La Cresta del Norte se erguía como un bastión roto, sus muros de granito negro y acero corroído vibrando con el zumbido constante de las lámparas ultravioletas que perforaban la Gran Oscuridad. Los pasillos, excavados en la roca viva, formaban un laberinto de piedra pulida y placas metálicas abolladas, marcadas por arañazos y óxido que contaban siglos de resistencia. Las lámparas, incrustadas en el techo, proyectaban un brillo azulado que iluminaba el polvo flotante, dando a los corredores un aire espectral, como si los fantasmas de los Precursores acecharan en las sombras. Ventanas estrechas, protegidas por rejas gruesas, dejaban ver el océano negro, donde las olas chocaban contra los acantilados, lanzando espuma que brillaba como fragmentos de un cielo perdido. El aire olía a sal, moho y un eco metálico de las máquinas que trabajaban sin descanso en las entrañas de la Cresta, un recordatorio de que este refugio, aunque imponente, era frágil frente al abismo que lo rodeaba. Faltaban dos meses para la salida del sol, el fin de los nueve meses de Gran Oscuridad y el comienzo de los tres meses de luz, un amanecer que la Coalición aguardaba como una promesa distante. La negrura del cielo, impenetrable, pesaba como una sentencia, y los rugidos lejanos de los Umbríos marítimos resonaban como un tambor que marcaba el tiempo. Cale y Nara regresaron al departamento tras la reunión en la Sala de las Máquinas, escoltados por el mismo guardia de la Coalición, cuya linterna ultravioleta proyectaba sombras alargadas en las paredes. El departamento, con sus paredes de piedra y su única lámpara ultravioleta, era un refugio austero, el suelo frío mordiendo sus pies descalzos. La mesa de madera astillada, las dos sillas desparejas y la ventana que mostraba el océano negro eran un contraste sombrío con el peso de la esfera, que Nara aún sostenía, envuelta en el trapo raído, su luz púrpura filtrándose como un latido. Las dos habitaciones, con camas de metal y sábanas ásperas, y el baño oxidado al fondo, eran un recordatorio de que la Cresta ofrecía supervivencia, pero no consuelo. La tensión de la reunión con Lirien y Varn, la promesa de una partida en dos meses cuando saliera el sol, y la amenaza velada de las celdas bajo la Cresta pesaban en el aire, mezclándose con el silencio cargado de la noche anterior, cuando Nara curó las heridas de Cale, sus manos rozándose en una danza silenciosa de sentimientos no nombrados. Cale, sentándose en una de las sillas, sintió el dolor de sus heridas como un eco constante, las vendas frescas en su brazo y espalda tirando de su piel. Su camisa, áspera y oliendo a antiséptico, cubría los moretones que marcaban su torso. Sus ojos verdes, nublados por el agotamiento, se fijaban en la esfera, su luz púrpura proyectando sombras que parecían susurrar las visiones de Kiva, Taran, Milo, Selina, Rorik, Lira, Toren, Seli y Tor. —Dos meses, oculta —dijo, su voz áspera, rompiendo el silencio—. Dos meses para que salga el sol y veamos si la Coalición cumple. No confío en ellos, pero no tenemos otra opción. Nara, colocando la esfera en la mesa, se sentó frente a él, sus manos temblando ligeramente al ajustar el trapo. Su cabello trenzado caía sobre su hombro, y el tatuaje de cenizas en su cuello brillaba bajo el resplandor púrpura. —Lo sé, pescador —respondió, su voz baja pero firme, sus ojos castaños buscando los suyos—. La Coalición quiere la esfera, no a nosotros. Pero si nos lleva a Taran, a Kiva, a todos… tenemos que seguir. —Hizo una pausa, tocando el trapo, el calor de la esfera quemándole los dedos—. Siento que nos está observando, Cale. Como si supiera algo que nosotros no. Cale, apretando los puños, sintió el ardor de las quemaduras en sus manos. —En la Sala, cuando Varn habló del estabilizador, sentí un pulso —dijo, su tono tenso—. Otra visión. Una sala, esferas como esta, una voz diciendo *Elige*. No sé qué significa, pero