Cazadores de luz: El resplandor de la esfera

Palabras en el Silencio

La balsa de los Errantes del Abismo se deslizaba sobre el océano negro, un lienzo de sombras roto solo por el brillo púrpura que se filtraba a través del trapo que cubría la esfera. El crujir de los remos era un latido constante, casi hipnótico, bajo el peso de la Gran Oscuridad. El aire, cargado de sal y el hedor metálico de la sangre de los Umbríos, se pegaba a la piel como una niebla fría. Cale, sentado en la popa, mantenía la esfera en su regazo, sus manos temblando ligeramente, no por el frío, sino por el eco del sueño que aún resonaba en su mente: torres rotas, un cielo rojo, una voz que le pedía elegir. A su lado, Nara, envuelta en la manta raída, miraba el agua con ojos castaños entrecerrados, su cuchillo descansando en su regazo como un talismán. Los remeros, ahora solo cinco tras la pérdida del último, remaban en silencio, sus rostros ocultos bajo capuchas desgastadas. Kael, en la proa, escudriñaba el horizonte, su arpón apoyado en el hombro, las cicatrices de su rostro brillando bajo la tenue luz de las antorchas ultravioletas. Los Umbríos marítimos, a una distancia cautelosa, seguían la balsa, sus ojos bioluminiscentes como estrellas caídas, esperando un descuido. El océano estaba inquieto, las olas golpeando la balsa con más fuerza, haciendo crujir las cuerdas que unían las tablas. Cale, ajustando el trapo sobre la esfera, sintió un pulso suave, un latido que le recorrió los dedos. No hubo visión esta vez, solo un murmullo en su mente, un eco de la voz del sueño: *Encuéntrame*. Apretó los labios, intentando ignorarlo, y miró a Nara, cuya respiración formaba pequeñas nubes de vaho en el aire helado. Ella notó su mirada y giró la cabeza, sus trenzas húmedas cayendo sobre su hombro. —No puedes dejar de mirarla, ¿verdad? —dijo, su voz baja, apenas audible sobre el rumor de las olas. Señaló la esfera con un movimiento de barbilla—. Te está hablando otra vez, pescador. Cale, exhalando lentamente, apartó la mirada hacia el agua negra. —No es solo hablar. Es… como si quisiera que vea algo. Torres, una figura, un cielo que no es nuestro. —Hizo una pausa, sus dedos rozando el trapo que cubría la esfera—. ¿Y tú? Dijiste que sentiste algo en el agua, cuando casi te pierdo. Nara se tensó, sus manos apretando el cuchillo. —Vi lo mismo que tú, creo. Torres rotas, una sala con más esferas. Y esa voz… no es humana, Cale. Pero me conoce. Sabe mi nombre. —Su voz tembló, y se acercó más, su hombro rozando el de él—. En mi refugio, los ancianos decían que los objetos antiguos, los que rompieron el mundo, tenían vida propia. Pensé que eran cuentos para asustar niños. Pero esto… —Miró la esfera, sus ojos reflejando el brillo púrpura que se filtraba—. Es real, y me asusta. Cale, sintiendo el peso de sus palabras, destapó un borde de la esfera, dejando que un hilo de luz púrpura iluminara sus rostros. —A mí también me asusta, oculta. Pero es todo lo que tenemos. Si la Cresta del Norte puede hacerla un arma, si puede salvar a Seli y Tor, a Kiva… —Su voz se quebró al mencionar a Kiva, y desvió la mirada, el recuerdo de su rostro en el sueño, sus celos en Tabiada, apretándole el pecho. Nara, notando su dolor, puso una mano en su brazo, un gesto suave pero firme. —Kiva es fuerte, Cale. Si alguien puede sobrevivir al *Faro del Acantilado*, es ella. Y Taran, Milo, Selina, Rorik… no los des por perdidos. No todavía. Él la miró, sus ojos verdes brillando con una mezcla de gratitud y culpa. —No sé si puedo seguir esperando, Nara. La Aurora se fue, mis padres… —Tragó saliva, el nombre de Lira quemándole la garganta—. Cada