El zumbido de las lámparas ultravioletas reverberaba en la enfermería, un murmullo mecánico que se mezclaba con el lamento del viento que se colaba por las rendijas de los muros de la Cresta del Norte. El aire, cargado de antiséptico, ozono y un rastro salino del océano, era frío y húmedo, pegándose a la piel como una segunda capa. Cale yacía en una camilla al fondo de la sala excavada en la roca, su cuerpo envuelto en una sábana áspera que rozaba las vendas de su brazo y espalda. Las heridas, cosidas con hilo negro y cubiertas de ungüento amargo, latían con un dolor sordo, pero su respiración, aunque débil, era constante, un hilo frágil que lo ataba a la vida. Sus ojos verdes, nublados por el agotamiento y las visiones que lo perseguían, se fijaban en el techo, donde las sombras proyectadas por las lámparas parecían deslizarse como Umbríos, danzando en los bordes de su visión. La esfera, envuelta en un trapo raído, descansaba en una mesa metálica junto a su camilla, su luz púrpura filtrándose como un latido, iluminando débilmente el rostro de Nara, que permanecía sentada a su lado, una mano sobre el artefacto como si temiera que desapareciera.
Nara, con el cabello trenzado manchado de sal y sangre seca, tenía los ojos castaños enrojecidos por días sin dormir, pero brillaban con una determinación feroz. El tatuaje de cenizas en su cuello absorbía la luz púrpura, dándole un aire casi sobrenatural. Su ropa, raída y húmeda, se pegaba a su cuerpo, y la manta que la cubría apenas mitigaba el frío que calaba los huesos. La esfera, palpitando bajo sus dedos, parecía viva, su calor quemándole las palmas, un recordatorio de las visiones que los habían perseguido: Nara con un vestido blanco, tatuajes extraños, una voz que hablaba en un idioma olvidado. La Cresta del Norte, con sus muros de piedra y torres rotas, era el destino que habían arriesgado todo por alcanzar, pero ahora, en su refugio, el peso de la esfera y los secretos de la Coalición los envolvían como una red.
Un crujido en la puerta rompió el silencio. Un guardia de la Coalición, un hombre joven con una túnica gris y una linterna ultravioleta colgada del cinto, entró con pasos rápidos, su rostro pálido marcado por una cicatriz fina en la mejilla. —La Coalición os ha asignado un lugar —dijo, su voz monótona, casi mecánica—. Pescador, si puedes caminar, seguidme. No hay más camillas aquí, y los sanadores necesitan el espacio.
Cale, con un gruñido, se incorporó lentamente, el dolor en su brazo y espalda arrancándole un jadeo. Nara, levantándose, lo sostuvo por el codo, su mirada firme aunque temblaba por el cansancio. —Puede caminar —dijo, su voz baja pero decidida—. Pero la esfera viene con nosotros. Nadie la toca.
El guardia, frunciendo el ceño, asintió. —Como queráis. Pero mantened esa cosa bajo control. La Coalición no tolera accidentes. —Señaló la puerta—. Vamos.
Nara, recogiendo la esfera, la apretó contra su pecho, el trapo raído apenas conteniendo su resplandor púrpura. Ayudó a Cale a levantarse, su brazo débil pero firme bajo el suyo. —Apóyate en mí, pescador —susurró—. No te dejaré caer.
Cale, con la cabeza nublada, asintió, su mano rozando la de ella. —Gracias, oculta —murmuró, su voz áspera—. No sé cómo sigues aquí, después de todo.
Ella sonrió, una curva leve en sus labios agrietados. —No tengo opción, Cale. Y tú tampoco. Vamos, la Cresta nos espera.
El guardia los guio fuera de la enfermería, a través de un laberinto de pasillos excavados en la roca viva de la isla. La Cresta del Norte era un coloso herido, un mausoleo de piedra y acero que parecía respirar con un pulso propio. Sus muros, de granito negro pulido por siglos de sal y viento, estaban reforzados con placas de metal corroídas, grabadas con circuitos antiguos y símbolos geométricos que parecían venas apagadas, reliquias de un mundo que ya no existía. Las lámparas ultravioletas, incrustadas en el techo, proyectaban un brillo azulado que iluminaba el polvo flotante, dando a los pasillos un aire espectral, como si fantasmas de los Precursores aún caminaran entre las sombras. Puertas de metal, algunas selladas con candados oxidados, flanqueaban el camino, y detrás de ellas se oían murmullos: el clang de martillos, el zumbido de generadores, el ocasional grito de dolor que resonaba como un eco roto. Ventanas estrechas, protegidas por rejas gruesas, dejaban ver el océano negro, donde las olas chocaban contra los acantilados, lanzando espuma que brillaba bajo las luces externas como fragmentos de un cielo perdido.
El pasillo descendía en una escalera de piedra en espiral, sus escalones desgastados por siglos de pasos, resbaladizos por la humedad que goteaba de las paredes. El musgo grisáceo cubría las grietas, absorbiendo la luz ultravioleta y emitiendo un brillo enfermizo, como si la propia roca estuviera viva. En las esquinas, rendijas en los muros mostraban torres rotas que se alzaban hacia el cielo, sus estructuras de metal retorcidas como árboles quemados, coronadas por antorchas ultravioletas que parpadeaban contra la Gran Oscuridad. El viento aullaba fuera, un lamento que traía el rugido lejano de los Umbríos marítimos, un recordatorio de que la Cresta era un refugio frágil, una isla de luz en un océano de sombras. Los sonidos de la fortaleza —el martilleo rítmico, el zumbido de máquinas, el eco de pasos— se mezclaban en una sinfonía inquietante, como si la Cresta misma estuviera viva, observando, juzgando.
El guardia los condujo a un nivel inferior, donde los pasillos se ensanchaban, las paredes decoradas con mosaicos rotos que mostraban escenas de un mundo anterior: ciudades de cristal, soles brillantes, figuras humanas manipulando esferas de luz. Los mosaicos, agrietados y descoloridos, parecían burlarse de los habitantes actuales, un eco de los Precursores que Varn había mencionado. El aire aquí era más cálido, cargado de un olor metálico que sugería maquinaria cercana, tal vez la Sala de las Máquinas que prometía respuestas. Las lámparas ultravioletas eran más brillantes, proyectando un resplandor que hacía que las sombras de Cale y Nara parecieran alargarse, distorsionarse, como si la Cresta intentara engullirlos.
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Editado: 01.09.2025