La balsa de los Errantes del Abismo se deslizó hacia la Cresta del Norte con un gemido final, sus cuerdas deshilachadas y tablas astilladas crujiendo bajo el peso de las olas que lamían su estructura herida. El océano, aún rugiendo en la Gran Oscuridad, parecía ceder ante el resplandor que emanaba de la fortaleza insular, un faro de luz ultravioleta que cortaba la negrura como un cuchillo. La Cresta del Norte se alzaba sobre una isla rocosa, sus muros de piedra y metal erizados de torres rotas, restos de un mundo anterior, iluminados por antorchas que proyectaban un brillo azulado sobre el agua. Las olas chocaban contra los acantilados, lanzando espuma que brillaba bajo la luz, y el aire olía a sal, óxido y algo nuevo, un aroma químico que hablaba de máquinas y esfuerzo humano. Kael, en la proa, aferraba su arpón, sus ojos grises fijos en la fortaleza, mientras los tres remeros restantes, exhaustos, remaban con manos ensangrentadas, guiando la balsa hacia un muelle de piedra reforzado con placas de metal. Nara, arrodillada en el centro de la balsa, sostenía a Cale contra su pecho, su cuerpo inerte, la sangre de su brazo y espalda empapando la manta raída que lo cubría. La esfera, envuelta en un trapo empapado, palpitaba débilmente en su regazo, su luz púrpura filtrándose como un susurro, iluminando su rostro tenso y las lágrimas que corrían por sus mejillas. Los Umbríos marítimos, a unos quinientos metros, rugieron una última vez, sus ojos bioluminiscentes desvaneciéndose en la distancia, repelidos por las luces ultravioletas de la Cresta. El ataque de los Umbríos menores había dejado la balsa al borde del colapso, y la pérdida de otro remero pesaba en el silencio de los Errantes. Kael, girándose hacia Nara, habló con voz cortante, aunque sus ojos mostraban una chispa de alivio. —Hemos llegado, oculta. Pero tu pescador no lo hará si no lo llevamos dentro ahora. La esfera lo salvó, pero también lo está matando. Nara, con los brazos temblando por el esfuerzo de sostener a Cale, levantó la mirada, sus ojos castaños brillando con determinación. —No morirá —dijo, su voz rota pero firme—. No después de todo esto. Ayúdame, Kael. Por favor. Kael, tras un instante de duda, asintió y llamó a los remeros. —¡Amarrad la balsa! —ordenó—. ¡Y traed a los sanadores de la Coalición! Este hombre necesita más que vendas. Los remeros, con movimientos rápidos a pesar de su agotamiento, aseguraron la balsa al muelle, donde figuras con túnicas grises y máscaras ultravioletas esperaban, sus antorchas proyectando un resplandor azulado. Dos de ellos, sanadores de la Coalición, subieron a la balsa, sus manos enguantadas revisando a Cale con eficiencia fría. Uno, una mujer con el cabello corto y gris, tocó la herida en su brazo, frunciendo el ceño. —Heridas profundas, infección probable. Y estas quemaduras… —Miró la esfera en el regazo de Nara—. ¿Qué es eso? No parece una linterna ultravioleta. —Es lo que nos mantuvo vivos —respondió Nara, su voz tensa, apretando la esfera contra su pecho—. Pero no lo toques. No todavía. Kael, ayudando a los sanadores a levantar a Cale, gruñó. —Llevadlo a la enfermería. Y cuidado con esa cosa. Ha matado más de lo que ha salvado. Los sanadores, sin responder, cargaron a Cale en una camilla improvisada, sus movimientos precisos pero carentes de calidez. Nara, siguiendo de cerca, aferró la esfera, su calor quemándole las manos a través del trapo. La balsa quedó atrás, y el grupo ascendió por una escalera de piedra tallada en el acantilado, las antorchas ultravioletas iluminando el camino. El viento aullaba, frío y cortante, llevando el eco de los rugidos lejanos de los Umbríos. La Cresta del Norte, con sus muros reforzados y torres quebradas, parecía un cadáver de piedra que aún respiraba, sus luces un desafío frágil contra la Gran Oscuridad. En la enfermería, una sala excavada en la roca con paredes cubiertas de placas metálicas, el aire olía a antiséptico y ozono. Camillas de metal alineadas contra las paredes sostenían a otros heridos, sus gemidos apagados resonando como un coro roto. Lámparas ultravioletas colgaban del