Cazadores de luz: El resplandor de la esfera

El Camino Ardiente

El sol eterno ardía en lo alto, un disco de fuego que bañaba el mundo en una luz implacable, sin nubes para suavizar su calor. Cale y Nara caminaban por un sendero de tierra seca y rocas agrietadas, alejándose de la ciudad en ruinas donde la esfera se había partido en dos, ahora colgando como colgantes púrpura en sus cuellos. El océano, un recuerdo lejano, había dado paso a un paisaje árido, salpicado de arbustos secos y restos de estructuras olvidadas, sus sombras alargadas danzando bajo el sol. El aire, cargado de polvo y sal residual, quemaba sus pulmones, y el calor hacía que el sudor corriera por sus frentes, pegando las túnicas blancas a sus cuerpos. Los colgantes de la esfera, cálidos contra sus pechos, palpitaban suavemente, guiándolos hacia la montaña cuya cima, aún oculta en la neblina, prometía respuestas. Con tres meses de luz por delante, cada paso era un acto de fe en la voz de la esfera, que en sueños les mostraba un altar de piedra donde serían preparados.

Habían caminado durante días, sus botas desgastadas crujiendo contra el suelo, descansando cuando el agotamiento los vencía. Encontraban refugio en cuevas pequeñas o bajo salientes de roca, durmiendo abrazados bajo la manta raída de la barcaza, sus cuerpos buscando consuelo en la cercanía del otro. Comían lo que podían: raíces duras que Nara sabía identificar, peces secos que habían llevado de la barca, y bayas amargas encontradas en matorrales. Bebían de un odre de cuero que Cale había improvisado con restos de la ciudad, llenándolo en arroyos esporádicos que brotaban entre las rocas. Para asearse, usaban el agua de esos arroyos, limpiando el polvo y el sudor con trapos arrancados de sus propias túnicas, sus movimientos rápidos y prácticos, pero siempre acompañados de miradas que decían más que las palabras.

La conexión entre ellos, fortalecida por la esfera y los sueños compartidos, era un hilo invisible que los mantenía firmes, incluso cuando la culpa por Kiva y Taran los perseguía. Ese día, el sol estaba particularmente fuerte, el calor sofocante haciendo que el horizonte temblara como un espejismo. Habían caminado desde el amanecer, o lo que pasaba por amanecer bajo el sol eterno, cuando llegaron a una hondonada rodeada de rocas negras, donde el aire se volvió denso con un olor fétido, un hedor a podredumbre que les revolvió el estómago. Frente a ellos, extendidos en el suelo, yacían varios Umbríos menores, sus cuerpos escamosos y destrozados, sus ojos bioluminiscentes apagados, la sangre negra coagulada en charcos bajo el sol abrasador. Las garras, aún afiladas, brillaban como cuchillos rotos, y sus cuerpos, aunque muertos, parecían vibrar con un eco de la energía púrpura que los había creado. Cale, con el rostro tenso, se detuvo, sus ojos verdes escudriñando los cadáveres.

—Oculta, mira esto —dijo, su voz baja, casi ahogada por el hedor—. Umbríos… pero no los matamos nosotros. ¿Qué pasó aquí?

Nara, cubriéndose la nariz con un trozo de su túnica, frunció el ceño, sus ojos castaños analizando los restos.

—No lo sé, pescador —respondió, su voz apagada por el calor—. Pero la esfera… siento su pulso. Creo que nos está mostrando algo.

Cale, sacando el odre de agua, lo ofreció a Nara, quien tomó un sorbo, el líquido tibio apenas aliviando el ardor de su garganta. Se miraron, el sol iluminando el sudor en sus rostros, las cicatrices pálidas en sus brazos brillando como recuerdos de batallas pasadas. Los colgantes de la esfera palpitaron al unísono, y Cale, instintivamente, tomó la mano de Nara, sus dedos entrelazándose con una firmeza que hablaba de su conexión. Los Umbríos muertos, con su olor nauseabundo, eran un recordatorio del mundo roto que intentaban salvar, pero en ese momento, sus miradas se encontraron, y una certeza silenciosa los envolvió: tenían un largo camino juntos, más allá de la montaña, más allá de los poderes que aún no controlaban.

—Pescador —dijo Nara, su voz suave pero firme, apretando su mano—. Esto no es el final. La esfera nos trajo aquí por una razón. Seguimos juntos, pase lo que pase.

Cale, asintiendo, sintió el calor del colgante contra su pecho, la luz púrpura reflejándose en sus ojos.

—Lo sé, oculta —respondió, su voz baja, cargada de determinación—. Este camino… es nuestro. No importa lo largo que sea.

Permanecieron allí un momento, de pie entre los Umbríos muertos, el sol quemando sus espaldas, el hedor impregnándose en sus ropas. Luego, sin soltar sus manos, continuaron caminando, el sendero ascendiendo hacia la montaña que se alzaba en el horizonte, su cima envuelta en neblina pero cada vez más cercana. Esa noche, cuando descansaron bajo una roca saliente, durmieron abrazados, la esfera en sus colgantes palpitando, enviándoles sueños de un altar de piedra donde la luz púrpura los envolvía, sus poderes —relámpagos y escudos— danzando en armonía. Despertaron con el sol eterno en lo alto, el calor aún sofocante, pero sus miradas renovadas, sabiendo que el camino a la montaña, al lugar donde serían preparados, era un destino que compartirían, unidos por un hilo invisible en un mundo que aún podían salvar.




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