Perdido El departamento de la Cresta del Norte, un refugio austero excavado en la roca viva, estaba envuelto en el zumbido constante de una lámpara ultravioleta que proyectaba un brillo azulado, dejando las esquinas en penumbra donde las sombras parecían moverse como recuerdos de los Umbríos. La mesa de madera astillada, las dos sillas desparejas y la ventana estrecha, protegida por una reja gruesa, ofrecían una vista del océano negro, donde las olas chocaban contra los acantilados, su espuma brillando como fragmentos de un cielo roto. El aire olía a moho, sal y un eco metálico de las máquinas que resonaban en las entrañas de la fortaleza. Faltaban dos meses para la salida del sol, el fin de los nueve meses de Gran Oscuridad y el comienzo de los tres meses de luz, un amanecer que la Coalición aguardaba como una promesa distante, mientras los rugidos lejanos de los Umbríos marítimos resonaban como un tambor que marcaba el tiempo. Cale y Nara regresaron al departamento tras el ataque de los Umbríos terrestres y la entrega de la esfera a la cámara de contención, escoltados por un guardia de la Coalición cuya linterna ultravioleta proyectaba sombras alargadas en las paredes del pasillo. La batalla había dejado sus marcas: sangre negra de los Umbríos manchaba sus ropas raídas, y el cansancio pesaba en sus cuerpos como una cadena. Cale, tambaleándose, sentía el dolor de sus heridas recientes, las vendas en su brazo y espalda tirando de su piel, agravadas por los golpes recibidos en la lucha. Su camisa, proporcionada por la Coalición, estaba rota en el hombro, y su rostro, cubierto de sudor y cenizas, mostraba ojeras profundas bajo sus ojos verdes. Nara, a su lado, caminaba con pasos firmes pero agotados, su cabello trenzado deshecho en mechones húmedos, el tatuaje de cenizas en su cuello brillando bajo el resplandor ultravioleta. Sus manos, marcadas por cortes y quemaduras de la esfera, temblaban ligeramente, y sus ojos castaños, rojos por la falta de sueño, vigilaban las sombras como si esperara otro ataque. La esfera, ahora sellada en la cámara de contención, dejaba un vacío en sus manos, pero su eco aún resonaba en sus mentes, las visiones de Kiva, Taran, Milo, Selina, Rorik, Lira, Toren, Seli y Tor persiguiéndolos como fantasmas. La tensión de la noche anterior, cuando Nara curó las heridas de Cale en un silencio cargado, seguía entre ellos, una chispa de sentimientos no nombrados que ambos enterraban bajo la culpa de sus promesas: Cale a Kiva, su amor confesado en Tabiada, y Nara a Taran, herido pero vivo en las visiones. El departamento, con sus camas de metal y sábanas ásperas, y el baño oxidado al fondo, ofrecía poco consuelo tras la lucha, pero era el único refugio que tenían antes de enfrentar los dos meses que los separaban del amanecer. Cale, desplomándose en una de las sillas, gruñó por el dolor, sus manos apretando el borde de la mesa astillada. Su torso, cubierto de moretones y cortes frescos, sangraba ligeramente bajo las vendas, la sangre filtrándose como un recordatorio de la batalla. —Malditos Umbríos —murmuró, su voz áspera, rompiendo el silencio—. Pensé que la Cresta era segura, oculta. Si pueden entrar aquí, ¿qué esperanza tenemos? Nara, apoyándose en la mesa, frunció el ceño, sus ojos deteniéndose en las vendas empapadas de Cale. Sin decir palabra, se dirigió al baño, regresando con un frasco de ungüento y vendas limpias que encontró en un cajón. Señaló su torso con un gesto, su expresión seria, casi clínica, pero sus manos temblaban ligeramente, traicionando el cansancio y algo más que no podía nombrar. Cale, entendiendo el gesto, se quitó la camisa rota con un jadeo, el movimiento arrancándole un estremecimiento. La lámpara ultravioleta proyectaba un brillo azulado sobre su piel, resaltando los moretones, los cortes y las quemaduras de la esfera en sus manos, que palpitaban como si el artefacto aún estuviera en sus palmas. Nara se arrodilló frente a él, sus manos moviéndose con cuidado para deshacer las vendas de su brazo, el roce de sus dedos contra su piel enviando un escalofrío que no era del frío. El silencio entre ellos era denso, roto solo por el zumbido de la lámpara y el goteo lejano del baño. Cale, mirando sus manos, sintió un nudo en el estómago, la memoria de su toque en la balsa, cuando lo salvó de los Umbríos, resurgiendo como un eco. La culpa lo golpeó, la imagen de Kiva, su risa en la Aurora, su confesión en Tabiada, apretándole el pecho. *No debería sentir esto*, pensó, sus manos apretándose contra la silla. *Kiva está viva, la encontraré.