El amanecer había transformado la Cresta del Norte, bañando sus acantilados escarpados y sus muros de granito negro con una luz dorada que parecía desafiar la memoria de la Gran Oscuridad. Desde la ventana estrecha del departamento, el océano, antes un abismo negro, brillaba con reflejos azules y verdes, sus olas rompiendo contra la roca con un ritmo casi esperanzador. El aire, aunque aún cargado de sal y moho, llevaba un calor nuevo, un susurro del sol que calentaba la piedra fría y hacía que las placas de acero corroído destellaran como espejos rotos. El zumbido de las máquinas en las entrañas de la fortaleza seguía resonando, pero ahora se mezclaba con los gritos lejanos de los vigías de la Coalición, organizando patrullas para explorar las costas bajo la luz del sol, un lujo que no habían conocido en nueve meses. Faltaban tres meses para que el sol se desvaneciera de nuevo, sumiendo al mundo en otra Gran Oscuridad, y cada día de luz era un tesoro que la Cresta protegía con celo. Los Umbríos marítimos, sensibles a la luz solar, se habían retirado a las profundidades, dejando un silencio que era más inquietante que sus rugidos. Cale y Nara, aún estremecidos por la visión que los había transportado desde la plataforma del amanecer a la cámara de contención, estaban sentados en la cama de Cale, la esfera entre ellos, su luz púrpura pulsando débilmente a través del trapo raído. Sus cicatrices, pálidas pero visibles, contaban historias de batallas contra los Umbríos y el toque ardiente de la esfera, ahora un peso constante en sus vidas. Cale, con una túnica gris limpia pero áspera, miraba la esfera, sus ojos verdes brillando con una mezcla de determinación y miedo, la imagen de Kiva, sus padres Lira y Toren, y los niños Seli y Tor atormentándolo. Nara, con su cabello trenzado y el tatuaje de cenizas en su cuello, sostenía la esfera con cuidado, sus ojos castaños cálidos bajo la luz del amanecer que se filtraba por la ventana, pero marcados por la culpa de Taran y la incertidumbre de lo que habían visto. La visión compartida, donde introducían la esfera en el estabilizador y un resplandor púrpura los envolvía, los había dejado con una certeza: la esfera los estaba guiando, y el amplificador, como lo había llamado Varn, era el siguiente paso. —No podemos esperar más, oculta —dijo Cale, su voz baja pero firme, rompiendo el silencio del departamento—. La visión fue clara. La esfera quiere estar en el amplificador. Si lo hacemos, tal vez nos muestre cómo encontrar a los demás. A Kiva, a mis padres… —Hizo una pausa, su mirada endureciéndose—. No confío en la Coalición. Lirien no nos dejará acercarnos al estabilizador sin tomar la esfera para siempre. Nara, ajustando el trapo alrededor de la esfera, asintió, sus dedos temblando ligeramente. —Tienes razón, pescador —respondió, su voz suave pero cargada de resolución—. En mi refugio, los ancianos decían que las luces antiguas tenían voluntad propia. La esfera nos eligió, y esa visión… no fue un sueño. Estaba allí, contigo, sosteniéndola. —Hizo una pausa, sus ojos encontrando los suyos—. Pero si vamos a la Sala de las Máquinas, debemos ser cuidadosos. Si nos ven, nos encerrarán en esas celdas que Kael mencionó. Cale, poniéndose de pie, sintió un eco de dolor en sus cicatrices, aunque sus heridas habían sanado. —Entonces lo haremos ahora, mientras todos están ocupados con el amanecer —dijo, su tono decidido—. Los guardias están en los muelles, preparando las naves. Es nuestra oportunidad. Pero necesitamos un plan para entrar en la cámara y llegar al amplificador. Nara, levantándose, apretó la esfera contra su pecho. —La cámara de contención está sellada, pero vi a Varn usar un código en un panel cuando guardamos la esfera —dijo, su voz baja, como si temiera que las paredes escucharan—. Era una secuencia de pulsos, tres cortos, dos largos. Podemos intentarlo. Pero la Sala de las Máquinas está vigilada. Tendremos que movernos rápido y en silencio. Cale, asintiendo, tomó una linterna ultravioleta de repuesto que habían encontrado en el departamento, su luz más débil que las de los guardias pero suficiente para disuadir a cualquier Umbrío menor que pudiera acechar en los pasillos. —Juntos, oculta —dijo, su mirada fija en ella, un destello de la conexión que habían sentido en el amanecer brillando en sus ojos—. Como en la balsa, como contra los Umbríos. No nos separaremos. Nara, con una sonrisa tensa, asintió. —Hasta el final, pescador. Salieron del departamento, moviéndose con sigilo por los pasillos de la Cresta, ahora bañados por una luz grisácea que se filtraba desde las ventanas, un reflejo del amanecer que suavizaba el brillo azulado de las lámparas ultravioletas. Los pasillos, de piedra pulida y placas metálicas abolladas, estaban inusualmente silenciosos, los guardias y los ingenieros ocupados en los muelles o celebrando