El sol eterno abrasaba la tierra, su luz implacable derramándose sobre un paisaje de rocas partidas y arbustos secos que se extendía hasta el pie de la montaña, cuya cima, envuelta en una neblina brillante, se alzaba como un faro en el horizonte. Cale y Nara caminaban por un sendero polvoriento, sus botas desgastadas levantando nubes de tierra que se pegaban a sus túnicas blancas, ahora manchadas de sudor y polvo. El aire, cargado de calor y un leve olor a ceniza, quemaba sus pulmones, pero los colgantes de la esfera, partidos en dos y colgados en sus cuellos, palpitaban con una luz púrpura que los impulsaba a seguir. Habían recorrido días desde la ciudad en ruinas, sobreviviendo con raíces amargas, agua escasa de arroyos esporádicos, y el consuelo de sus abrazos nocturnos bajo la manta raída. Los sueños, enviados por la esfera, les mostraban un altar de piedra en la cima de la montaña, donde serían preparados para dominar los poderes que aún no controlaban. Con tres meses de luz por delante, cada paso los acercaba al destino que la esfera les había prometido, pero el camino estaba lleno de peligros que ni siquiera los sueños podían prever.
Cale, con la mochila vacía colgando de un hombro, caminaba con los ojos verdes fijos en la montaña, las cicatrices pálidas en sus brazos brillando bajo el sol. El colgante de la esfera, cálido contra su pecho, parecía vibrar con cada paso, como si anticipara algo. Nara, a su lado, mantenía un paso firme, su cabello suelto cayendo en mechones húmedos por el sudor, el tatuaje de cenizas en su cuello destellando como un faro. Sus ojos castaños, con motas de ámbar, escudriñaban el paisaje, alerta a cualquier amenaza. Habían practicado sus poderes en el camino —relámpagos púrpura y escudos invisibles—, pero cada intento era un recordatorio de lo inestables que eran, como si la esfera los desafiara a aprender más rápido.
La conexión entre ellos, un hilo invisible forjado por la esfera y sus pérdidas compartidas, los mantenía unidos, sus manos rozándose ocasionalmente, un gesto que decía más que las palabras. Estaban en la periferia de la montaña, donde el terreno se volvía más rocoso, con salientes de piedra negra y grietas que parecían cicatrices de un mundo roto. El sol, en su zenit, hacía que el calor fuera casi insoportable, el aire ondulando como un espejismo. Habían encontrado un arroyo la noche anterior, llenando el odre de cuero y aseándose con trapos húmedos, pero el calor del día borraba cualquier alivio. De repente, un crujido resonó desde un grupo de rocas a su izquierda, y Cale, instintivamente, tomó la mano de Nara, sus ojos verdes encontrando los suyos. Antes de que pudieran reaccionar, figuras emergieron de las sombras: un grupo de renegados, hombres y mujeres con ropas raídas y armas improvisadas —cuchillos de metal oxidado, arpones rudimentarios, y garrotes con puntas de piedra—. Sus rostros, curtidos por el sol y marcados por cicatrices, mostraban una mezcla de desesperación y codicia, sus ojos fijos en los colgantes púrpura que brillaban en los cuellos de Cale y Nara.
—¡Entregad las esferas! —gritó un hombre al frente, alto y con una barba desgreñada, blandiendo un arpón con punta de hueso—. Sabemos lo que son. ¡Dádnoslas o morid! Cale, soltando la mano de Nara, dio un paso adelante, sus ojos destellando púrpura por un instante.
—No tenéis idea de lo que estáis pidiendo —espetó, su voz firme pese al calor que le quemaba la garganta—. Retroceded, o lo lamentaréis. Nara, poniéndose a su lado, levantó una mano, la energía púrpura vibrando en sus dedos.
—No queremos pelear —dijo, su voz cortante, sus ojos castaños brillando con la misma luz púrpura—. Pero no os daremos nada.
El líder renegado, gruñendo, levantó su arpón, y los demás avanzaron, sus armas reluciendo bajo el sol. Cale y Nara, sin necesidad de palabras, se pusieron espalda con espalda, sus colgantes palpitando al unísono. La esfera, aunque partida, parecía guiarlos, y en un instante, sus mentes se conectaron, una corriente de energía púrpura fluyendo entre ellos, como si el hilo invisible que los unía se hubiera convertido en un lazo vivo. Sabían, sin hablar, qué movimiento haría el otro, sus instintos sincronizados por la esfera. Un renegado lanzó un garrote hacia Cale, pero él, reaccionando con una velocidad que no sabía que tenía, levantó una mano, y un relámpago púrpura brotó, golpeando el arma y reduciéndola a cenizas. Sus ojos, ahora completamente púrpura, brillaban con una intensidad feroz.
—¡Oculta, ahora! —gritó, y Nara, sin dudar, extendió ambas manos, creando un escudo invisible que envolvió a los renegados más cercanos, atrapándolos como en una jaula de luz.
La barrera onduló, reflejando el sol, y los renegados golpearon contra ella, sus armas rebotando inútilmente. Cale, sintiendo la conexión con Nara, descubrió un nuevo poder: levantó una mano, y el suelo bajo los renegados tembló, pequeñas grietas abriéndose como si la tierra respondiera a su voluntad. Las rocas se alzaron, flotando por un momento antes de estrellarse contra los atacantes, derribándolos. Nara, al mismo tiempo, extendió su escudo, transformándolo en una onda de energía púrpura que empujó a los renegados hacia atrás, sus cuerpos rodando por el suelo polvoriento. Sus ojos, también púrpura, destellaban con una furia que igualaba la de Cale, pero en su mente compartida, podían sentir el movimiento del otro: Cale sabía que Nara giraría a la derecha para bloquear un ataque, y Nara anticipaba el relámpago que Cale lanzaría a la izquierda.
El líder renegado, recuperándose, apuntó su arpón hacia Nara, pero ella, con un movimiento fluido, creó un escudo más pequeño, desviando el arma. Al mismo tiempo, descubrió otro poder: cerró los puños, y un pulso de luz púrpura salió de sus manos, no como un escudo, sino como una ráfaga que golpeó al líder en el pecho, haciéndolo caer inconsciente. Cale, sintiendo el mismo impulso, levantó ambas manos, y un torbellino de energía púrpura, mezclado con relámpagos, envolvió a los renegados restantes, levantándolos del suelo y arrojándolos contra las rocas. La conexión entre sus mentes era eléctrica, cada movimiento del uno anticipado por el otro, como si fueran un solo ser guiado por la esfera. El último renegado, una mujer con un cuchillo, corrió hacia ellos, pero Cale y Nara, actuando al unísono, levantaron las manos, sus colgantes destellando. Una explosión de luz púrpura, combinando sus poderes, los envolvió, y la mujer fue lanzada hacia atrás, su cuerpo inmóvil en el suelo. El silencio volvió, roto solo por el jadeo de Cale y Nara, sus ojos púrpura desvaneciéndose lentamente a sus colores naturales, el sudor corriendo por sus rostros, las túnicas pegadas a sus cuerpos por el calor y el esfuerzo. Cale, jadeando, miró a Nara, sus manos aún temblando por la energía.
#355 en Ciencia ficción
#2743 en Otros
#280 en Aventura
cienciaficcion, amor decisiones dolorosas, aventura acción fantasía cienciaficción
Editado: 01.09.2025