El sol, aunque aún dominante en el cielo, comenzaba a mostrar los primeros signos de su retirada. El crepúsculo, un fenómeno raro que marcaba el fin de los tres meses de luz, teñía el horizonte de un rojo profundo, como si la Tierra sangrara antes de sumirse en la Gran Oscuridad. Faltaba un mes para que la noche eterna regresara, trayendo consigo a los Umbríos, y la Aurora se preparaba con una mezcla de urgencia y desafío. Las defensas se reforzaban, las baterías ultravioletas se revisaban obsesivamente, y los almacenes se llenaban hasta el límite con pescado seco y algas procesadas. Pero esa noche, como cada año, la plataforma se permitía un respiro: la Fiesta de la Luz, una tradición que celebraba la vida bajo el sol antes de que la oscuridad lo devorara todo.
La cubierta principal de la Aurora estaba transformada. Mesas de madera reciclada se alineaban bajo toldos de lona decorados con conchas y cuerdas trenzadas, iluminadas por lámparas solares que proyectaban un resplandor cálido. Fogatas improvisadas, alimentadas con restos de madera flotante, crepitaban en barriles de metal, llenando el aire con humo y el aroma de pescado asado. Tambores hechos de bidones y cuerdas tensadas resonaban con ritmos frenéticos, mientras un grupo de jóvenes, liderados por Kalia con su tambor improvisado, marcaba el compás. Los habitantes, vestidos con sus mejores ropas —camisas remendadas, faldas tejidas con fibras de algas— bailaban, reían y bebían un licor casero destilado de algas fermentadas, una bebida fuerte que quemaba la garganta pero aligeraba el corazón.
Cale, estaba en el borde de la multitud, con una taza de licor en la mano y los ojos brillando bajo la luz de las fogatas. Su camiseta, limpia por primera vez en semanas, se pegaba a su piel bronceada por el sudor del baile. La música, el calor y el alcohol le daban una sensación de ligereza que no había sentido en meses, pero bajo esa euforia, la sombra de la Gran Oscuridad seguía allí, como un peso en el pecho que no podía ignorar. A su lado, Milo, con el cabello negro desordenado y una sonrisa más amplia de lo habitual, alzaba su taza en un brindis improvisado.
—¡Por la Aurora! —gritó Milo, su voz ligeramente pastosa por el licor—. ¡Que los Umbríos se ahoguen antes de tocarnos!
Un grupo cercano coreó el brindis, levantando sus tazas con risas. Cale sonrió, chocando su taza contra la de Milo, pero su mirada se desvió hacia el horizonte, donde el rojo del crepúsculo se oscurecía lentamente. La Fiesta de la Luz era un desafío a la oscuridad, pero también un recordatorio de lo que venía: nueve meses de encierro, miedo y rezos para que las luces ultravioletas mantuvieran a raya a las criaturas.
—No mires el horizonte, Cale —dijo Milo, dándole un codazo—. Esta noche es para olvidarlo todo, no para ponerte profundo. ¡Mira, hasta tu padre está bailando!
Cale giró la cabeza y, efectivamente, vio a Toren en la pista improvisada, moviéndose torpemente junto a Elia, la madre de Milo. Su padre, siempre reservado, parecía fuera de lugar, pero la sonrisa en su rostro era genuina, un raro destello de alegría. Lira, en cambio, estaba cerca de la mesa del capitán Rhem, discutiendo algo con Gavon, el jefe de seguridad, mientras el capitán observaba la fiesta con una expresión serena. La distancia entre sus padres, aunque no visible para todos, era un recordatorio silencioso de las grietas en su familia.
Antes de que Cale pudiera responder, una figura se acercó, moviéndose con una gracia que cortó el aire como un cuchillo. Alia, la pelirroja que era su escape recurrente, apareció entre la multitud, sus pecas brillando bajo la luz de las fogatas. Llevaba una falda tejida que dejaba sus piernas al descubierto y una camiseta ajustada que resaltaba sus curvas. Sus ojos verdes, cargados de una mezcla de desafío y deseo, se clavaron en Cale, ignorando por completo a Milo.
—Te ves demasiado serio para una fiesta, Cale —dijo Alia, su voz baja y seductora, mientras se inclinaba hacia él. El olor a licor y algo dulce, tal vez un perfume improvisado, envolvió a Cale, haciendo que su pulso se acelerara—. ¿Quieres bailar… o prefieres algo más privado?
Milo soltó una risita, levantando su taza en un gesto de despedida.
—Ve, héroe. No hagas esperar a la dama —dijo, guiñando un ojo antes de unirse a un grupo de bailarines, dejando a Cale y Alia solos en el borde de la fiesta.
Cale sintió el calor del licor en sus venas, mezclado con la urgencia de su juventud y la necesidad de escapar, aunque fuera por un momento, del peso de la Aurora. Alia no esperó una respuesta; tomó su mano, sus dedos cálidos y firmes, y lo guio lejos de la multitud, hacia su escondite habitual. La música y las risas se desvanecieron a medida que se adentraban en los pasillos de la plataforma, pasando por pilas de redes y barriles hasta llegar al hueco detrás de los contenedores, cubierto por una lona descolorida.
El escondite era pequeño, apenas un refugio improvisado con una manta en el suelo y una lámpara solar apagada en una esquina. La lona bloqueaba la luz del sol, creando una penumbra íntima que contrastaba con el resplandor exterior. Alia no perdió tiempo; apenas entraron, se giró hacia Cale, sus manos deslizándose bajo su camiseta mientras lo empujaba contra la pared de metal. Sus labios encontraron los de él, un beso hambriento que sabía a licor y urgencia.
—Cale… —susurró Alia contra su boca, sus dedos trazando la línea de su pecho—. Esta noche no quiero pensar. Solo quiero sentirte.
Cale respondió con la misma intensidad, sus manos recorriendo la cintura de Alia, levantando su camiseta para sentir la calidez de su piel. Era joven, lleno de necesidades que la Aurora no podía satisfacer con trabajo o esperanza. Alia, con su risa y su deseo descarado, era su refugio, un lugar donde podía ser solo un cuerpo, no un hijo, no un soñador, no un superviviente. La manta crujió bajo ellos mientras se dejaban caer, sus movimientos rápidos y desesperados, como si pudieran ahuyentar la oscuridad con el calor de sus cuerpos.