El sol eterno ardía con una intensidad implacable, su luz dorada derramándose sobre la montaña que Cale y Nara ascendían, sus laderas rocosas cubiertas de grietas y arbustos secos que crujían bajo sus botas desgastadas. La cima, envuelta en una neblina brillante que destellaba con reflejos púrpura, se alzaba como un faro, llamándolos con la promesa del altar de piedra que habían visto en sus sueños. El aire, seco y cargado de polvo, quemaba sus gargantas, y el calor hacía que el sudor empapara sus túnicas blancas, ahora manchadas de tierra y deshilachadas por el viaje. Los colgantes de la esfera, partidos en dos y colgando en sus cuellos, palpitaban con una luz púrpura que resonaba en sus pechos, un recordatorio constante de su destino: un lugar donde serían preparados para dominar los poderes que aún no controlaban. Habían caminado días desde la emboscada en la periferia, sobreviviendo con raíces amargas, agua escasa de arroyos ocultos entre las rocas, y el consuelo de sus abrazos nocturnos, sus sueños guiados por la esfera mostrando relámpagos, escudos, telequinesis y ráfagas de energía que se volvían más fuertes, pero aún inestables.
Cale, liderando el ascenso, escalaba con cuidado, sus manos ásperas agarrando salientes de roca negra, las cicatrices pálidas en sus brazos brillando bajo el sol. Sus ojos verdes, con destellos dorados por la luz, escudriñaban el sendero empinado, alerta a cualquier peligro. La mochila vacía colgaba de su hombro, un peso ligero comparado con el colgante que quemaba contra su pecho. Nara, a su lado, trepaba con agilidad, su cabello suelto cayendo en mechones húmedos, el tatuaje de cenizas en su cuello capturando la luz como un faro. Sus ojos castaños, con motas de ámbar, se movían entre las rocas, buscando amenazas, su mano rozando ocasionalmente la de Cale, un gesto que reforzaba el hilo invisible que los unía. La emboscada de los renegados, días atrás, había fortalecido su conexión, sus mentes sincronizándose en la lucha, pero también les había mostrado lo crudo que era su poder, como un arma sin pulir que podía volverse contra ellos. El sendero se estrechaba, serpenteando entre peñascos y grietas que exhalaban un calor seco, el sol reflejándose en las rocas negras como si fueran espejos rotos. Habían encontrado un arroyo la noche anterior, llenando el odre de cuero y aseándose con trapos húmedos, pero el calor del día borraba cualquier alivio, dejando sus pieles pegajosas y sus túnicas pesadas. Descansaban cuando podían, sentándose bajo salientes de roca para compartir el agua tibia del odre, comiendo bayas amargas que Nara identificaba con cuidado. Cada noche, dormían abrazados bajo la manta raída, la esfera enviándoles visiones del altar en la cima, donde la luz púrpura los envolvía, sus poderes danzando en armonía. Pero el camino era agotador, y la montaña, aunque cercana, parecía crecer con cada paso, como si los desafiara a probar su voluntad.
—Pescador, mira la cima —dijo Nara, deteniéndose para limpiar el sudor de su frente, su voz áspera por el polvo—. Está más cerca, pero… siento algo. La esfera está inquieta. Cale, apoyándose en una roca, tocó su colgante, que palpitaba con una intensidad nueva.
—Lo siento también, oculta —respondió, sus ojos verdes entrecerrándose contra el sol—. Estamos cerca, pero algo no está bien. Mantente alerta.
Siguieron subiendo, sus botas resbalando en la grava suelta, el viento caliente silbando entre las rocas. El sendero se abrió a una meseta pequeña, rodeada de peñascos altos que proyectaban sombras escasas. Estaban a punto de descansar cuando un crujido resonó, seguido por el eco de pasos rápidos. Antes de que pudieran reaccionar, figuras emergieron de las sombras: soldados de la Cresta del Norte, una docena de ellos, vestidos con túnicas grises reforzadas con placas de acero, armados con arpones de punta ultravioleta y rifles modificados con proyectiles luminosos. Al frente, Lirien, la líder de la Coalición, con su túnica ornamentada y sus ojos oscuros brillando con furia. Kael, con su capa de cráneos de Umbríos, estaba a su lado, su arpón levantado, mientras Varn, con sus gafas reflejando el sol, sostenía un dispositivo púrpura que zumbaba ominosamente.
—¡Entregad las esferas! —gritó Lirien, su voz cortante resonando en la meseta—. Sabemos lo que sois, elegidos. Pero ese poder nos pertenece. La Cresta no será negada.
Cale, dando un paso adelante, sintió el colgante quemarle el pecho, sus ojos destellando púrpura por un instante.
—No sois quienes creíamos, Lirien —espetó, su voz firme pese al calor—. La mujer de blanco nos dijo la verdad. Vosotros creasteis a los Umbríos. ¡No os daremos nada!
Nara, poniéndose a su lado, levantó una mano, la energía púrpura vibrando en sus dedos.
—No tenéis idea de lo que estáis enfrentando —dijo, sus ojos castaños brillando con la misma luz púrpura—. Retroceded, o lo lamentaréis.
Kael, gruñendo, levantó su arpón. —¡Disparad! —ordenó, y los soldados apuntaron, los rifles destellando con proyectiles luminosos que cortaron el aire.
Cale y Nara, espalda con espalda, reaccionaron al unísono, sus mentes conectándose como en la emboscada de los renegados. La esfera, en sus colgantes, palpitó, y sus ojos se iluminaron con un púrpura intenso. Nara levantó ambas manos, creando un escudo invisible que onduló como una cortina de luz, deteniendo las balas en el aire, que cayeron al suelo humeando. Cale, sintiendo su movimiento, levantó una mano, y un relámpago púrpura brotó, golpeando a dos soldados y derribándolos inconscientes. Sus mentes, entrelazadas por la esfera, anticipaban cada acción: Nara sabía que Cale giraría a la izquierda para lanzar otro relámpago, y Cale sentía que Nara extendería el escudo para bloquear un arpón. Los soldados avanzaron, sus arpones destellando con luz ultravioleta. Cale, descubriendo un nuevo poder, cerró los puños, y el suelo tembló, rocas flotando a su alrededor como si la tierra obedeciera su voluntad. Con un gesto, las lanzó contra los soldados, derribando a varios. Nara, al mismo tiempo, transformó su escudo en una ráfaga de energía púrpura, una onda que empujó a los soldados hacia atrás, sus armas cayendo al suelo. Sus movimientos eran una danza sincronizada, cada uno sabiendo exactamente qué haría el otro, sus colgantes brillando como faros gemelos. Lirien, furiosa, levantó una mano, y Varn activó su dispositivo, un zumbido agudo llenando el aire. Una onda de energía púrpura, similar a la que habían usado contra los Umbríos, golpeó a Cale y Nara, rompiendo el escudo de Nara y haciéndolos retroceder. Cale, gruñendo, levantó ambas manos, y un torbellino de energía púrpura, mezclado con relámpagos, envolvió a los soldados más cercanos, levantándolos del suelo y arrojándolos contra las rocas. Nara, recuperándose, creó un nuevo escudo, esta vez más pequeño, pero lo transformó en un pulso telequinético, levantando a Kael y estrellándolo contra un peñasco, su arpón cayendo roto.
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Editado: 01.09.2025