Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

Prólogo

El océano era un espejo negro bajo el cielo sin estrellas, un lienzo de oscuridad que parecía devorar cualquier atisbo de esperanza. La plataforma Estrella del Alba, una fortaleza flotante construida con restos de barcos mercantes y plataformas petrolíferas, se alzaba a pocos kilómetros de la costa rocosa de lo que alguna vez fue el norte de California. Sus luces ultravioletas, el único escudo contra los Umbríos, parpadeaban en la noche eterna de la Gran Oscuridad. Hace 20 años, la Tierra había traicionado a la humanidad al ralentizar su rotación, condenándola a tres meses de luz cegadora y nueve de tinieblas implacables. En esas tinieblas, los Umbríos reinaban.
La Estrella del Alba albergaba a 200 almas, hombres y mujeres endurecidos por la supervivencia, que habían aprendido a vivir en el filo de la navaja. La plataforma, anclada en aguas poco profundas, era un mosaico de acero oxidado, contenedores apilados y redes de pesca reforzadas. Durante los meses de luz, sus habitantes recolectaban algas, pescaban y comerciaban con otras plataformas más lejanas. Pero ahora, en el tercer mes de la Gran Oscuridad, la vida se reducía a un solo mandato: sobrevivir. Las compuertas estaban selladas, las luces ultravioletas zumbaban con un fulgor azulado, y el silencio reinaba, roto solo por el rumor del oleaje y los crujidos del metal viejo.
En la sala de control, una cámara abarrotada de monitores parpadeantes y cables expuestos, el capitán Torren, un hombre de 50 años con el rostro surcado por cicatrices y una barba canosa, escrutaba las pantallas. Sus ojos, inyectados en sangre por noches sin dormir, buscaban cualquier anomalía en el perímetro. A su lado, Lía, la encargada de las defensas, una mujer de 30 años con el cabello rapado y un tatuaje de ancla en el cuello, revisaba los niveles de energía de las luces.
—Torren, las baterías están al 60% —dijo Lía, su voz tensa mientras golpeaba un teclado desgastado—. Si seguimos a esta potencia, nos quedaremos sin luz en dos semanas.
Torren gruñó, sin apartar la vista de los monitores. Su mano derecha, que descansaba sobre una pistola improvisada hecha de tuberías y clavos, temblaba ligeramente.
—No vamos a bajar la intensidad, Lía. No después de lo que le pasó a la Faro Norte. —Su voz era grave, cargada de un cansancio que no admitía réplica—. Esas cosas están ahí afuera. Esperando.
Lía apretó los labios, pero no respondió. Todos en la Estrella del Alba conocían la historia de la Faro Norte, una plataforma más grande que la suya, aniquilada el año pasado. Los Umbríos, sombras con garras afiladas y ojos como brasas, habían destrozado sus defensas en una sola noche. Nadie sabía cómo habían llegado hasta ella, pero los restos flotantes —madera astillada, cuerpos irreconocibles— habían sido una advertencia para todas las plataformas cercanas: el océano ya no era seguro.
En la cubierta inferior, donde las familias se hacinaban en compartimentos sellados, un niño de unos ocho años, Emil, apretaba un juguete de madera contra su pecho. Su madre, Sara, una mujer demacrada con ojeras profundas, lo abrazaba mientras susurraba una canción antigua, apenas audible sobre el zumbido de las luces ultravioletas.
—Mamá, ¿cuándo vuelve el sol? —preguntó Emil, su voz temblorosa.
Sara forzó una sonrisa, aunque sus ojos brillaban con lágrimas contenidas.
—Pronto, pequeño. Solo faltan seis meses. Luego tendremos luz otra vez.
Pero su voz se quebró al final, y Emil lo notó. El niño enterró el rostro en el regazo de su madre, como si pudiera esconderse de la verdad: los Umbríos no solo cazaban en la oscuridad, sino que cada año parecían más astutos, más organizados.
Los rumores decían que habían aprendido a apagar las luces, a trepar por los anclajes, a esperar en las profundidades hasta que los humanos cometieran un error.
De repente, un estruendo metálico reverberó por toda la plataforma, como si algo hubiera golpeado el casco desde abajo. Las luces ultravioletas parpadearon, y un murmullo de pánico recorrió los compartimentos. En la sala de control, Torren se puso en pie de un salto, su pistola ya en la mano.
—¿Qué demonios fue eso? —gritó, girándose hacia Lía.
Lía tecleaba frenéticamente, sus ojos saltando entre los monitores. Una de las cámaras submarinas mostraba algo: una sombra alargada, moviéndose con una gracia antinatural bajo el agua. Era grande, más grande que cualquier Umbrío que hubieran visto antes, y sus ojos brillaban como faros en la oscuridad.
