Cazadores de luz: El resplandor de la esfera

El Calor de las Cicatrices

La Cresta del Norte se alzaba como un coloso herido, sus muros de granito negro y acero corroído vibrando con el zumbido constante de las lámparas ultravioletas que perforaban la Gran Oscuridad. El departamento asignado a Cale y Nara, excavado en la roca viva de la fortaleza, era un refugio austero, sus paredes de piedra pulida cubiertas de placas metálicas abolladas, marcadas por arañazos y óxido que contaban siglos de resistencia. El aire era frío, impregnado de un olor a moho, sal y el eco metálico de las máquinas que resonaban en algún lugar profundo de la Cresta. Una única lámpara ultravioleta colgaba del techo, proyectando un brillo azulado que dejaba las esquinas en penumbra, donde las sombras parecían moverse como recuerdos de los Umbríos. El espacio central, con una mesa de madera astillada y dos sillas desparejas, conectaba dos habitaciones pequeñas, cada una con una cama de metal cubierta con sábanas ásperas y una manta raída. Una ventana estrecha, protegida por una reja gruesa, ofrecía una vista del océano negro, donde las olas chocaban contra los acantilados, lanzando espuma que brillaba como fragmentos de un cielo roto. El baño, un cubículo de piedra al fondo, tenía una ducha oxidada, un lavabo agrietado y un espejo empañado que reflejaba el resplandor púrpura de la esfera, colocada sobre la mesa central, envuelta en un trapo raído que apenas contenía su latido. Cale, sentado en una de las sillas, sentía el dolor de sus heridas como un eco constante, las vendas en su brazo y espalda tirando de su piel con cada movimiento. Su camisa, raída y manchada de sangre seca, colgaba suelta sobre su torso, y su cabello, aún húmedo por el océano, caía en mechones desordenados sobre su frente. Sus ojos verdes, apagados por el agotamiento, se fijaban en la esfera, cuya luz púrpura se filtraba a través del trapo, proyectando sombras que parecían susurrar las visiones que lo habían perseguido: Nara con un vestido blanco, tatuajes extraños, Kiva en una playa, Seli y Tor corriendo bajo antorchas. La Cresta del Norte, con sus muros de piedra y secretos antiguos, era un refugio, pero también una trampa, y la esfera, su única esperanza, era un peso que lo ataba a un destino incierto. Nara, que había entrado en el baño minutos antes, dejó que el sonido del agua llenara el silencio. La ducha, un chorro débil y frío que salía de una tubería oxidada, golpeaba las baldosas agrietadas, enviando un eco que resonaba en el departamento. El vapor, escaso pero cálido, se elevaba en volutas que se mezclaban con el brillo ultravioleta, creando un halo espectral en el cubículo. Nara, bajo el agua, cerró los ojos, dejando que el frío le entumeciera la piel, intentando lavar no solo la sal y la sangre, sino el peso de los días pasados: la balsa, los Umbríos, la casi pérdida de Cale. Su cabello, liberado de la trenza, caía húmedo sobre sus hombros, y el tatuaje de cenizas en su cuello parecía absorber el resplandor de la lámpara, como si estuviera vivo. Sus manos, marcadas por cortes y quemaduras de la esfera, temblaban al frotarse la piel, y un recuerdo fugaz de la visión —ella con tatuajes nuevos, hablando en un idioma desconocido— la hizo estremecer. Sacudió la cabeza, cerrando el grifo con un chirrido, y se envolvió en una sábana raída que encontró colgada en el baño, su ropa sucia amontonada en un rincón. Salió del baño, descalza, el suelo frío mordiéndole los pies. La sábana, anudada torpemente sobre su pecho, dejaba sus hombros al descubierto, y su cabello húmedo goteaba, dejando pequeños charcos en la piedra. La esfera, en la mesa, pulsó débilmente, su luz púrpura iluminando su rostro, resaltando las ojeras bajo sus ojos castaños y la tensión en sus labios. —Tu turno, pescador —dijo, su voz suave pero cansada, señalando el baño con un movimiento de cabeza—. No hay agua caliente, pero al menos te quitará el olor a océano. Cale, levantándose con un gruñido, sintió el dolor en sus heridas como un latigazo. —No sé si quiero moverme, oculta —dijo, intentando sonreír, pero su voz era áspera, quebrada por el esfuerzo—. Pero tienes razón. Huelo como un Umbrío muerto. Nara, cruzándose de brazos, arqueó una ceja, un destello de su humor habitual rompiendo la tensión. —Peor, pescador. Hueles como un Umbrío muerto que se cayó en una red de pesca podrida. Ve, antes de que cambie de opinión y te deje la sábana. Cale, riendo débilmente, se dirigió al baño, sus pasos tambaleantes. La puerta chirrió al cerrarse, y el sonido del agua volvió a llenar el departamento, un goteo irregular que resonaba en las paredes de piedra. El cubículo era aún más pequeño de lo que parecía, las baldosas agrietadas cubiertas de musgo grisáceo que brillaba bajo la luz ultravioleta. La ducha, un chorro helado que apenas salía de la tubería oxidada, golpeó su piel como agujas, arrancándole un jadeo. Se quitó la