disolviéndose en cenizas negras, pero otros dos emergieron, moviéndose en zigzag, esquivando la luz con una agilidad aterradora. —¡Nara, cúbrete! —gritó Cale, girando la esfera para proyectar otro destello. Nara, sacando su cuchillo, se puso de pie, ignorando la manta que cayó al suelo. —¡No soy una niña, pescador! —respondió, lanzándose hacia un Umbrío que trepaba por el borde. Su cuchillo encontró una grieta entre las escamas, y la criatura chilló, cayendo al agua. Kael, con un movimiento fluido, clavó su arpón en otro Umbrío, atravesándole el cráneo. La balsa se inclinó peligrosamente, el agua negra lamiendo los bordes. —¡Mantened la luz alta! —ordenó, su voz cortando el caos—. ¡Si la esfera cae al agua, estamos muertos! Cale, con el corazón acelerado, sintió otro pulso de la esfera, más fuerte, que le quemó las palmas. Una nueva visión lo golpeó: una figura encapuchada en una torre, sosteniendo una esfera idéntica, un rugido que sacudía el cielo. Sacudió la cabeza, forzándose a volver al presente, y proyectó un destello que incineró al último Umbrío menor. El océano se calmó, los rugidos de los Umbríos mayores alejándose, pero la tensión en la balsa era palpable. Kael, limpiando la sangre de su arpón, miró a Cale con una mezcla de respeto y desconfianza. —Esa esfera es poderosa, pero nos pone a todos en peligro. Si atrae más de esos, no llegaremos a la Cresta. Nara, jadeando, se sentó junto a Cale, su cuchillo aún en la mano. —No tenemos opción. Es nuestra única esperanza. Por Lira, Toren, Kiva… por todos los que perdimos. Cale, mirando la esfera, sintió el peso de sus palabras. El recuerdo de Kiva, su risa en la Aurora, su confesión en Tabiada, lo golpeó como una ola. No sabía si estaba viva, si Taran, Milo, Selina o Rorik habían sobrevivido al naufragio. Pero los niños en Tabiada, Seli y Tor, eran un faro de esperanza. No podía rendirse. —Tienes razón, oculta —dijo, su voz baja pero firme—. No nos rendiremos. —Miró a Kael, levantando la esfera—. Llévanos a la Cresta del Norte. Si la Coalición puede usar esto, lo haremos. Por todos. Kael, tras un largo silencio, asintió. —Bien, pescador. Pero si esa esfera nos traiciona, mi arpón será lo último que veas. —Se giró hacia los remeros—. ¡Adelante! ¡La Cresta nos espera! La balsa avanzó, cortando el océano negro, los Umbríos mayores rugiendo a lo lejos. Cale, con Nara a su lado, aferró la esfera, su luz púrpura iluminando el camino, pero también las sombras que acechaban en su mente. La Cresta del Norte estaba cerca, pero el precio de la esperanza, como siempre en el abismo, sería alto.
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Editado: 19.07.2025