techo, proyectando un brillo azulado que hacía que las sombras parecieran moverse. Los sanadores colocaron a Cale en una camilla, cortando su camisa para revelar las heridas en su brazo y espalda, cortes profundos rodeados de piel inflamada. La mujer de cabello gris, ahora sin máscara, aplicó un ungüento que olía a hierbas amargas, mientras un hombre joven con gafas de lentes gruesas cosía las heridas con hilo negro, sus manos temblando ligeramente bajo la presión. Nara, de pie junto a la camilla, sostenía la esfera, sus ojos fijos en el rostro pálido de Cale, sus labios apretados para contener el llanto. —Resiste, pescador —susurró, su voz un eco lejano en la sala—. Me lo prometiste. No te vayas ahora. Kael, apoyada contra la pared, cruzó los brazos, su arpón descansando a su lado. —Es fuerte, oculta —dijo, su tono más suave de lo habitual—. Pero esa esfera… no me gusta cómo lo mira. Como si supiera algo que nosotros no. Nara, sin apartar la mirada de Cale, asintió. —Lo siento, Kael. Cada vez que brilla, nos salva, pero… también nos marca. En mi refugio, los ancianos decían que las luces antiguas eran un regalo y una maldición. Creo que tenían razón. La sanadora de cabello gris, terminando de vendar el brazo de Cale, levantó la vista. —Si esa cosa es antigua, la Coalición querrá verla. Pero no aquí. Los ingenieros en la Sala de las Máquinas son los únicos que podrían entenderla. —Hizo una pausa, mirando a Nara—. Pero cuidado, chica. La Cresta no regala nada. Todo tiene un precio. Nara, apretando la esfera, sintió un pulso que le quemó las manos, pero no la soltó. —Lo que sea necesario —dijo, su voz firme—. Por él, por todos los que perdimos. Los sanadores terminaron su trabajo, cubriendo a Cale con una sábana áspera. Su respiración era débil, pero constante, su rostro pálido como la ceniza. Nara se sentó a su lado, la esfera en su regazo, su luz púrpura filtrándose a través del trapo, proyectando sombras que parecían danzar en las paredes. Kael, tras un largo silencio, salió de la enfermería, murmurando algo sobre informar a la Coalición. Los remeros, agotados, se habían dispersado, dejando a Nara sola con Cale y los gemidos de los otros heridos. El tiempo se deslizó, lento y pesado, marcado solo por el zumbido de las lámparas ultravioletas y el latido de la esfera. --- Cale flotaba en un vacío negro, su cuerpo ingrávido, como si el océano lo hubiera reclamado por completo. El dolor de sus heridas era un eco lejano, reemplazado por un frío que no sentía en la piel, sino en el alma. Una voz, suave pero insistente, resonaba a su alrededor, como un murmullo atrapado en el agua. —Cale… —decía, y él reconoció el timbre de Nara, aunque sonaba distante, roto, como si viniera de otro mundo. Intentó abrir los ojos, moverse, responder, pero su cuerpo no obedecía, atrapado en una niebla que lo envolvía como una red. De pronto, el vacío se disolvió, y estaba en una sala de piedra, iluminada por un resplandor púrpura que emanaba de esferas alineadas en pedestales rotos. El aire era cálido, cargado de un zumbido eléctrico, y el suelo vibraba con un pulso que resonaba en su pecho. Frente a él, una figura apareció, no la encapuchada de su sueño anterior, sino Nara, pero diferente. Llevaba un vestido blanco, ligero como la niebla, que flotaba a su alrededor, cayendo hasta sus tobillos. Su cabello, ya no trenzado, era largo y ondulado, cayendo hasta su cintura en cascadas oscuras que brillaban bajo la luz púrpura. Tatuajes nuevos, líneas intrincadas como venas de luz, cubrían sus brazos y pecho, formando patrones que Cale no podía descifrar, como escritura de un idioma olvidado. Sus ojos castaños, brillando con una intensidad sobrenatural, lo miraban fijamente, y sus labios se movían, pronunciando palabras que no alcanzaba a entender. —Nara… —intentó decir, pero su voz no salió, atrapada en su garganta como si estuviera bajo el agua. Ella se acercó, la esfera en sus manos, su luz púrpura pulsando con un ritmo que hacía temblar las paredes. Sus labios seguían moviéndose, un flujo de palabras que sonaban como un cántico, pero eran ininteligibles, un murmullo que