El sol, eterno en su reinado de tres meses, teñía el cielo de un naranja abrasador mientras la Aurora se preparaba para la cena, un ritual que unía a sus 300 habitantes en la cubierta principal. La plataforma, un mosaico de acero oxidado, contenedores apilados y redes remendadas, vibraba con el murmullo de voces, el tintineo de platos improvisados y el aroma de pescado asado mezclado con algas cocidas. Mesas largas, hechas de tablas recicladas y sostenidas por barriles, se alineaban bajo un toldo de lona que ofrecía una sombra escasa contra el calor. Las lámparas solares, cargadas durante el día, colgaban de postes, proyectando un resplandor suave que anticipaba la oscuridad que llegaría en tres meses.
Cale estaba sentado en una de las mesas más alejadas del centro, con las piernas cruzadas sobre un banco que crujía bajo su peso. Su plato, una lámina de metal abollada, contenía un trozo de pescado asado, una pasta de algas verdosas y un puñado de raíces secas, el menú estándar de la Aurora. A su izquierda, su padre, Toren, un hombre de 45 años con el cabello castaño salpicado de canas y manos callosas de mecánico, masticaba en silencio, sus ojos fijos en el plato como si la comida pudiera revelarle algún secreto. Toren era reservado, un hombre de pocas palabras, pero su presencia siempre había sido un ancla para Cale, una certeza en un mundo incierto.
A la derecha de Cale estaba Milo, su mejor amigo, que devoraba su comida con el entusiasmo de quien nunca había conocido el hambre. La familia de Milo ocupaba el resto de la mesa: su madre, Elia, una mujer de rostro amable pero agotado, servía más pasta de algas a su hija menor, Suri, de 10 años, cuya risa llenaba los huecos de la conversación. El padre de Milo, Kael, un pescador de hombros anchos y voz estruendosa, discutía con otro hombre, Joren, el veterano de la barba trenzada que había estado con ellos esa mañana. La mesa estaba llena de rostros familiares, todos marcados por el sol y la sal, todos llevando el peso de un mundo que se desmoronaba.
—¿Crees que algún día probaremos algo que no sepa a mar? —preguntó Milo, limpiándose la boca con el dorso de la mano y lanzando una mirada burlona a su plato. Sus ojos oscuros brillaban con esa chispa de humor que nunca lo abandonaba, incluso en los peores días.
Cale sonrió, pinchando un trozo de pescado con un tenedor improvisado. El sabor salado y fibroso era tan familiar que apenas lo notaba.
—Tal vez si nadas hasta la tierra y encuentras un árbol de frutas —respondió, su tono ligero pero con un dejo de esa curiosidad que siempre lo traicionaba.
Toren levantó la vista, sus cejas frunciéndose ligeramente. No dijo nada, pero Cale sintió el peso de su mirada, una advertencia silenciosa contra hablar de la tierra. Desde la caída de la Estrella del Alba, seis meses atrás, cualquier mención del continente era un tema delicado, un recordatorio de que incluso el océano, su refugio, no era seguro.
Elia, la madre de Milo, intervino con una sonrisa cansada, apartando un mechón de cabello castaño de su rostro.
—Déjenlos soñar, Toren —dijo, su voz suave pero firme—. Si no tuviéramos sueños, ya nos habríamos rendido.
Toren gruñó, pero no respondió, volviendo a su comida. Kael, el padre de Milo, soltó una carcajada que resonó en la mesa.
—¡Eso es, Elia! Que sueñen con frutas, pero que no se olviden de pescar mañana —dijo, levantando su vaso de agua desalinizada como si fuera una copa de vino—. ¡Por la Aurora, que nos mantiene vivos un día más!
—¡Por la Aurora! —corearon Joren y otros en la mesa, alzando sus vasos. Suri rió, imitando a los adultos con su pequeño vaso, derramando agua sobre la mesa. La risa se extendió, un momento de alivio en una vida definida por la tensión.
A unos metros, en el centro de la cubierta, otra mesa destacaba, reservada para los líderes de la plataforma. Allí estaba Lira, la madre de Cale, sentada a la izquierda del capitán Rhem, el líder de la Aurora. Lira, con su mono de trabajo aún manchado de grasa, tenía el cabello castaño recogido en un moño desordenado, y sus ojos verdes, idénticos a los de Cale, escrutaban un cuaderno de notas mientras comía. Era la ingeniera jefe, la mente detrás de las defensas de la plataforma, y su presencia junto a Rhem era un símbolo de su importancia.
El capitán Rhem, un hombre de 55 años con el rostro surcado por arrugas y una barba blanca recortada, comía con calma, su postura erguida proyectando una autoridad serena. Su chaqueta, remendada pero limpia, llevaba un distintivo cosido a mano: un sol rodeado de olas, el emblema de la Aurora. A su derecha estaba Gavon, un gigante de casi dos metros, con músculos que parecían esculpidos en piedra y una cicatriz que le cruzaba la frente. Gavon era el jefe de seguridad, un hombre de pocas palabras cuya mera presencia disuadía cualquier conflicto. Su plato estaba vacío, y sus manos, grandes como palas, descansaban sobre la mesa, listas para moverse si fuera necesario.
La cena continuó con el murmullo de conversaciones, interrumpido por risas ocasionales y el sonido de los platos siendo apilados. Cale observaba a su madre desde la distancia, notando cómo sus hombros estaban tensos, cómo sus dedos tamborileaban sobre el cuaderno incluso mientras hablaba con Rhem. Sabía que estaba preocupada por las luces ultravioletas, cuya energía dependía de las baterías solares que ella mantenía funcionando. La caída de la Estrella del Alba había encendido las alarmas: si los Umbríos podían nadar, las defensas de la Aurora debían ser impecables.
Milo, siguiendo la mirada de Cale, dio un codazo suave a su amigo.
—Tu madre parece que va a soldar la mesa si sigue así —susurró, inclinándose para que Toren no lo oyera—. ¿Qué pasa? ¿Otra de sus crisis de “todo va a colapsar”?
Cale frunció el ceño, pero no pudo evitar una pequeña sonrisa.
—Siempre está así antes de la oscuridad. Dice que un tornillo suelto puede matarnos a todos —respondió, manteniendo la voz baja—. Pero creo que es más por lo de la Estrella del Alba. No me lo dice, pero sé que está asustada.