Cazadores de luz: El resplandor de la esfera

La Orilla del Abismo

El océano se agitaba como un animal herido, sus olas negras rompiendo contra la balsa de los Errantes del Abismo con una furia que parecía personal. El aire estaba denso, cargado de sal, óxido y el hedor penetrante de los Umbríos, un olor que se pegaba a la garganta como hollín. La balsa, un mosaico de tablas astilladas y cuerdas deshilachadas, crujía bajo el peso de las olas, su estructura debilitada por el ataque de la noche anterior. Los cuatro remeros restantes, figuras encorvadas bajo capuchas raídas, remaban con un ritmo desesperado, sus manos agrietadas sangrando sobre los remos. La Gran Oscuridad los envolvía, un manto sin fin que devoraba todo salvo el débil resplandor púrpura que se filtraba desde la esfera, envuelta en un trapo empapado en el regazo de Cale. Su calor le quemaba los muslos, un latido constante que resonaba en sus huesos, como si la esfera estuviera viva, observándolo. Sus manos, marcadas por quemaduras y cortes, temblaban al sujetarla, la tela húmeda resbalando bajo sus dedos. Su camisa, desgarrada y pegada a su torso, dejaba ver moretones oscuros en sus costillas, recuerdos del ataque de los Umbríos menores. Sus ojos verdes, hundidos por el agotamiento, escudriñaban el horizonte negro, donde un destello tenue, apenas perceptible, marcaba la Cresta del Norte, su destino. Nara, sentada a su lado, se aferraba a la manta raída, su cabello trenzado cayendo sobre su hombro, el tatuaje de cenizas en su cuello brillando débilmente bajo la luz púrpura. Sus ojos castaños, abiertos por la tensión, no dejaban de moverse entre el agua y Cale, como si temiera que uno de los dos cediera primero. Kael, en la proa, era una estatua de tensión, su capa de cráneos de Umbríos ondeando con el viento helado. Su arpón, con puntas de obsidiana, estaba listo en sus manos, y sus ojos grises, afilados como cuchillas, vigilaban el océano con una intensidad que cortaba el aire. Los Umbríos marítimos, a unos cuatrocientos metros, seguían la balsa, sus ojos bioluminiscentes brillando como faros rotos, sus rugidos graves resonando como un tambor lejano. Pero eran los menores, los rápidos, los que preocupaban a Cale: sus destellos ágiles bajo el agua, apenas visibles, sugerían un ataque inminente. El océano rugió, una ola golpeando la balsa con tanta fuerza que una cuerda se rompió, haciendo temblar la estructura. Cale, apretando la esfera, sintió un pulso más fuerte, un calor que le quemó las palmas. Una imagen fugaz cruzó su mente: Kiva, en una playa iluminada por antorchas, con sangre en las manos, llamándolo. Sacudió la cabeza, el frío devolviéndolo al presente, y miró a Nara, cuya respiración formaba nubes de vaho en el aire helado. —Estamos cerca —dijo, su voz baja, áspera por el cansancio—. Ese destello… es la Cresta, ¿verdad? Nara, siguiendo su mirada, asintió lentamente, sus manos apretando el cuchillo en su cinturón. —Tiene que serlo, pescador. Pero no me gusta cómo se siente el agua. Esos menores… están planeando algo. Lo siento. Cale, ajustando el trapo sobre la esfera, frunció el ceño. —La esfera también lo siente. Cada vez que pulsa, veo cosas. Kiva, Taran, una playa… pero también esa figura, la del sueño. Dijo que la Cresta tiene respuestas, pero… —Hizo una pausa, su voz temblando—. ¿Y si no estamos listos para lo que encontremos? Nara, acercándose, puso una mano en su brazo, su calor contrastando con el frío que le calaba los huesos. —No tenemos opción, Cale. Por Seli y Tor, por todos los que perdimos. La esfera nos trajo hasta aquí. No podemos parar ahora. Él la miró, sus ojos verdes brillando con una mezcla de miedo y gratitud. —No sé cómo lo haces, oculta. Después de la mina, de la Aurora, del *Faro del Acantilado*… sigues adelante. Yo apenas puedo mantener