se mezclaba con el zumbido de la sala. Cale extendió una mano, intentando tocarla, pero sus dedos atravesaron su figura, como si fuera un espejismo. Ella levantó la esfera, y su luz se intensificó, cegándolo. Imágenes fragmentadas cruzaron su mente: la Aurora en llamas, Lira gritando su nombre, Toren luchando contra una sombra, Kiva en una playa con sangre en las manos, Taran a su lado, herido pero vivo. Luego, Seli y Tor, los niños en Tabiada, corriendo bajo antorchas, perseguidos por sombras con ojos de brasas. La voz de Nara, ahora más clara, rompió el caos: —Cale, despierta. No te vayas. Quédate conmigo. Intentó aferrarse a su voz, pero la sala se disolvió, y estaba de nuevo en el vacío, el frío envolviéndolo. La voz de Nara resonó otra vez, más lejana, un eco que se desvanecía. —Cale… por favor… —Y entonces, un destello de luz púrpura lo arrancó de la oscuridad. --- Cale abrió los ojos con un jadeo, el aire quemándole los pulmones. La enfermería lo rodeaba, sus paredes metálicas y lámparas ultravioletas proyectando un brillo azulado que le hería los ojos. El olor a antiséptico y ozono llenaba el aire, y el zumbido de las lámparas era un eco del sueño que aún lo perseguía. Estaba acostado en una camilla, una sábana áspera cubriendo su cuerpo, las heridas en su brazo y espalda envueltas en vendas que tiraban de su piel. Su respiración era entrecortada, y el dolor, aunque apagado, latía en cada movimiento. Nara estaba a su lado, sentada en una silla de metal, la esfera envuelta en el trapo en su regazo. Su cabello estaba trenzado, no largo y ondulado como en el sueño, y no había vestido blanco ni tatuajes extraños, solo su ropa raída, manchada de sangre y sal. Sus ojos castaños, rojos por el cansancio, se abrieron al verlo despierto, y una sonrisa temblorosa cruzó su rostro. —Cale —dijo, su voz quebrándose, inclinándose hacia él—. Estás vivo, pescador. Pensé… pensé que te había perdido. Él, parpadeando, intentó hablar, pero su garganta estaba seca, como si hubiera tragado arena. —Nara… —croó, su voz débil—. ¿Dónde…? —La Cresta del Norte —respondió ella, acercando la silla, sus manos temblando al tocar su brazo vendado—. Llegamos hace tres días. Estuviste inconsciente todo ese tiempo. Los sanadores… hicieron lo que pudieron. Dijeron que las heridas eran graves, pero la esfera… —Miró el trapo en su regazo, su luz púrpura filtrándose—. Creo que te mantuvo con vida. Cale, con un esfuerzo, giró la cabeza, el dolor haciéndolo estremecer. —¿Tres días? —susurró, los recuerdos del ataque en la balsa volviendo en fragmentos: los Umbríos menores, la sangre, la esfera brillando como un sol—. Te vi… en un sueño. Con un vestido blanco, tatuajes… hablabas, pero no entendía. Nara, frunciendo el ceño, apretó la esfera. —No era un sueño, pescador. La esfera nos está mostrando cosas. A mí también me habló, mientras dormías. Vi una sala, esferas como esta, y una voz… dijo que la Cresta guarda secretos. —Hizo una pausa, sus ojos buscando los suyos—. Estamos aquí, Cale. Pero no sé si estamos listos para lo que viene. Él, cerrando los ojos, sintió el eco de su voz, la misma que lo había llamado en el sueño. —Kiva… —murmuró, el nombre escapando de sus labios—. La vi, Nara. Y a Taran, a Seli y Tor… ¿están vivos? Nara, apretando su mano, asintió. —No lo sé, pero la esfera nos los mostró. Creo que están vivos, en algún lugar. Y nosotros… vamos a encontrarlos. Pero primero, tienes que sanar. La Coalición quiere la esfera. Kael está con ellos ahora, hablando de ti, de nosotros. Cale, abriendo los ojos, la miró, su rostro borroso pero familiar. —No la entregues, Nara —dijo, su voz ganando fuerza—. No hasta que sepamos qué es. Prométemelo. Ella, con una sonrisa cansada, asintió. —Lo prometo, pescador. Juntos, hasta el final. La esfera pulsó bajo el trapo, un latido que resonó en la sala, como si supiera que habían llegado al umbral de su destino. La Cresta del Norte los esperaba, con sus secretos y su precio, y Cale, aún débil, sintió el peso de la luz que los había salvado y los había roto.
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Editado: 14.08.2025