El sol eterno colgaba bajo, proyectando un resplandor dorado-ámbar sobre el Santuario de la Luz, sus rayos filtrándose por la ventana abierta del bungalow de Nara, bañando las paredes de piedra en una luz cálida y brillante que suavizaba los bordes ásperos del refugio montañoso. El aire era fresco, cargado con un leve aroma a ozono y flores silvestres de las laderas inferiores, un contraste marcado con el calor de las festividades del día. Cale y Nara estaban justo dentro de la entrada, sus cuerpos cerca, el eco de su beso en la celebración aún palpitando como un latido entre ellos. Sus túnicas blancas, desgastadas pero luminosas, se adherían a su piel húmeda por el sudor, y los colgantes partidos de la esfera en sus cuellos brillaban con una luz púrpura tenue, sincronizada con sus corazones. Un mes y medio en el Santuario había pulido sus poderes —relámpagos púrpura, escudos invisibles, telequinesis, ráfagas de energía— en instrumentos precisos, y su conexión, un hilo forjado por la esfera, se había profundizado en un vínculo donde podían sentir la presencia, las emociones y las intenciones del otro, incluso a kilómetros de distancia. Con la Gran Oscuridad acercándose, el tiempo se agotaba, pero en este momento, el mundo parecía detenerse, la montaña conteniendo el aliento.
La mano de Cale aún descansaba en la mejilla de Nara, sus dedos temblando por la intensidad de su beso afuera, el recuerdo de sus labios —suaves, cálidos, con un sabor a las bayas dulces de la fiesta— ardiendo en su mente. Los ojos de Nara, castaños con motas de ámbar, se clavaron en los verdes de Cale, reflejando la misma verdad tácita: siempre se habían amado, desde el día en que él la sacó del mar en el Aurora, a través de la culpa por Kiva y Taran, hasta la claridad que la esfera les había dado.
Los colgantes palpitaban, amplificando su conexión, y sin una palabra, Nara tomó la mano de Cale, guiándolo más adentro del bungalow, la puerta de madera cerrándose tras ellos con un clic suave. La habitación era pequeña, las paredes de piedra pulida reflejando la luz ámbar del sol, el aire fresco mezclado con el aroma cálido de sus cuerpos y el leve olor a paja de la cama cubierta con mantas tejidas. Se detuvieron frente a la cama, sus miradas entrelazadas, la luz púrpura de los colgantes proyectando un resplandor suave que parecía envolverlos. Cale, con una ternura que contrastaba con su fuerza, levantó la otra mano y rozó el borde de la túnica de Nara, sus dedos deslizándose por el tejido desgastado, temblando ligeramente por la anticipación.
—Oculta… —susurró, su voz baja, cargada de una vulnerabilidad que solo ella podía ver—. No sé cómo llegamos aquí, pero… esto es lo que siempre quise.
Nara, sonriendo suavemente, sus ojos brillando con una mezcla de amor y certeza, levantó las manos y desató los nudos de la túnica de Cale. —Pescador, lo sé —respondió, su voz suave, casi un murmullo, mientras el tejido caía al suelo—. Siempre lo supe. Eres mi hogar.
Las túnicas cayeron lentas, como hojas en el viento, dejando sus cuerpos desnudos bajo la luz ámbar. Las cicatrices pálidas de Cale, líneas de batallas pasadas, brillaban como un mapa grabado en su piel, y el tatuaje de cenizas en el cuello de Nara destellaba como un faro vivo. No había vergüenza en sus miradas, solo una reverencia profunda, como si vieran no solo sus cuerpos, sino sus almas, unidas por la esfera en algo más grande que ellos mismos. Se acercaron, sus manos explorando con una delicadeza que temblaba de deseo, los dedos de Cale trazando las curvas de los hombros de Nara, la suavidad de su cintura, mientras ella acariciaba el pecho de Cale, sintiendo el latido de su corazón bajo una cicatriz. Se movieron hacia la cama, sus cuerpos entrelazados, cayendo sobre las mantas con una gracia que parecía guiada por la luz púrpura. Su unión fue lenta, un acto de amor que iba más allá de lo físico, una fusión de sus esencias. Cale sintió el calor de Nara, la suavidad de su piel contra la suya, el ritmo de su respiración mezclándose con el suyo, sus colgantes palpitando al unísono, como si la esfera orquestara cada movimiento. Cada roce era una corriente eléctrica, no de los relámpagos que habían aprendido a controlar, sino de algo más profundo, una energía que fluía desde sus corazones, amplificada por la luz púrpura. Nara, abrazándolo, sintió la fuerza de Cale, la calidez de su cuerpo, el peso de sus manos, y una conexión que no podía explicarse, como si sus almas se fundieran en una sola, sus poderes —relámpagos, escudos, telequinesis— vibrando en el fondo, pero ahora canalizados en amor.
—Cale… —susurró Nara, su voz temblando contra su oído, sus dedos enredándose en su cabello mientras sus cuerpos se movían juntos—. Eres todo lo que necesito.
—Nara… —respondió él, su voz ronca, sus labios rozando su cuello, el tatuaje cálido bajo su aliento—. Eres mi luz. Siempre lo fuiste.
Pasaron el día entero encerrados en el bungalow, el mundo exterior desvaneciéndose, el sol eterno suavizando sus rayos a través de la ventana. Sus cuerpos se entrelazaban, sus manos acariciando cada curva, cada cicatriz, como si quisieran grabar al otro en su memoria. Los besos eran profundos, a veces urgentes, a veces suaves, cada uno sellando una promesa no dicha. Reían entre susurros, compartiendo palabras que eran juramentos, sus cuerpos moviéndose en una danza que era tanto amor como destino. La luz púrpura de los colgantes llenaba la habitación, mezclándose con el resplandor ámbar del sol, creando un aura que los envolvía, como si el Santuario mismo bendijera su unión.
No era solo físico; era algo más, una comunión que trascendía el tiempo, el cataclismo, el mundo roto, un acto que los hacía uno solo, sus almas entrelazadas en una luz que no podía apagarse. Exhaustos, se tumbaron en la cama, sus cuerpos entrelazados, el sudor brillando en sus pieles, los colgantes palpitando débilmente contra sus pechos. Durmieron abrazados, la manta raída cubriéndolos apenas, el aire fresco de la montaña aliviando el calor de sus cuerpos. Horas después, Cale despertó, el sol aún brillando, su luz ámbar iluminando el rostro de Nara, que seguía dormida, su respiración lenta, su rostro sereno. La miró, su corazón lleno, y se inclinó, besando suavemente sus labios, un roce delicado que era una promesa.
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Editado: 01.09.2025