Cazadores de luz: El resplandor de la esfera

Cenizas de Esperanza

El océano rugía contra los acantilados de la Cresta del Norte, un lamento constante que se colaba por la ventana estrecha del departamento, donde la espuma de las olas brillaba bajo el resplandor de las lámparas ultravioletas externas. El aire, cargado de sal y moho, pesaba en el pequeño refugio excavado en la roca viva, donde el zumbido de una lámpara ultravioleta proyectaba un brillo azulado que dejaba las esquinas en penumbra, las sombras danzando como ecos de los Umbríos. La mesa de madera astillada, las dos sillas desparejas y la ventana protegida por una reja gruesa eran un recordatorio sombrío de la fragilidad de su refugio. Habían pasado un mes y medio desde el ataque de los Umbríos terrestres, y faltaban apenas dos semanas para la salida del sol, el fin de los nueve meses de Gran Oscuridad y el comienzo de los tres meses de luz, un amanecer que la Coalición aguardaba como una promesa de renovación. Los rugidos lejanos de los Umbríos marítimos se habían suavizado, como si las criaturas también sintieran la cercanía del cambio, pero su presencia seguía siendo un tambor que marcaba el tiempo. Cale y Nara habían pasado las últimas semanas atrapados en la rutina de la Cresta, bajo la vigilancia constante de la Coalición y la espera de noticias sobre la partida prometida. Sus heridas, tanto las de la batalla como las marcas de la esfera, habían sanado, dejando cicatrices pálidas que contaban historias de supervivencia. La camisa de Cale, ahora limpia pero áspera, no ocultaba las líneas de sus cicatrices, visibles en sus brazos y manos, mientras que Nara, con su cabello trenzado y el tatuaje de cenizas en su cuello, llevaba una túnica gris proporcionada por la Coalición, su rostro marcado por ojeras profundas pero con una determinación que no se apagaba. La esfera, sellada en la cámara de contención, seguía conectada a ellos, enviándoles sueños inquietantes que los perseguían cada noche: visiones de un mundo perdido, de máquinas púrpuras, de una voz que susurraba *Elige*. Los sueños eran tan vívidos que Nara, asustada, había comenzado a dormir en la habitación de Cale, buscando consuelo en su presencia. Cada noche, cuando se quedaban dormidos juntos, compartían el mismo sueño, sus mentes entrelazadas en un eco que la esfera parecía orquestar. Cale, tras semanas de insistencia, había convencido a la Coalición para enviar una partida en busca de Kiva, Taran, Milo, Selina, Rorik, Lira, Toren, Seli y Tor. La partida estaba formada por los Lobos de la Tormenta, un grupo de guerreros legendarios en la Cresta, conocidos por su fuerza y valentía, que no temían a los Umbríos ni a la Gran Oscuridad. Lirien, aunque reacia, había accedido, presionada por la promesa de la esfera y la necesidad de mantener la lealtad de Cale y Nara. Los Lobos, armados con arpones de punta ultravioleta y linternas reforzadas, partieron en una nave equipada con luces que cortaban la negrura, navegando hacia las costas donde las visiones de la esfera habían mostrado a los seres queridos de Cale y Nara. Ahora, un mes y medio después, Cale y Nara estaban en la Sala de las Máquinas, convocados por Lirien y Varn. La sala, un templo de tecnología antigua, zumbaba con el ritmo de una máquina colosal, sus tubos y cables vibrando bajo antorchas ultravioletas que iluminaban mesas de trabajo llenas de herramientas y reliquias de los Precursores. El estabilizador, un anillo de metal con runas púrpuras, seguía esperando la esfera, su resplandor como un eco de las visiones que los atormentaban. Lirien, con su túnica ornamentada, estaba junto a Varn, cuyas gafas reflejaban la luz ultravioleta. Kael, con su capa de cráneos de Umbríos, apoyaba su arpón contra una pared, su rostro curtido tenso por la noticia que traían los Lobos de la Tormenta, que acababan de regresar. —Pescador, oculta —dijo Lirien, su voz fría pero contenida, señalando una mesa donde yacían objetos envueltos en tela—. Los Lobos de la Tormenta regresaron. Encontraron esto en las costas al sur, donde vuestras visiones los ubicaban. Cale, sintiendo un nudo en el estómago, se acercó a la mesa, Nara a su lado, sus manos temblando. Desenvolvió la tela, revelando objetos que cortaron su respiración: un cuchillo con el