* Nara, concentrada, aplicó el ungüento, el olor amargo llenando el aire. Sus dedos temblaban, y por un instante, su mente la llevó a la visión: ella misma, transformada, con tatuajes que no entendía, hablando palabras que no eran suyas. Taran, herido pero vivo, apareció en su mente, sus ojos oscuros llenos de un dolor que no había confesado. *No puedo dejar que esto crezca*, pensó, su toque deteniéndose un instante antes de continuar. Sus dedos rozaron una cicatriz profunda en el hombro de Cale, una marca de la batalla reciente, y un destello púrpura cruzó sus ojos, como si la esfera, aunque sellada en la cámara, aún los conectara. El mundo se desvaneció, y ambos se hundieron en una visión, tan vívida que parecía real, como si hubieran cruzado un umbral hacia otro tiempo. --- Estaban flotando, ingrávidos, en un cielo azul y brillante, el sol ardiente sobre sus cabezas, un lujo que ninguno había conocido en la Gran Oscuridad. Bajo ellos, una ciudad colosal se extendía, sus edificios de cristal y acero elevándose como agujas hacia el cielo, sus superficies reflejando la luz en cascadas de colores. Calles amplias bullían de vida: figuras humanas caminaban con ropas ligeras, sus risas resonando, mientras vehículos de metal, impulsados por un zumbido suave, se deslizaban por caminos pavimentados. Torres de vidrio brillaban, coronadas por antenas que capturaban la luz solar, y el aire olía a hierba, metal caliente y algo dulce, como flores que no conocían. Cale y Nara, suspendidos en el aire, se miraron, sus ojos abiertos por la maravilla y el desconcierto. No podían hablar, pero sus miradas decían lo mismo: *Esto es antes. Antes del cambio.* La visión cambió, y sus pies tocaron el suelo, ya no flotando, sino de pie en una sala amplia de paredes blancas y relucientes, iluminada por paneles que emitían una luz suave y constante. En el centro, una máquina colosal, un cilindro de metal y cristal, zumbaba con un ritmo que hacía vibrar el aire, su superficie cubierta de runas púrpuras que recordaban al estabilizador de la Cresta. Alrededor, figuras con batas blancas trabajaban, sus manos moviendo herramientas que brillaban, sus voces un murmullo en un idioma extraño, gutural y melódico, que Cale y Nara no podían entender. Un hombre, con gafas similares a las de Varn, ajustaba un panel, mientras una mujer con el cabello recogido manipulaba una esfera idéntica a la suya, su luz púrpura pulsando en sus manos. Cale y Nara se miraron de nuevo, sus rostros reflejando la misma pregunta: *¿Quiénes son?* La máquina comenzó a brillar, un resplandor púrpura que se intensificó, y las voces de los Precursores se alzaron, urgentes, en ese idioma desconocido. El suelo tembló, y un zumbido agudo llenó el aire, como el dispositivo que Lirien había usado contra los Umbríos. La esfera en manos de la mujer destelló, y una onda de energía atravesó la sala, haciendo que los paneles se agrietaran. Cale y Nara sintieron un tirón, como si sus cuerpos fueran arrancados del tiempo, y la visión se desvaneció. --- El departamento reapareció, el zumbido de la lámpara ultravioleta devolviéndolos al presente. Nara, con los dedos aún en la cicatriz de Cale, retiró la mano rápidamente, sus ojos castaños abiertos por el shock. Cale, jadeando, la miró, su rostro pálido, el sudor corriendo por su frente. —Oculta… ¿qué fue eso? —susurró, su voz temblando—. Esa ciudad, esa máquina… era real. Nara, temblando, se sentó en la otra silla, sus manos apretando el frasco de ungüento. —No lo sé, pescador —dijo, su voz baja, casi un murmullo—. Vi lo mismo. Esos edificios, esas personas… eran los Precursores, antes de la Gran Oscuridad. Pero no entendí lo que decían. —Hizo una pausa, mirando sus manos, aún marcadas por las quemaduras de la esfera—. La esfera nos mostró eso. Aunque esté en la cámara, sigue conectada a nosotros. Cale, tocando la cicatriz en su hombro, sintió un eco del zumbido de la máquina en la visión. —Dijeron *Elige* —murmuró, sus ojos fijos en la mesa vacía donde antes estaba la esfera—. Siempre lo dicen. Pero ¿qué significa? ¿Y si esa máquina fue la que lo rompió todo? Nara, negando con la cabeza, se levantó, recogiendo las vendas sobrantes. —No lo sé, Cale —dijo, su voz firme pero cargada de incertidumbre—. Pero la Coalición quiere usarla, y si es como esa máquina… tenemos que estar listos. Dos meses hasta el amanecer. Descansa, pescador. Lo necesitaremos. Cale, asintiendo, se puso de pie, tambaleándose, el dolor de sus heridas ahora mezclado con el peso de la visión. —Tienes razón, oculta —dijo, dirigiéndose a su habitación—. Pero no puedo dejar de pensar en Kiva, en Taran, en todos ellos. Si la esfera nos mostró el pasado, tal vez nos muestre cómo encontrarlos. Nara, entrando en su propia habitación, se detuvo en la puerta, su silueta recortada contra el resplandor ultravioleta. —Juntos, pescador —susurró—. Hasta el final. El departamento, frío y austero, los envolvió, mientras la Cresta del Norte, con sus secretos y su frío, los mantenía atrapados, y el eco de la visión, un mundo perdido bajo un sol brillante, resonaba como una advertencia de lo que la esfera podía desatar en los dos meses que faltaban para el amanecer.
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Editado: 14.08.2025