me asusta, oculta. ¿Y si entregarla es el error? Nara, inclinándose hacia adelante, destapó un borde de la esfera, su luz púrpura iluminando su rostro. —En mi refugio, los ancianos decían que las luces antiguas elegían a sus portadores —susurró—. Pensé que eran cuentos, pero ahora… siento que nos está usando. Vi a Taran, herido, pero vivo. Y a los niños, Seli y Tor, corriendo. No puedo rendirme, Cale. No después de todo. Antes de que él pudiera responder, un golpe en la puerta los hizo saltar. El guardia, con el rostro tenso, abrió la puerta sin esperar. —La Coalición requiere la esfera ahora —dijo, su voz cortante—. Lirien y Varn están en la cámara de contención, debajo de la Sala de las Máquinas. No hay discusión. Vamos. Cale, poniéndose de pie con un gruñido, sintió el dolor en sus heridas como un latigazo. —No la entregaremos hasta que cumplan —espetó, pero Nara, levantándose, lo detuvo con una mirada. —No tenemos opción, pescador —susurró, recogiendo la esfera—. Pero no la soltaremos hasta que estemos seguros. Vamos. El guardia los condujo por un pasillo descendente, las paredes más húmedas, el musgo grisáceo brillando bajo la luz ultravioleta. El aire se volvía más pesado, cargado de un olor metálico y un frío que calaba los huesos. La cámara de contención, una sala más pequeña que la Sala de las Máquinas, estaba reforzada con placas de acero gruesas, selladas con candados que parecían nuevos. En el centro, un pedestal de metal con un hueco circular, rodeado de runas púrpuras, esperaba la esfera. Lirien y Varn estaban allí, junto a dos ingenieros con túnicas grises, sus manos sosteniendo herramientas que brillaban bajo la luz. Kael, apoyada contra una pared, aferraba su arpón, sus ojos grises fijos en la esfera. —Pescador, oculta —dijo Lirien, su voz fría pero autoritaria, señalando el pedestal—. La esfera debe guardarse aquí, donde estará segura hasta que el estabilizador esté listo. Dos meses hasta el amanecer, y la usaremos para proteger la Cresta y buscar a vuestros amigos. Cale, frunciendo el ceño, dio un paso adelante. —No hasta que vea la nave partir —dijo, su voz firme pese al dolor—. Prometisteis una partida por Kiva, Taran, mis padres. No entregaré nada sin eso. Varn, ajustando sus gafas, suspiró. —La cámara es segura, pescador. La esfera es inestable, y aquí estará protegida. Cuando salga el sol, en dos meses, enviaremos la partida. No hay naves seguras en la Gran Oscuridad. Nara, apretando la esfera, negó con la cabeza. —No la soltaremos hasta que cumplan —dijo, su voz temblando de ira—. Nos trajisteis aquí con promesas. Dadnos algo más que palabras. Lirien, con una sonrisa fría, estaba a punto de responder cuando un chillido agudo, como metal rasgando metal, atravesó las paredes. El suelo tembló, y un estruendo resonó desde los niveles superiores, seguido de gritos humanos y el rugido inconfundible de los Umbríos. Los ingenieros se tensaron, dejando caer sus herramientas, y Kael, levantando su arpón, gruñó. —Umbrios terrestres —espetó—. Han roto las defensas externas. ¡A las armas! La puerta de la cámara se abrió de golpe, y un guardia irrumpió, su linterna ultravioleta parpadeando. —¡Están en los pasillos inferiores! —gritó—. ¡Necesitamos todas las manos! Cale, sintiendo una oleada de adrenalina, miró a Nara. —No podemos quedarnos aquí —dijo, su voz urgente—. Si los Umbríos están dentro, la esfera no estará segura. Nara, asintiendo, aferró la esfera con más fuerza. —Juntos, pescador —dijo, sus ojos castaños brillando con determinación—. Vamos a luchar. Sin esperar órdenes, corrieron tras Kael, que lideraba a los guardias por un pasillo ascendente, las lámparas ultravioletas parpadeando bajo la presión de la intrusión. El aire se llenó de chillidos, y las sombras en las paredes se movieron, tomando forma: Umbríos terrestres, más pequeños que los marítimos, pero rápidos, con escamas reflectantes y garras