El océano se extendía como un espejo infinito bajo un sol que nunca se ocultaba, su luz dorada bañando las olas con destellos de ámbar y zafiro, un espectáculo que desafiaba la memoria de los nueve meses de Gran Oscuridad. La barcaza robada de la Cresta del Norte surcaba las aguas, su casco de metal reforzado vibrando con el rugido del motor, mientras el viento cálido llevaba un aroma salino mezclado con el eco lejano de un mundo que parecía despertar. La cubierta, salpicada de sal y marcas de óxido, crujía bajo los pasos de Cale y Nara, quienes habían dejado atrás la fortaleza de la Coalición hace días, guiados por el instinto y la esfera que palpitaba en la mochila de cuero a los pies de Cale. El cielo, despejado y brillante, era un lienzo de azul puro, sin nubes que lo empañaran, y el sol, en su reinado de tres meses, parecía un guardián silencioso que observaba su viaje. Cale, de pie en la proa, sentía el calor del sol en su rostro, su piel bronceada por los días en el mar, las cicatrices pálidas en sus brazos brillando como líneas de un mapa antiguo. Su túnica blanca, otorgada en la visión de la mujer de blanco, ondeaba con la brisa, y sus ojos verdes, ahora con destellos dorados bajo la luz, estaban fijos en el horizonte. Nara, a su lado, apoyada en la barandilla, dejaba que el viento deshiciera su trenza, su cabello cayendo en mechones sueltos sobre sus hombros. Su túnica blanca, idéntica a la de Cale, se adhería a su cuerpo, el tatuaje de cenizas en su cuello capturando la luz como si estuviera vivo. Sus ojos castaños, cálidos con motas de ámbar, se encontraron con los de Cale, y una sonrisa suave cruzó sus rostros, un momento de calma en medio de la incertidumbre. La culpa por Kiva y Taran, la pérdida de Milo, Selina, Rorik, Seli y Tor, aún pesaba en sus corazones, pero la conexión que la esfera había forjado entre ellos, fortalecida por el amanecer y la huida, era un ancla que los mantenía unidos. —Pescador, nunca pensé que el mar pudiera ser tan hermoso —dijo Nara, su voz suave, casi perdida en el rugido de las olas—. En mi refugio, el océano era solo una amenaza. Ahora… parece vivo. Cale, sonriendo, se giró hacia ella, el sol iluminando su rostro. —En Tabiada, los ancianos contaban historias de mares que brillaban bajo el sol —respondió, su voz cargada de asombro—. Pensé que eran cuentos. Pero míralo, oculta. Es como si el mundo quisiera empezar de nuevo. Se miraron, sus sonrisas ensanchándose, un destello de complicidad que no necesitaba palabras. La esfera, aunque guardada en la mochila, parecía vibrar entre ellos, su luz púrpura filtrándose en sus sueños cada noche, mostrándoles un acantilado lejano, una cueva oculta, un altar de piedra donde la luz convergía. La mujer de blanco había dicho que su instinto los guiaría, y los sueños eran su brújula, un mapa que la esfera dibujaba en sus mentes mientras dormían juntos, sus cuerpos cerca en la cubierta de la barcaza, compartiendo visiones de un lugar donde serían preparados. Cale, apartándose de la barandilla, levantó una mano, sintiendo la energía que la esfera había despertado en él. —Vamos a practicar, oculta —dijo, su tono mezclando desafío y curiosidad—. Si vamos a encontrar ese lugar, necesitamos saber qué podemos hacer con esto. —Cerró los ojos, concentrándose, y un destello púrpura cruzó sus iris antes de que una chispa eléctrica brotara de sus dedos, un relámpago pequeño pero brillante que crepitó en el aire antes de desvanecerse. Su rostro se tensó por el esfuerzo, la energía aún cruda, incontrolada. Nara, arqueando una ceja, sonrió con un dejo de burla. —No está mal, pescador —dijo, levantando sus propias manos—. Pero mira esto. —Extendió los brazos, y un campo invisible, una barrera de luz púrpura apenas perceptible, se formó frente a ella, ondulando como una cortina de agua. La sostuvo unos