vez que cierro los ojos, veo a Kiva siendo arrastrada por las olas. Y en el sueño, estaba viva, pero no podía alcanzarla. ¿Y si la esfera me está mostrando lo que quiero ver, no lo que es real? Nara, apretando su brazo, negó con la cabeza. —No es solo lo que quieres. Yo vi a Taran, en una playa, con sangre en las manos, pero vivo. La esfera no miente, Cale. Nos muestra algo, aunque no lo entendamos. —Hizo una pausa, sus ojos buscando los suyos—. Cuando escapé de mi refugio, pensé que estaba sola. Luego te encontré, pescador. No estás solo ahora. No lo estarás. Cale, sintiendo el calor de su mano, asintió lentamente. —Gracias, oculta. Por no dejarme caer. En la madera, cuando te lancé al agua… no pensé. Solo supe que no podía perderte también. Ella sonrió, una chispa de calidez en su rostro agotado. —Eres un pésimo pescador, pero no un mal compañero. —Su sonrisa se desvaneció, y su voz se volvió seria—. Pero la esfera… está cambiando. Lo siento en los huesos. Cuando la toco, veo cosas que no deberían estar ahí. Gente que no conozco, lugares que no existen. ¿Y si nos está usando, Cale? ¿Y si no somos nosotros los que decidimos? Antes de que él pudiera responder, un crujido resonó en la balsa, y Kael giró desde la proa, su arpón levantado. —¡Silencio! —siseó, señalando el agua—. Algo se mueve. No son los grandes. Cale, alerta, destapó la esfera, su luz púrpura bañando la balsa. Los remeros levantaron sus antorchas ultravioletas, más débiles, proyectando sombras temblorosas. En el agua, destellos rápidos, más pequeños que los ojos de los Umbríos marítimos, zigzagueaban bajo la superficie. Un chillido agudo cortó el aire, y un Umbrío menor emergió, sus escamas reflectantes brillando como espejos rotos. Sus garras rasgaron el borde de la balsa, arrancando una tabla con un crujido. —¡Luces! —gritó Kael, lanzando su arpón, que atravesó el pecho del Umbrío. La criatura chilló, disolviéndose en cenizas negras, pero otros dos emergieron, moviéndose con una agilidad que heló la sangre. Cale levantó la esfera, su pulso enviando un arco de luz que incineró a uno, pero el segundo saltó hacia Nara, sus garras extendidas. Ella, rápida, apuñaló con su cuchillo, encontrando una grieta en las escamas. La criatura chilló, cayendo al agua, pero la balsa se inclinó, el agua negra lamiendo los bordes. —¡Agárrate! —gritó Cale, sosteniendo a Nara mientras la esfera pulsaba con furia, enviando un destello que iluminó el océano como un relámpago. El último Umbrío se disolvió, pero la balsa crujió, una cuerda rompiéndose bajo la tensión. Kael, jadeando, limpió la sangre de su arpón. —Maldita esfera —gruñó, mirando a Cale—. Nos salva, pero nos marca. Si sigue brillando así, no llegaremos a la Cresta. Cale, cubriendo la esfera de nuevo, sintió un nuevo pulso, más fuerte, que le quemó las palmas. Una imagen fugaz cruzó su mente: Kiva, en una playa, llamándolo, con Taran a su lado, herido pero vivo. Sacudió la cabeza, el corazón acelerado. —Tenemos que llegar, Kael. Por todos los que perdimos. Por los que aún pueden estar ahí. Nara, recuperando el aliento, lo miró, su mano aún en su brazo. —No estamos solos, pescador. La esfera nos guía, para bien o para mal. Y yo estoy contigo. Kael, tras un largo silencio, asintió. —Entonces remad, Errantes. La Cresta está cerca, pero el abismo no suelta fácil. La balsa avanzó, los remos cortando el agua, la esfera palpitando bajo el trapo. Cale y Nara, hombro con hombro, miraron el horizonte negro, donde la promesa de la Cresta del Norte brillaba como un faro lejano, tan frágil como la luz que los mantenía vivos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.