mango tallado que Kiva siempre llevaba, manchado de sangre seca; una pulsera de cuero trenzado que Taran había hecho en la Aurora; un colgante de metal que Selina usaba, ahora abollado; y un trozo de tela con el bordado de Tabiada, donde Seli y Tor habían jugado. No había cuerpos, pero los objetos, rotos y abandonados, eran un veredicto silencioso. —No… —susurró Cale, su voz rompiéndose, sus manos apretando el cuchillo de Kiva. —Están vivos. La esfera me los mostró. ¡Están vivos! Nara, tocando la pulsera de Taran, sintió las lágrimas quemarle los ojos. —Taran… —murmuró, su voz apenas audible, el peso de la pérdida aplastándola. —Seli, Tor… no pueden estar… Varn, ajustando sus gafas, dio un paso adelante, su tono clínico pero sombrío. —Los Lobos buscaron durante días, pescador, oculta. Encontraron estos objetos en una playa devastada, rodeada de restos de Umbríos. No había señales de vida. Lo siento, pero… debemos asumir que están muertos. Kael, gruñendo, se cruzó de brazos. —Los Lobos de la Tormenta arriesgaron sus vidas por vosotros —dijo, su voz seca—. No encontraron nada más. La Gran Oscuridad no perdona, y faltan dos semanas para el amanecer. Aceptadlo. Cale, con el corazón acelerado, negó con la cabeza, las lágrimas corriendo por su rostro. —¡No! —espetó, su voz resonando en la sala—. La esfera no miente. Los vi, están vivos. ¡Milo, Selina, mis padres… no están muertos! —Se giró hacia Lirien—. Cuando salga el sol, en dos semanas, iré yo mismo. Buscaré a Lira, a Toren. No me detendréis. Lirien, con una mirada fría, asintió lentamente. —Cuando salga el sol, pescador, puedes ir. Pero la esfera se queda aquí, en el estabilizador. Es nuestra única esperanza contra los Umbríos. Cale, apretando el cuchillo de Kiva, no respondió, pero en su mente, una certeza se formó, tan clara como las visiones: *Me llevaré la esfera. No dejaré que la Coalición la tenga. Encontraré a mis padres, a todos.* No lo dijo en voz alta, la culpa y la determinación mezclándose en su pecho, pero su mirada era un juramento silencioso. Nara, con las lágrimas cayendo, tocó su brazo, su mano temblando. Sin palabras, se acercó, y Cale, dejando caer el cuchillo, la envolvió en un abrazo, sus cuerpos temblando mientras lloraban. La sala, con su zumbido y sus luces ultravioletas, se desvaneció, y por un momento, solo estaban ellos, aferrados al dolor compartido, a la pérdida de Kiva, Taran, Milo, Selina, Rorik, Seli y Tor. La culpa por los sentimientos no nombrados, por Kiva y Taran, se mezclaba con la desesperación, pero en ese abrazo, encontraron un ancla. —Oculta… —susurró Cale, su voz rota, su rostro enterrado en su hombro—. No puedo perderlos a todos. Nara, apretándolo más fuerte, lloró contra su pecho. —No estás solo, pescador —susurró—. No los perderemos. Lo juro. Lirien, observándolos, se giró hacia Varn. —Llevadlos al departamento —ordenó, su voz cortante—. Y aseguraos de que la esfera esté protegida. Dos semanas hasta el amanecer. No más riesgos. El guardia los escoltó de vuelta, el pasillo frío y silencioso, las sombras danzando bajo la luz ultravioleta. En el departamento, Cale y Nara se sentaron en la cama de Cale, el dolor de la pérdida aún fresco. Nara, temblando, se acercó más, su miedo a los sueños recurrentes superando su orgullo. —No quiero dormir sola, pescador —susurró—. Los sueños… me asustan. Cale, asintiendo, le hizo espacio. —Juntos, oculta —dijo, su voz baja—. Como siempre. Se acostaron, el colchón de metal crujiendo bajo su peso, sus cuerpos cerca pero sin tocarse, la lámpara ultravioleta proyectando un brillo azulado sobre ellos. Cuando el sueño los reclamó, fue el mismo para ambos, como si la esfera, desde la cámara de contención, aún los uniera. Estaban en un acantilado, el océano rugiendo abajo, pero el cielo estaba iluminado por un sol brillante, un mundo antes de la Gran Oscuridad. Kiva y Taran estaban allí, vivos, sus rostros borrosos pero reales, llamándolos desde la distancia. Una voz, la misma de siempre, susurró *Elige*, y la visión se desvaneció, dejándolos en la oscuridad del departamento, con dos semanas hasta el amanecer y una promesa que Cale, en silencio, juró cumplir: llevarse la esfera y encontrar a sus padres, sin importar el costo.




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