segundos antes de que se desvaneciera, su respiración acelerada, el sudor brillando en su frente. —Es como si la esfera nos hablara —dijo, su voz temblando—. Pero no sé cuánto podemos hacer antes de que nos consuma. Cale, asintiendo, intentó de nuevo, esta vez levantando ambas manos. Una descarga eléctrica más fuerte brotó, iluminando la cubierta, pero se descontroló, golpeando la barandilla y dejando una marca chamuscada. —Maldición —gruñó, sacudiendo las manos, sus ojos destellando púrpura por un instante antes de volver a su verde natural—. Es como intentar domar un Umbrío. Tenemos el mismo poder, oculta, pero no sabemos cuánto puede crecer. Nara, probando otra vez, creó un campo más grande, esta vez envolviendo la barcaza por un momento, la luz púrpura reflejándose en el océano. Pero el esfuerzo la hizo tambalearse, y Cale la sostuvo, sus manos firmes en sus hombros. —Cuidado, oculta —dijo, su voz suave pero preocupada—. La mujer de blanco dijo que debíamos entrenar. Esto… es solo el comienzo. Nara, recuperando el aliento, asintió, sus ojos castaños encontrando los suyos. —Siento la esfera, pescador —dijo, tocando la mochila donde estaba guardada—. Cada vez que la usamos, es como si nos mostrara más. Pero es peligrosa. No sabemos cuánto podemos soportar. Esa noche, mientras la barcaza navegaba bajo el sol eterno, Cale y Nara se acostaron en la cubierta, la mochila con la esfera entre ellos, su luz púrpura filtrándose como un faro. El sueño los reclamó rápidamente, y una vez más, compartieron la misma visión. Estaban en un acantilado, el océano rugiendo abajo, pero el cielo estaba iluminado por un sol brillante, el mismo que los acompañaba ahora. Un sendero de piedra descendía hacia una cueva oculta, su entrada marcada por runas púrpuras que brillaban como la esfera. Dentro, un altar de piedra pulsaba con luz, y la voz de la mujer de blanco resonó: *Seguid el camino. La luz os espera.* La visión mostró fragmentos de su entrenamiento: Cale lanzando relámpagos que partían rocas, Nara creando escudos que desviaban tormentas, sus poderes creciendo pero aún inestables, como si la esfera los probara. Despertaron al amanecer, o lo que pasaba por amanecer en un mundo donde el sol nunca se ocultaba, sus cuerpos cubiertos de sudor, la esfera palpitando en la mochila. Cale, sentándose, miró a Nara, que ya estaba de pie, ajustando el timón. —El sueño, oculta —dijo, su voz baja—. Nos está guiando. Ese acantilado, esa cueva… está cerca. Nara, asintiendo, sonrió, el sol iluminando las motas de ámbar en sus ojos. —Lo sentí, pescador —dijo, su voz firme—. La esfera nos está llevando a ese lugar. Pero estos poderes… son más grandes de lo que imaginamos. Ayer, cuando hice el escudo, sentí que podía cubrir la barcaza entera. Pero casi me desmayo. Cale, levantándose, probó una vez más, levantando una mano. Un relámpago púrpura crepitó, más controlado esta vez, pero aún errático, iluminando el océano. —Y yo siento que podría romper esta barca si no tengo cuidado —dijo, riendo suavemente—. Pero lo lograremos, oculta. La esfera nos eligió por algo. Nara, acercándose, tocó la mochila, la esfera calentándole los dedos. —No solo nos eligió, pescador —dijo, su voz cargada de determinación—. Nos está moldeando. Pero tenemos que aprender a controlarlo antes de llegar a esa cueva. La barcaza seguía su curso, el océano brillando bajo el sol eterno, mientras Cale y Nara practicaban, sus poderes púrpura destellando en la cubierta, cada intento un paso hacia el dominio de lo que la esfera les había otorgado. Los sueños, su única guía, los llevaban hacia el acantilado, hacia el lugar donde serían preparados, con tres meses de luz por delante y un poder que aún no entendían, pero que los definía como los elegidos en un mundo roto.
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Editado: 18.08.2025