—¡Es uno de ellos! —Lía palideció, su voz quebrándose—. Está en el anclaje principal. ¡Y no está solo!
Antes de que Torren pudiera responder, un segundo impacto sacudió la plataforma, esta vez desde la cubierta superior. Los gritos estallaron en los compartimentos inferiores. Torren agarró un intercomunicador y ladró una orden:
—¡Todos a las armas! ¡Sellad las escotillas internas! ¡No dejéis que entren!
Pero ya era tarde. En la cubierta superior, una garra negra como el carbón atravesó una de las redes de contención, arrancando el metal como si fuera papel. Los Umbríos emergían del agua, sus cuerpos escurridizos y cubiertos de una sustancia viscosa que reflejaba la luz ultravioleta. No eran solo sombras; tenían forma, una mezcla grotesca de humanoide y depredador, con extremidades largas y bocas llenas de dientes irregulares. Uno de ellos, más grande que los demás, alzó la cabeza y emitió un aullido que heló la sangre, un sonido que no era de este mundo.
En la sala de control, Lía activó las alarmas, y un chillido ensordecedor llenó la plataforma. Torren corrió hacia la puerta, pero se detuvo al ver una grieta formándose en el techo. El metal crujía, y un goteo de agua salada comenzó a filtrarse.
—¡Lía, activa las luces de emergencia! —ordenó, apuntando su arma hacia el techo—. ¡Dales todo lo que tenemos!
Lía obedeció, girando una palanca que desvió toda la energía restante a las luces ultravioletas. Por un momento, el resplandor azulado se intensificó, y los Umbríos en la cubierta retrocedieron, siseando de dolor. Pero el líder, el gigante con ojos de fuego, no se inmutó. Con un movimiento deliberado, arrancó uno de los focos ultravioleta y lo aplastó contra el suelo, sumiendo una sección de la plataforma en la oscuridad.
—¡Nos están probando! —gritó Lía, su voz al borde de la histeria—. ¡Saben cómo apagar las luces!
Torren disparó su arma, y un proyectil improvisado se incrustó en el hombro de un Umbrío menor, que chilló y cayó al agua. Pero por cada criatura que repelían, dos más emergían. La plataforma temblaba, inclinándose peligrosamente hacia un lado. El anclaje principal, debilitado por los golpes, comenzaba a ceder.
En los compartimentos inferiores, Sara abrazaba a Emil con tanta fuerza que apenas podía respirar. Los gritos de los defensores en la cubierta se mezclaban con los aullidos de los Umbríos, y el olor a sal y sangre se filtraba por las rendijas de las compuertas.
—Mamá, van a entrar, ¿verdad? —sollozó Emil, su pequeño cuerpo temblando.
—No, cariño, no van a entrar —mintió Sara, aunque sabía que las compuertas no resistirían mucho más—. Vamos a estar bien.
Pero un crujido ensordecedor interrumpió sus palabras. La compuerta principal cedió, y un Umbrío irrumpió en el pasillo, sus garras raspando el suelo. Los gritos de los habitantes se convirtieron en alaridos de terror. Sara empujó a Emil detrás de ella, buscando desesperadamente algo con qué defenderse, pero no había nada más que sus manos desnudas.
En la sala de control, Torren y Lía luchaban espalda con espalda, rodeados por tres Umbríos que habían atravesado las paredes. La pistola de Torren estaba vacía, y Lía blandía una llave inglesa como si fuera una espada. El líder de los Umbríos, ahora dentro de la sala, los observaba con una calma inquietante, como si disfrutara del caos.
—Lía, el detonador —jadeó Torren, sangre goteando de una herida en su brazo—. Hazlo. Ahora.
Lía lo miró, sus ojos llenos de lágrimas. El detonador era su última carta: una carga explosiva diseñada para hundir la plataforma y llevarse a los Umbríos con ella. Pero también significaba el fin de la Estrella del Alba y de todos sus habitantes.
—No podemos… —susurró Lía, pero su voz se apagó al ver al líder avanzar hacia ellos.
—¡Hazlo! —rugió Torren, arrojándose contra la criatura en un acto final de desafío.
Lía corrió hacia el panel de control, sus manos temblando mientras activaba la secuencia. Un pitido agudo llenó la sala, y las luces rojas parpadearon. El líder de los Umbríos alzó una garra, pero antes de que pudiera alcanzarla, una explosión sacudió la plataforma. El fuego y el agua se tragaron la Estrella del Alba, y el océano reclamó lo que quedaba de sus habitantes.




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