Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

Grietas en la Luz

El sol, aún reinando en el cielo sin atisbo de ocaso, bañaba la Aurora con un resplandor que no ofrecía descanso. La plataforma, un laberinto de acero reciclado y contenedores soldados, zumbaba con la actividad de media noche —un término que ya no significaba nada en un mundo donde la luz duraba tres meses sin pausa. Los habitantes trabajaban incansables: soldadores reparaban fisuras en el casco, pescadores clasificaban la captura del día, y los niños, bajo la supervisión de los mayores, aprendían a tejer redes. Pero en el corazón de la plataforma, en el camarote del capitán Rhem, el mundo exterior parecía desvanecerse, reducido a un murmullo lejano tras las paredes de metal.

El camarote de Rhem era un lujo relativo en la Aurora. Más grande que los compartimentos estándar, estaba amueblado con una cama de madera reforzada con cuerdas, una mesa atornillada al suelo cubierta de mapas y notas, y un estante con objetos rescatados del viejo mundo: un reloj roto, una brújula sin aguja, un libro con páginas amarillentas. Una lámpara solar colgaba del techo, proyectando una luz suave que contrastaba con el brillo crudo del exterior. Las paredes, cubiertas de paneles de acero, tenían un solo adorno: el emblema de la Aurora, un sol rodeado de olas, pintado a mano con pintura descascarada.

En la cama, bajo una sábana fina que apenas cubría sus cuerpos, Lira y Rhem yacían entrelazados, sus respiraciones agitadas llenando el silencio del camarote. Lira, con el cabello castaño suelto y pegado a la frente por el sudor, tenía los ojos cerrados, su rostro relajado por un momento, libre de la tensión que siempre la acompañaba. Su mono de trabajo, manchado de grasa, estaba tirado en el suelo junto a sus botas, un recordatorio de la ingeniera incansable que mantenía la Aurora en pie. Rhem, con su barba blanca recortada y el torso marcado por cicatrices de batallas pasadas, la abrazaba con una mezcla de ternura y urgencia, como si temiera que el momento se desvaneciera.

El aire olía a sal, sudor y el leve aroma metálico de la plataforma, pero para ellos, en ese instante, solo existía la calidez de la piel del otro. Sus movimientos eran rápidos, casi desesperados, una danza de necesidad que buscaba apagar las cargas que ambos llevaban. Lira dejó escapar un gemido bajo, sus manos aferrando los hombros de Rhem, mientras él murmuraba su nombre contra su cuello, su voz grave y entrecortada.

—Lira… —susurró Rhem, deteniéndose por un momento para mirarla a los ojos. Sus iris grises, normalmente fríos y calculadores, estaban llenos de algo más suave, algo que no se permitía mostrar en la cubierta—. ¿Por qué siempre parece que estamos robando tiempo?

Lira abrió los ojos, sus pupilas verdes brillando bajo la luz de la lámpara. Una sonrisa amarga curvó sus labios, y sus dedos trazaron una cicatriz en el pecho de Rhem, un recordatorio de un ataque de los Umbríos años atrás.

—Porque lo estamos —respondió, su voz baja pero firme, cargada de una verdad que no necesitaba explicar—. La Aurora, los Umbríos, el maldito sol que no se pone… todo nos reclama. Esto —hizo una pausa, apretando su cuerpo contra el de él— es lo único que nos queda para nosotros.

Rhem no respondió con palabras. En cambio, la besó, un beso profundo que hablaba de años de confianza, de secretos compartidos, de una conexión que había comenzado como alianza y se había transformado en algo más. Lira respondió con la misma intensidad, sus manos deslizándose por la espalda de Rhem, sus uñas dejando marcas leves en su piel. El mundo exterior —la plataforma, las defensas, la amenaza de la Gran Oscuridad— se desvaneció, reducido a un eco lejano mientras se perdían el uno en el otro.

La relación entre Lira y Rhem no era un secreto abierto, pero tampoco se hablaba de ella. En la Aurora, donde la supervivencia dependía de la unidad, las vidas personales se mantenían en las sombras. Lira era la esposa de Toren, la madre de Cale, pero su matrimonio había sido más un pacto de apoyo mutuo que una historia de amor. Toren, reservado y dedicado a su trabajo como mecánico, parecía aceptar la distancia emocional entre ellos, o tal vez simplemente no la veía. Rhem, viudo desde los primeros años de los Umbríos, había encontrado en Lira no solo una aliada estratégica, sino una chispa que lo mantenía humano en un mundo que exigía ser de acero.

Cuando sus cuerpos finalmente se detuvieron, exhaustos y saciados, Lira se recostó contra el pecho de Rhem, su respiración ralentizándose. La sábana se deslizó, revelando las marcas de su trabajo: callos en sus manos, una quemadura reciente en su antebrazo de un soldador defectuoso. Rhem acarició su cabello, un gesto lento y deliberado, como si quisiera memorizar cada detalle de ella.

—No deberíamos hacer esto tan a menudo —dijo Lira, aunque su tono carecía de convicción. Se giró para mirarlo, apoyando la barbilla en su pecho—. Si alguien se entera, especialmente Gavon, podría complicar las cosas. La gente ya está nerviosa por lo de la Estrella del Alba.

Rhem frunció el ceño, sus dedos deteniéndose en el cabello de Lira. Gavon, el jefe de seguridad, era leal, pero su devoción a la disciplina lo hacía inflexible. Un escándalo, por pequeño que fuera, podía fracturar la confianza en el liderazgo de la Aurora.

—Gavon no es el problema —respondió Rhem, su voz endureciéndose ligeramente—. El problema es que no podemos permitirnos errores. Las luces, las defensas, todo tiene que estar perfecto antes de que llegue la oscuridad. Y tú eres la única en quien confío para eso.

Lira suspiró, sentándose en la cama y recogiendo la sábana para cubrirse. La realidad, siempre implacable, se colaba de nuevo en el camarote. Su mente ya estaba en las baterías solares, en los cables que necesitaba revisar, en los rumores de que los Umbríos habían aprendido a nadar. Pero por un momento, había querido ser solo una mujer, no la ingeniera que cargaba el destino de la plataforma.

—No me hagas sentir como si esto fuera solo estrategia, Rhem —dijo, su tono mitad broma, mitad advertencia. Se inclinó para recoger su mono del suelo, pero Rhem la detuvo, tomando su mano con suavidad.




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