la cabeza en alto. Ella sonrió, una curva leve en sus labios agrietados. —No es fuerza, pescador. Es no saber parar. En mi refugio, aprendí que rendirse es morir. Y no voy a morir en este océano. No mientras tenga un cuchillo y a ti a mi lado. Cale, sintiendo el peso de sus palabras, apretó su mano brevemente. —No te dejaré caer, Nara. Lo juro. Pero la esfera… —Miró el trapo, donde un destello púrpura se filtraba—. Me está cambiando. Cada visión es más clara, más fuerte. Anoche, vi a los que hicieron esto. Gente como nosotros, trabajando con esferas, rompiendo el mundo. ¿Y si estamos repitiendo su error? Nara, frunciendo el ceño, tocó el borde del trapo, su dedo rozando la esfera. Un pulso la recorrió, y sus ojos se nublaron por un instante, como si viera algo. —Yo también lo vi —susurró—. Una sala, máquinas, luces púrpuras. Y esa voz… dijo que la luz era un error, pero también una salvación. No entiendo, Cale, pero creo que la Cresta nos dirá la verdad. Kael, girando desde la proa, los interrumpió con un grito. —¡Basta de charlas! —Su voz era un látigo, cortando el aire—. El agua está viva. ¡Preparad las luces, ahora! Cale, alerta, destapó la esfera, su resplandor púrpura bañando la balsa en un fulgor fantasmal. Los remeros levantaron sus antorchas ultravioletas, más débiles, proyectando sombras que danzaban sobre el agua. El océano se agitó, y un chillido agudo, como metal rasgando metal, resonó desde las profundidades. Destellos rápidos, más pequeños que los ojos de los Umbríos marítimos, zigzagueaban bajo la superficie, moviéndose en círculos, como si planearan un asalto. Cale, con el corazón acelerado, levantó la esfera, sintiendo su pulso quemarle las manos. —¡Menores! —gritó Kael, su arpón listo—. ¡A las armas! ¡Proteger la balsa! Antes de que los remeros pudieran reaccionar, un Umbrío menor emergió con un salto, sus escamas reflectantes desviando la luz púrpura, sus garras brillando como cuchillos. Rasgó el lateral de la balsa, arrancando una tabla entera, y el agua negra irrumpió, empapando los pies de los remeros. Cale proyectó un arco de luz, incinerando a la criatura, pero otros cinco emergieron, sus chillidos perforando el aire. Eran más rápidos, más coordinados, moviéndose en patrones que parecían estudiados, esquivando los destellos ultravioletas con una agilidad aterradora. —¡Nara, cúbrete! —gritó Cale, girando la esfera para proyectar otro destello. La luz disolvió a dos Umbríos, pero un tercero saltó hacia él, sus garras rozándole el brazo, arrancando un grito de dolor. La sangre brotó, caliente contra el frío, y la esfera casi se le escapó de las manos. Nara, con un grito, apuñaló al Umbrío con su cuchillo, encontrando una grieta entre las escamas. La criatura chilló, cayendo al agua, pero la balsa se inclinó peligrosamente, las cuerdas crujiendo bajo la tensión. —¡Cale, mantén la luz alta! —gritó, mientras otro Umbrío trepaba por el borde opuesto. Kael, con un movimiento fluido, lanzó su arpón, atravesando el cráneo de un Umbrío, pero otro alcanzó a un remero, arrancándolo de la balsa con un grito que se ahogó en el agua. —¡Malditos! —rugió Kael, sacando un segundo arpón de su espalda—. ¡Remeros, formación! ¡No dejéis que rompan la balsa! Cale, con el brazo sangrando, levantó la esfera, su pulso enviando un destello que iluminó el océano como un relámpago. Tres Umbríos se disolvieron, pero uno, más grande, con escamas que brillaban como espejos rotos, esquivó la luz y saltó hacia él, sus garras extendidas hacia su pecho. El tiempo pareció detenerse; Cale vio los ojos de la criatura, no solo feroces, sino inteligentes, como si supieran quién era. Intentó levantar la esfera, pero el dolor en su brazo lo traicionó, y sus piernas cedieron. —¡Cale! —gritó Nara, lanzándose hacia él. Con un movimiento desesperado, arrancó la