el fin de la Gran Oscuridad. El eco de las máquinas resonaba desde abajo, un zumbido que parecía latir en sincronía con la esfera. Cale y Nara, manteniéndose en las sombras, evitaron las patrullas esporádicas, sus pasos ligeros sobre el suelo resbaladizo de musgo grisáceo. Cada crujido, cada sombra que se movía bajo la luz, los hacía tensarse, la esfera palpitando en las manos de Nara como un corazón que los guiaba. Llegaron al pasillo descendente que llevaba a la cámara de contención, las paredes más húmedas, el aire cargado de un olor metálico que sugería maquinaria cercana. La puerta de acero reforzado, sellada con candados, estaba desatendida, pero el panel de control junto a ella brillaba con un resplandor púrpura. Nara, recordando la secuencia, se acercó, sus dedos temblando mientras pulsaba el panel: tres toques cortos, dos largos. Un clic resonó, y la puerta se abrió con un chirrido, revelando la cámara de contención, su pedestal vacío, la esfera aún en sus manos desde la visión inexplicable que los había transportado allí. —No entiendo cómo llegamos aquí antes —susurró Cale, su voz tensa, mirando la cámara vacía—. La esfera… nos trajo. Pero ahora estamos aquí por nuestra cuenta. Nara, apretando la esfera, asintió. —No importa cómo, pescador —dijo, su voz baja—. Vamos a la Sala de las Máquinas. El amplificador está allí. Salieron de la cámara, cerrando la puerta tras ellos, y se dirigieron al pasillo que llevaba a la Sala de las Máquinas. El zumbido de la maquinaria se intensificó, el aire vibrando con un ritmo que hacía eco en sus pechos. La Sala estaba al final de un corredor más ancho, sus paredes cubiertas de mosaicos rotos que mostraban escenas de un mundo anterior: ciudades de cristal, soles brillantes, figuras humanas manipulando esferas de luz. Dos guardias de la Coalición, con arpones de punta ultravioleta, vigilaban la entrada, sus máscaras reflejando la luz. Cale y Nara se escondieron en una esquina, esperando. Un grito lejano, probablemente desde los muelles, distrajo a los guardias, que intercambiaron una mirada y corrieron hacia el sonido, dejando la puerta desprotegida. —Ahora —susurró Cale, y corrieron hacia la puerta, empujándola con cuidado. La Sala de las Máquinas se abrió ante ellos, un templo de tecnología antigua, con una máquina colosal en el centro, sus tubos y cables zumbando bajo antorchas ultravioletas que iluminaban mesas de trabajo llenas de herramientas y reliquias de los Precursores. El estabilizador, o amplificador, como lo había llamado Varn, estaba en una plataforma elevada, un anillo de metal con runas púrpuras que brillaba como si esperara la esfera. La sala estaba desierta, los ingenieros probablemente en los muelles, celebrando el amanecer. Cale y Nara subieron a la plataforma, sus pasos resonando en el suelo de piedra. La esfera, en manos de Nara, pulsó con más fuerza, su luz púrpura filtrándose a través del trapo, iluminando sus rostros. Se miraron, la visión compartida en el amanecer regresando como un eco: ellos sosteniendo la esfera, introduciéndola en el amplificador, un resplandor envolviéndolos. —Es esto, oculta —dijo Cale, su voz temblando pero decidida—. Lo que vimos. Hagámoslo. Nara, asintiendo, destapó la esfera, su luz púrpura cegadora en la sala. Juntos, se acercaron al amplificador, el anillo de metal vibrando en respuesta. Cale tomó la esfera por un lado, sus dedos rozando los de Nara, que la sujetó por el otro, sus ojos castaños encontrando los suyos, un destello de la conexión del amanecer brillando en ellos. Con un movimiento sincronizado, colocaron la esfera en el hueco central del amplificador, las runas púrpuras destellando al contacto. Un destello cegador explotó desde la esfera, un resplandor púrpura que llenó la sala, haciendo temblar las paredes y el suelo. Un impulso de energía, como una onda de calor y electricidad, envolvió a Cale y Nara, levantándolos del suelo. Sus cuerpos comenzaron a flotar, ingrávidos, sus túnicas ondeando como si estuvieran bajo el agua. Una descarga eléctrica, impulsada por la esfera, los atravesó, un relámpago púrpura que quemó sus sentidos, conectando sus mentes en un instante de pura luz. La voz, la misma que siempre los perseguía, resonó en sus cabezas, más clara que nunca: *Elige*. Sus cuerpos, suspendidos en el aire, se relajaron, sus ojos cerrándose mientras la conciencia los abandonaba, la esfera palpitando en el amplificador, su luz púrpura iluminando la sala como un sol roto. Cale y Nara, flotando, inconscientes, quedaron atrapados en el resplandor, la Cresta del Norte zumbando a su alrededor, mientras el amplificador, ahora vivo, parecía observar, un guardián de secretos antiguos que los había reclamado, con tres meses de luz por delante y un destino que aún no podían comprender.
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Editado: 24.08.2025