El océano, un espejo resplandeciente bajo el sol eterno, acompañaba la barcaza de Cale y Nara en su viaje, las olas rompiendo contra el casco de metal con un ritmo que parecía sincronizarse con el latido púrpura de la esfera en la mochila. El cielo, un azul infinito sin nubes, se extendía hasta el horizonte, bañando el mundo en una luz dorada que hacía brillar las aguas con destellos de zafiro y ámbar. El viento cálido, cargado de sal, azotaba la cubierta, donde las túnicas blancas de Cale y Nara, desgastadas pero luminosas, ondeaban como banderas de un propósito aún no comprendido.
Habían navegado durante días, guiados por los sueños que la esfera les enviaba: un acantilado, una cueva oculta, un altar de piedra donde serían preparados. Pero ahora, el horizonte revelaba una costa desconocida, una línea de acantilados bajos y rocas erosionadas que protegían una ciudad en ruinas, sus siluetas rotas recortadas contra el sol. La esfera, palpitando en la mochila, parecía urgirlos a acercarse, su luz púrpura intensificándose como un faro. Cale, al timón, ajustó el rumbo, sus ojos verdes brillando con la luz del sol, las cicatrices pálidas en sus brazos destellando como recuerdos de batallas pasadas.
—Oculta, mira eso —dijo, su voz baja, señalando la costa—. No sé qué ciudad es, pero la esfera nos trajo aquí. Tiene que ser importante.
Nara, de pie en la proa, asintió, su cabello suelto moviéndose con el viento, el tatuaje de cenizas en su cuello capturando la luz como si estuviera vivo. Sus ojos castaños, con motas de ámbar, escudriñaron las ruinas.
—Es como en los sueños, pescador —respondió, su voz firme pero cargada de asombro—. Pero no es el acantilado. Esto es… algo más. Siento la esfera. Nos está llamando.
Amarraron la barcaza a una roca cubierta de musgo en la orilla, el motor apagándose con un suspiro. Bajaron a la playa, la arena crujiendo bajo sus botas, y comenzaron a caminar hacia la ciudad. Las calles, desiertas de vida, estaban llenas de edificios en ruinas: torres de cristal roto, sus reflejos destellando bajo el sol; estructuras de acero torcido, cubiertas de hiedra seca; y casas derrumbadas, sus paredes marcadas por grietas y quemaduras. El silencio era opresivo, roto solo por el viento que silbaba entre los escombros y el eco lejano de las olas. Los objetos abandonados —un zapato roto, un trozo de metal retorcido, un juguete cubierto de polvo— contaban la historia de una ciudad que había caído en el cataclismo, un eco del mundo que los Precursores habían destruido.
Cale y Nara caminaron en silencio, sus manos rozándose ocasionalmente, el hilo invisible que los unía fortaleciéndose con cada paso. La esfera, en la mochila que Cale llevaba al hombro, palpitaba, guiándolos por las calles hacia un edificio colosal que dominaba el horizonte, su cúpula agrietada pero aún imponente, como la que habían visto en la visión del cataclismo. Era el mismo edificio, reconocible por las antenas rotas que lo rodeaban y las runas púrpuras grabadas en sus paredes, ahora desvaídas pero brillantes bajo el sol. Sus corazones se aceleraron, la certeza de que estaban cerca del lugar donde todo comenzó resonando en sus mentes.
—Esto es, oculta —dijo Cale, su voz temblando, sus ojos verdes fijos en la entrada, una puerta de metal medio abierta, cubierta de óxido—. Donde los Precursores rompieron el mundo. La esfera nos trajo aquí. Nara, tocando la mochila, asintió, sus ojos castaños brillando con determinación.
—Vamos, pescador —susurró—. Juntos. Entraron, el interior oscuro pero iluminado por rayos de sol que se filtraban por las grietas de la cúpula.
La Gran Sala, un espacio vasto con paredes de cristal y acero, estaba llena de escombros: paneles rotos, cables colgando como venas secas, y pedestales vacíos donde una vez estuvieron otras esferas. En el centro, una máquina colosal, el mismo cilindro de metal y cristal de sus visiones, yacía inactiva, sus runas púrpuras apagadas pero aún visibles. El aire olía a ozono y polvo, y el silencio era tan pesado que cada paso resonaba como un eco del pasado. Cale y Nara, sin saber cómo, sintieron una certeza instintiva, como si la esfera hablara directamente a sus corazones. Se acercaron a la máquina, donde un hueco circular en el centro, rodeado de runas, parecía esperar. Cale abrió la mochila, y Nara tomó la esfera, su luz púrpura iluminando sus rostros.
—Aquí es, pescador —dijo Nara, su voz baja pero firme—. Donde todo empezó. Y donde algo nuevo comienza.
Juntos, colocaron la esfera en el hueco, sus manos rozándose, la conexión entre ellos vibrando como un acorde. La esfera encajó con un clic, y un destello púrpura explotó, una onda de energía que atravesó la sala, golpeando a Cale y Nara como un relámpago. Sus ojos se iluminaron con un púrpura intenso, casi violeta, pero esta vez estaban conscientes, sus cuerpos temblando pero firmes. La onda los envolvió, cálida y eléctrica, conectándolos a la máquina, a la esfera, al mismísimo mundo roto. La esfera, en el centro, comenzó a brillar con una intensidad cegadora, y entonces, con un crujido suave, se partió en dos, cada mitad más pequeña, cada una con un agujero en la parte superior, como si estuviera destinada a ser llevada.
Cale y Nara, jadeando, se miraron, sus ojos púrpura desvaneciéndose lentamente a sus colores naturales. Sin palabras, supieron qué hacer. Tomaron cada uno una mitad de la esfera, su luz púrpura aún palpitando, cálida al tacto.
—Como un colgante —dijo Cale, su voz temblando de asombro—. Para llevarla con nosotros.
Nara, asintiendo, apretó su mitad contra su pecho. —La esfera nos está guiando, pescador —dijo—. Sabe lo que necesitamos.
Salieron de la Gran Sala, el edificio temblando ligeramente, como si la onda hubiera despertado algo en sus entrañas. Las calles de la ciudad en ruinas estaban tan desiertas como antes, pero el sol eterno parecía más brillante, como si aprobara su acción. Buscaron entre los escombros, sus manos revisando los restos de una tienda derrumbada, hasta que encontraron una cuerda de cuero resistente, olvidada entre las ruinas. Cale cortó dos trozos con un cuchillo oxidado, y juntos, ataron las mitades de la esfera, convirtiéndolas en colgantes. Se los colgaron al cuello, la luz púrpura brillando contra sus túnicas blancas, un recordatorio de su propósito.
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Editado: 01.09.2025