esfera de sus manos y la levantó, proyectando un arco de luz púrpura que golpeó al Umbrío en el aire. La criatura chilló, su cuerpo disolviéndose en cenizas que cayeron como lluvia negra, pero el esfuerzo hizo que la balsa se tambaleara, una ola golpeándola con furia. Cale, cayendo de rodillas, sintió el mundo girar, la sangre goteando de su brazo al suelo de la balsa. La esfera, en manos de Nara, pulsó con una intensidad que le quemó los ojos, y una visión lo golpeó: una sala de piedra, esferas púrpuras alineadas, una figura encapuchada gritando su nombre. “Elige,” dijo la voz, mientras el cielo se rompía. Sacudió la cabeza, el dolor y el frío nublándole la mente, y vio a Nara luchando contra otro Umbrío, su cuchillo destellando mientras Kael lanzaba un arpón a su lado. —¡Nara, la esfera! —gritó Cale, su voz débil, arrastrándose hacia ella. Pero otro Umbrío menor emergió, sus garras rozando su espalda, arrancándole un grito. La balsa crujió, una grieta abriéndose en el centro, el agua negra irrumpiendo como un torrente. —¡Aguanta, pescador! —gritó Nara, girando la esfera para proyectar un destello final. La luz púrpura estalló, incinerando a los últimos Umbríos, sus chillidos desvaneciéndose en el océano. La balsa, ahora inundada, se estabilizó apenas, los remeros restantes remando con frenesí para mantenerla a flote. Kael, jadeando, se acercó a Cale, su rostro crispado por la furia. —¡Levántate, pescador! —espetó, agarrándolo por el hombro—. ¡No mueras ahora, no después de esto! Cale, con la visión borrosa, intentó ponerse de pie, pero el dolor en su brazo y espalda lo derribó. La esfera, en manos de Nara, pulsó de nuevo, enviando un calor que le quemó la piel incluso a distancia. —Nara… —susurró, su voz apenas audible—. No la sueltes… Ella, arrodillándose a su lado, dejó la esfera en el suelo y presionó la manta contra su brazo, intentando detener la sangre. —¡No hagas esto, Cale! —gritó, sus ojos brillando con lágrimas—. ¡No te atrevas a dejarme sola, pescador! ¡Me lo prometiste! Cale, sintiendo el frío extenderse por su cuerpo, la miró, su rostro borroso pero familiar. —Kiva… —murmuró, confundiendo su voz con la de su amor perdido—. Lo siento… no pude… —No soy Kiva, maldita sea —sollozó Nara, presionando más fuerte, sus manos temblando—. Soy Nara, y no vas a morir aquí. ¡La Cresta está ahí, Cale! ¡Mírala! Él, con un esfuerzo, giró la cabeza, viendo el destello en el horizonte, más brillante ahora, una línea de luz que cortaba la Gran Oscuridad. La Cresta del Norte, tan cerca, pero el océano parecía alargarse, burlándose de ellos. La esfera pulsó de nuevo, y una última visión lo golpeó: Seli y Tor, los niños en Tabiada, riendo en una playa, pero detrás de ellos, sombras con ojos de brasas. Intentó gritar, advertirles, pero su voz se perdió, y el mundo se oscureció. —¡Cale! —gritó Nara, sacudiéndolo, su voz rompiéndose—. ¡Quédate conmigo! Kael, arrodillándose junto a ellos, miró la esfera con desconfianza. —Esa cosa lo está matando —dijo, su tono cortante—. Nos salvó, pero mira el precio. ¡Remeros, a la Cresta, ahora! Los remeros, con las manos sangrando, remaron con furia, la balsa tambaleándose hacia el destello en el horizonte. Nara, sosteniendo a Cale, presionó la esfera contra su pecho, su calor quemándole las manos. —No te vayas, pescador —susurró, lágrimas cayendo sobre su rostro—. No después de todo esto. Cale, con la respiración entrecortada, sintió el pulso de la esfera, su calor mezclándose con el frío que lo envolvía. La voz del sueño resonó una última vez: *Elige*. Luego, la oscuridad lo reclamó, y su cuerpo se desplomó en los brazos de Nara, la esfera brillando entre ellos como un faro roto, mientras la Cresta del Norte se alzaba, tan cerca, pero aún inalcanzable.




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