que brillaban como cuchillos. Sus ojos, pozos de luz bioluminiscente, destellaban en la penumbra, y sus movimientos eran coordinados, como si cazaran en manada. Uno saltó desde una esquina, sus garras rasgando el aire hacia Nara. Ella, reaccionando, levantó la esfera, proyectando un destello púrpura que incineró a la criatura, pero otro Umbrío, más grande, emergió detrás, sus garras dirigidas a su espalda. —¡Nara! —gritó Cale, lanzándose hacia ella. Con un movimiento desesperado, arrancó una linterna ultravioleta de un guardia caído y la proyectó contra el Umbrío, su luz quemando las escamas de la criatura. Esta chilló, retorciéndose, y Cale, usando la linterna como arma, aplastó su cráneo, la sangre negra salpicando su rostro. Nara, jadeando, se giró, sus ojos encontrando los suyos, un destello de gratitud en su mirada. —Gracias, pescador —susurró, levantándose, la esfera aún en sus manos—. No te separes. Juntos, corrieron tras Kael, que lideraba una línea de guardias en un pasillo estrecho donde los Umbríos terrestres trepaban por las paredes, sus garras rasgando el metal. Cale, sosteniendo la linterna, proyectaba destellos que disolvían a las criaturas, mientras Nara, con la esfera, lanzaba arcos de luz púrpura que incineraban a los Umbríos menores. Sus movimientos eran sincronizados, como en la balsa, sus cuerpos moviéndose como uno solo, esquivando garras y proyecciones de sombras. Un Umbrío saltó hacia Cale, pero Nara lo interceptó, su cuchillo encontrando una grieta en las escamas, mientras Cale golpeaba a otro con la linterna, su luz quebrando la oscuridad. El pasillo se llenó de sangre negra y chillidos, los guardias cayendo bajo las garras de los Umbríos, sus linternas parpadeando. Kael, lanzando su arpón, atravesó a un Umbrío mayor, pero más surgían, sus ojos brillando como faros rotos. Lirien, apareciendo desde una escalera, sostenía un dispositivo pequeño, un cilindro metálico con runas púrpuras. —¡Atrás! —gritó, levantando el aparato. Presionó un botón, y un ruido agudo, como un lamento mecánico, llenó el aire, seguido de un impulso de energía que hizo temblar las paredes. Los Umbríos se retorcieron, sus cuerpos convulsionando, sus chillidos convirtiéndose en aullidos de dolor. La luz púrpura del dispositivo se intensificó, y uno por uno, los Umbríos cayeron, sus escamas disolviéndose en cenizas negras que cubrieron el suelo. Cale, jadeando, ayudó a Nara a levantarse, sus manos temblando pero firmes. —Eso… ¿qué fue eso? —preguntó, mirando el dispositivo en manos de Lirien. —Un prototipo —dijo Lirien, su voz fría pero satisfecha, guardando el cilindro—. Basado en las esferas de los Precursores. Pero inestable, como la vuestra. —Señaló la esfera en manos de Nara—. Por eso la necesitamos. Entregadla ahora, y protegeremos la Cresta. Nara, limpiando la sangre negra de su cuchillo, negó con la cabeza. —No hasta que la nave parta, en dos meses —dijo, su voz firme—. Cumplid primero. Lirien, frunciendo el ceño, asintió. —A la cámara, entonces. Guardaremos la esfera hasta el amanecer. Cale y Nara, aún jadeando, siguieron a Lirien a la cámara de contención, donde el pedestal esperaba. Nara, con un último vistazo a Cale, colocó la esfera en el hueco circular, su luz púrpura intensificándose antes de apagarse, sellada por un mecanismo que cerró el pedestal con un clic. La cámara se llenó de un silencio pesado, roto solo por el zumbido de las lámparas. —Dos meses, pescador —dijo Lirien, su mirada fija en ellos—. Cuando salga el sol, cumpliremos. Pero la Cresta no olvida. Cale, sosteniendo la mirada de Nara, asintió. —Dos meses, oculta —susurró—. Juntos, hasta el final. La Cresta del Norte, con sus muros de piedra y su frío, los envolvió, mientras la esfera, ahora guardada, parecía observar desde su prisión, un faro frágil en un mundo roto, esperando el amanecer.
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Editado: 18.08.2025