Cazadores de luz: El resplandor de la esfera

El Beso bajo el Sol Eterno

El Santuario de la Luz, encaramado en la cima de la montaña, brillaba bajo el sol eterno, sus rocas negras pulidas reflejando la luz dorada como un espejo fracturado. El altar de piedra, grabado con runas púrpura, zumbaba suavemente en el centro del altiplano, un corazón pulsante que resonaba con los colgantes partidos de la esfera que Cale y Nara llevaban en sus cuellos. Había pasado un mes y medio desde su llegada, y en ese tiempo, los Guardianes de la Luz, liderados por Elion, los habían entrenado con una disciplina implacable. Sus poderes —relámpagos púrpura, escudos invisibles, telequinesis, ráfagas de energía— se habían afinado, ya no eran fuerzas crudas que amenazaban con consumirlos, sino herramientas precisas que respondían a su voluntad.

La conexión entre ellos, el hilo invisible forjado por la esfera, había crecido hasta convertirse en un vínculo casi sobrenatural: podían sentir las emociones del otro, anticipar sus movimientos, incluso percibir su presencia a kilómetros de distancia, como si sus almas estuvieran entrelazadas por la luz púrpura. Pero el reloj corría; faltaba poco para que los tres meses de luz terminaran, y la Gran Oscuridad regresara, trayendo con ella a los Umbríos y, posiblemente, a la Coalición, que aún los perseguía.

Ese día, el Santuario estaba lleno de vida, un contraste con su solemnidad habitual. Era el cumpleaños de Cale, una rareza celebrada en un mundo donde los días se fundían bajo el sol eterno. Los Guardianes, con sus túnicas blancas, habían preparado una fiesta austera pero cálida en una meseta secundaria, donde mesas de piedra estaban cubiertas con mantas tejidas y decoradas con flores silvestres recogidas en las laderas. Platos de raíces asadas, bayas dulces y pescado seco, traído de un arroyo cercano, llenaban el aire con aromas que aliviaban el peso del entrenamiento. Los Guardianes, normalmente silenciosos, cantaban canciones antiguas en un idioma que Cale y Nara no entendían, sus voces resonando como un eco de los Precursores. Elion, con su cabello plateado brillando bajo el sol, levantó un cuenco de agua clara en un brindis, sus ojos azules destellando con orgullo mientras miraba a los elegidos. Cale, sentado junto a Nara, reía, su rostro bronceado iluminado por el sol, sus ojos verdes brillando con una alegría que no había sentido desde el Aurora. Su túnica blanca, limpia por primera vez en semanas, se adhería a su cuerpo, las cicatrices pálidas en sus brazos como un mapa de su viaje. Nara, a su lado, sonreía, su cabello suelto cayendo en mechones que capturaban la luz, el tatuaje de cenizas en su cuello destellando como un faro. Sus ojos castaños, con motas de ámbar, se encontraban con los de Cale a menudo, y cada mirada era un recordatorio de su conexión, más profunda que nunca.

Habían entrenado juntos, sus mentes sincronizándose en cada ejercicio, desde lanzar relámpagos que partían rocas hasta crear escudos que resistían las ráfagas de los Guardianes. Podían sentir el latido del corazón del otro, la respiración del otro, incluso cuando estaban separados en los campos de entrenamiento, una unión que los hacía más fuertes, pero también los enfrentaba a las emociones que habían enterrado por la culpa de Kiva y Taran.

La fiesta terminó cuando el sol, aunque eterno, pareció suavizarse, su luz volviéndose ámbar en el horizonte, como si marcara el paso del tiempo. Los Guardianes se retiraron a sus refugios de piedra, dejando a Cale y Nara solos en la meseta, el aire fresco de la montaña aliviando el calor del día. Caminaron juntos hacia los bungalows de piedra que los Guardianes les habían asignado, pequeñas estructuras excavadas en la roca, con ventanas abiertas al cielo y camas de paja cubiertas con mantas tejidas. El silencio entre ellos era cómodo, pero cargado, sus colgantes palpitando al unísono, la esfera susurrando en sus mentes como un eco de sus sueños. Al llegar al bungalow de Nara, se detuvieron frente a la entrada, el sol bañándolos con una luz suave que hacía brillar sus túnicas blancas. Cale, mirando a Nara, sintió el peso de todo lo que habían vivido: el Aurora destruido, la huida de la Cresta, las batallas, los sueños, la verdad del cataclismo. Su corazón latía rápido, la conexión con Nara vibrando como una cuerda tensa.

Sin pensar, levantó una mano y acarició su rostro, sus dedos ásperos rozando la suavidad de su mejilla, el tatuaje de cenizas cálido bajo su toque. En ese momento, lo supo: siempre la había amado, desde el día que la rescató del mar en el Aurora, desde las primeras miradas en la balsa, desde los sueños compartidos. Kiva había sido un refugio, una forma de protegerse del dolor de ver a Nara con Taran, pero ahora, con la esfera uniendo sus almas, todo estaba claro. Era ella, siempre había sido ella. Nara, sintiendo su toque, cerró los ojos por un instante, su respiración temblando. Cuando los abrió, sus ojos castaños se encontraron con los verdes de Cale, y la conexión entre ellos se intensificó, una corriente púrpura que parecía fluir desde sus colgantes, uniendo sus corazones. Cale se inclinó lentamente, su mano aún en su mejilla, y sus labios se encontraron en un beso suave, casi tímido al principio, pero que rápidamente se volvió profundo, urgente. Sus labios eran cálidos, suaves, y el contacto era como una chispa que encendía la luz púrpura en sus mentes. Cale sintió el calor de Nara, el sabor salino de su piel mezclado con el dulzor de las bayas de la fiesta, su aliento cálido contra su boca. Su corazón latía al ritmo del colgante, y en ese instante, podía sentir todo lo que ella sentía: la misma certeza, el mismo amor que había estado allí desde el principio, enterrado bajo la culpa y el dolor. Nara correspondió el beso, sus manos subiendo al pecho de Cale, sus dedos apretando la túnica sobre su colgante, como si quisiera anclarse a él. Sentía la fuerza de su amor, un fuego que había ardido desde el día que él la sacó del mar, desde las noches en la Cresta cuando dormían juntos, desde el amanecer que compartieron. Taran había sido su refugio, su hogar, pero Cale era su destino, el que siempre había amado sin saberlo, cegada por el deber y la pérdida. La esfera, con su luz púrpura, había aclarado todo, conectándolos de una manera que iba más allá del tiempo, del cataclismo, del mundo roto. El beso era un juramento, sus labios moviéndose en una danza que hablaba de promesas no dichas, de un futuro que construirían juntos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.