camisa, dejándola caer en un rincón junto a la ropa de Nara, y dejó que el agua lavara la sangre seca y la sal, aunque no podía limpiar el peso de las visiones: Kiva, su rostro tenso por los celos, llamándolo en una playa; la figura encapuchada, susurrando *Elige*. Sus heridas, expuestas al agua fría, ardían, y las quemaduras en sus manos, marcas de la esfera, palpitaban como si el artefacto aún estuviera en sus palmas. Cerró el grifo, el silencio cayendo como un manto, y se envolvió en una sábana limpia que encontró colgada, anudándola torpemente alrededor de su cintura. Salió del baño, el aire frío del departamento mordiéndole la piel desnuda. La lámpara ultravioleta proyectaba un brillo azulado sobre su torso, resaltando los moretones y las vendas que cubrían su brazo y espalda. Nara, sentada en una de las sillas, tenía la esfera en su regazo, el trapo raído destapado parcialmente, su luz púrpura iluminando su rostro. Sus ojos castaños se detuvieron en las vendas empapadas, y sin decir palabra, se levantó, recogiendo un frasco de ungüento y vendas limpias de un cajón de la mesa. Señaló la silla con un gesto, su expresión seria, casi clínica. Cale, sentándose, sintió el dolor en sus heridas intensificarse, pero no protestó. La esfera, en la mesa, pulsó suavemente, su luz proyectando sombras que danzaban entre ellos, llenando el silencio con una tensión que no podían nombrar. Nara se arrodilló frente a él, sus manos moviéndose con cuidado para deshacer las vendas de su brazo, el roce de sus dedos contra su piel enviando un escalofrío que no era del frío. El aire se volvió pesado, el zumbido de la lámpara y el goteo lejano del baño los únicos sonidos en la sala. Cale, mirando sus manos, sintió un nudo en el estómago, una chispa de algo que creía olvidado: el calor de su cercanía en la balsa, el roce de su mano cuando lo salvó de los Umbríos. Su mente lo traicionó, imaginándola como en la visión: con un vestido blanco, tatuajes brillando, su cabello largo y ondulado. Pero la imagen de Kiva, su amor confesado en Tabiada, irrumpió como una advertencia, su rostro tenso por los celos apretándole el pecho con una culpa que no podía ignorar. *No debería sentir esto*, pensó, sus manos apretándose contra la silla. *Kiva está viva, la vi. No puedo traicionarla, no después de todo.* Nara, concentrada, aplicó el ungüento en su brazo, el olor amargo llenando el aire. Sus dedos, marcados por cortes y quemaduras, temblaban ligeramente, pero su toque era firme, preciso. Ella también sentía algo, un eco de la balsa, cuando lo sostuvo contra el océano, cuando sus respiraciones se mezclaron en el caos. La imagen de Cale, herido pero vivo, la perseguía, y por un instante, su mente la llevó a la visión: ella misma, transformada, con tatuajes que no entendía, hablando palabras que no eran suyas. Pero Taran, su amor perdido en el naufragio del *Faro del Acantilado*, apareció en su mente, sus ojos oscuros llenos de un dolor que no había confesado. *No puedo dejar que esto crezca*, pensó, sus manos deteniéndose un instante antes de continuar, aplicando el ungüento en la espalda de Cale. *Taran podría estar vivo. No puedo traicionarlo, no ahora.* El silencio entre ellos era denso, roto solo por el roce de las vendas y el pulso de la esfera, que parecía observar, su luz púrpura intensificándose como si supiera lo que no decían. Nara, terminando de envolver las nuevas vendas, aseguró los nudos con cuidado, sus dedos rozando la piel de Cale una última vez antes de levantarse. Recogió el frasco y las vendas sobrantes, colocándolos en la mesa junto a la esfera. —Descansa, pescador —dijo, su voz suave pero firme, rompiendo el silencio—. Nos veremos en unas horas. La Sala de las Máquinas nos espera. Cale, sintiendo el peso de la culpa y el calor de su toque, asintió, su voz atrapada en la garganta. —Gracias, oculta —murmuró, mirando la esfera, su luz púrpura como un juez silencioso—. Duerme un poco. Lo necesitaremos. Nara, con una sonrisa cansada, asintió y se dirigió a su habitación, la esfera en sus manos, su luz iluminando la piedra como un faro roto. La puerta chirrió al cerrarse, dejando a Cale solo en el espacio central. Se puso de pie, tambaleándose, el dolor en sus heridas un eco constante, y se dirigió a su propia habitación, la cama de metal crujiendo bajo su peso. La sábana, áspera contra su piel, no ofrecía consuelo, y la imagen de Kiva —su risa en la Aurora, su confesión en Tabiada— se mezcló con el rostro de Nara, sus ojos castaños, su toque en su piel. *No es justo*, pensó, cerrando los ojos, intentando dejar atrás los sentimientos que lo quemaban, la culpa que lo ataba a Kiva. *Ella está viva, la encontraré. Esto… no puede ser.* Se hundió en un sueño inquieto, donde la esfera palpitaba, susurrando *Elige*, mientras la Cresta del Norte, con sus secretos y su frío, lo envolvía como un abismo.




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