Cazadores de luz: El resplandor de la esfera

El Hilo Invisible

La barcaza surcaba el océano bajo el sol eterno, sus aguas brillando con reflejos de oro y zafiro que danzaban como un eco de un mundo que intentaba renacer. El motor rugía suavemente, un murmullo constante que se mezclaba con el chapoteo de las olas contra el casco de metal reforzado, salpicado de sal y óxido. El viento cálido, cargado de aromas salinos, acariciaba la cubierta, donde la mochila con la esfera descansaba, su luz púrpura filtrándose como un latido que guiaba el rumbo. El cielo, despejado y azul, se extendía hasta el horizonte, un recordatorio de los tres meses de luz que aún les quedaban antes de que la Gran Oscuridad regresara. Cale y Nara, agotados por días de navegación y práctica con sus poderes inestables, seguían el camino trazado por los sueños que la esfera les enviaba: un acantilado, una cueva oculta, un altar de piedra donde serían preparados para dominar la luz que llevaban dentro. Cale y Nara, tumbados en la cubierta bajo una manta raída, dormían abrazados, sus cuerpos buscando calor y consuelo en la cercanía del otro. La esfera, en la mochila a su lado, palpitaba suavemente, como si vigilara sus sueños. Sus túnicas blancas, otorgadas en la visión de la mujer de blanco, estaban desgastadas por el viaje, pero aún brillaban bajo el sol, sus cicatrices pálidas destellando como mapas de su supervivencia. El tatuaje de cenizas en el cuello de Nara absorbía la luz, y sus mechones sueltos, libres de la trenza, se movían con la brisa. Cale, con el brazo alrededor de ella, respiraba lentamente, su rostro relajado pero marcado por las ojeras de noches interrumpidas por visiones. En la quietud de la noche —o lo que pasaba por noche bajo el sol eterno—, Cale despertó, el zumbido del motor y el calor de Nara contra su pecho anclándolo al presente. Abrió los ojos, sus iris verdes capturando los destellos del océano, y se quedó mirando a Nara, que dormía con la cabeza apoyada en su hombro, su rostro sereno, sus labios ligeramente entreabiertos. La luz del sol iluminaba las motas de ámbar en sus ojos cerrados, y Cale sintió un nudo en el pecho, un eco de algo que había sentido desde el principio. Recordó la primera vez que la vio, en las costas del Aurora, el lugar donde nació y se crio, cuando las olas la trajeron, medio ahogada, aferrada a un trozo de madera rota. Él había corrido al mar, desafiando las corrientes, para rescatarla, sus manos tirando de ella hasta la seguridad de la plataforma. Entonces, Nara era solo una extraña, con un cuchillo oxidado y una mirada feroz, pero había sentido una chispa, una necesidad de protegerla, de estar cerca de ella, que lo había marcado desde ese momento. Quería conocerla, entender su fuego, su fuerza, pero luego Kiva había entrado en su vida, en un refugio más allá del Aurora, con su risa y su confesión bajo las antorchas, y Cale se había convencido de que la amaba. Ahora, mirando a Nara, dudaba. ¿Realmente había amado a Kiva, o había sido una forma de protegerse? Ver a Nara con Taran, su conexión en el refugio, había dolido más de lo que quiso admitir, como si un hilo invisible lo hubiera atado a ella desde el día que la rescató del mar, y al no poder alcanzarla, se había refugiado en Kiva, construyendo un amor que ahora sentía frágil, como un eco de lo que realmente quería. La culpa lo golpeó, la imagen de Kiva, su cuchillo roto encontrado por los Lobos de la Tormenta, apretándole el corazón. Pero con Nara, aquí, ahora, sentía una conexión más profunda, como si la esfera, los poderes, las visiones y el dolor compartido los hubieran entrelazado de una manera que no podía explicar. Era más que amor, o tal vez era amor en su forma más pura: un hilo invisible que los unía, fortalecido por cada batalla, cada lágrima, cada sueño compartido. No dijo nada, guardando sus pensamientos en el silencio, la intensidad de su mirada sobre Nara diciendo más que cualquier palabra. Nara se removió, sus ojos castaños abriéndose lentamente, capturando la luz del sol. Al verlo observándola, sonrió, una curva suave que iluminó su rostro. —¿Qué miras, pescador? —susurró, su voz adormilada pero cálida, sin moverse de su abrazo. Cale, sonriendo, sintió el calor subirle al rostro. —Nada, oculta —dijo, su voz baja, casi tímida—. Solo… estoy contento de que estés aquí. Nara, arqueando una ceja, se incorporó ligeramente, aún apoyada en su pecho. —¿Contento? —preguntó, su tono mezclando curiosidad y burla—. Eso es nuevo, pescador. ¿No vas a hacer una broma para suavizar la tensión? Cale rió suavemente, el sonido aliviando el peso en su pecho. —No hoy —dijo, sus ojos verdes encontrando los suyos—. Solo… gracias por quedarte, Nara. Por todo. Nara, sorprendida, lo miró en silencio, sus ojos castaños brillando con una mezcla de emociones. La mención de Taran, su pulsera rota aún vívida en su memoria, le dolió, pero la calidez de Cale tocó algo más profundo, algo que había sentido desde el día que él la rescató del mar. —Pescador… —susurró, su voz temblando—. Cuando me sacaste del agua, en el Aurora, no sabía quién eras. Pero sentí algo, incluso entonces. Y ahora… —Hizo una pausa, tocando su pecho, justo sobre una cicatriz—. No sé qué es esto, Cale, pero estamos juntos en esto. Siempre lo estaremos. Cale, sintiendo el calor de su mano, asintió, sus pensamientos guardados pero su mirada diciendo todo lo que no podía expresar. —Juntos, oculta —dijo, su voz firme pero suave—. Hasta el final. Permanecieron así, abrazados en la cubierta, la barcaza navegando bajo el sol eterno, la esfera palpitando en la mochila como un corazón que los guiaba. Esa noche, cuando durmieron de nuevo, la visión regresó, más clara que nunca: el acantilado, la cueva oculta, el altar de piedra donde la luz púrpura convergía. En el sueño, practicaban sus poderes, relámpagos y escudos danzando en armonía, pero aún inestables, como si el altar los esperara para enseñarles el control. Despertaron al amanecer, o lo que pasaba por amanecer, el sol brillando sin fin, y se miraron, sus sonrisas renovadas. —Estamos cerca, oculta —dijo Cale, levantándose, ajustando la mochila con la esfera—. Lo siento. La cueva está ahí, en el horizonte. Nara, poniéndose de pie, asintió, sus ojos castaños brillando con determinación. —Lo lograremos, pescador —dijo, tomando su mano—. La esfera nos guía, y nosotros… nos tenemos el uno al otro. La barcaza siguió su curso, el océano abriéndose ante ellos, el sol eterno iluminando su camino hacia el acantilado, hacia el lugar donde serían preparados, con tres meses de luz por delante y un hilo invisible que los unía, más fuerte que cualquier poder, en un mundo que aún podían salvar.




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