Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

El Filo de la Luz

El sol colgaba bajo en el horizonte, un disco anaranjado que parecía aferrarse al cielo, como si supiera que su reinado de tres meses estaba a punto de terminar. En la Aurora, la plataforma flotante que albergaba a 300 almas en el corazón del Pacífico, el ambiente era de urgencia contenida. Faltaban solo cinco días para la Gran Oscuridad, los nueve meses de noche que traerían a los Umbríos, y cada habitante trabajaba con una intensidad febril: sellando compuertas, revisando luces ultravioletas, apilando provisiones en almacenes reforzados. El aire olía a sal, sudor y el humo de las soldaduras, y el sonido del metal golpeando metal resonaba como un latido constante. La Aurora era un bastión, pero incluso sus muros de acero no podían ocultar el miedo que se filtraba en los corazones de sus habitantes.

Cale, de 18 años, estaba en una de las barcas de pesca amarradas al borde de la plataforma, balanceándose suavemente con el oleaje. Sus manos, curtidas por el sol y el salitre, sostenían una red llena de peces plateados que se retorcían bajo la superficie. Su camiseta raída estaba empapada de sudor, y un cuchillo de pesca colgaba de su cinturón, rozando su muslo con cada movimiento. Sus ojos verdes, siempre inquietos, se desviaban hacia el horizonte, donde el cielo se oscurecía en un gradiente de rojo a negro. La pesca era crucial —cada captura significaba más comida para los meses de encierro—, pero la mente de Cale estaba en otra parte, atrapada en las historias de los ocultos, en los rumores de los Umbríos nadando, en la certeza de que la Aurora no podía ser el fin de su historia.

A su lado, Milo, su mejor amigo, tiraba de otra red, gruñendo mientras desenredaba un nudo. Su cabello negro estaba pegado a la frente, y su sonrisa habitual había sido reemplazada por una expresión tensa. Incluso Milo, que siempre encontraba humor en las peores situaciones, sentía el peso de los días que se agotaban.

—Estos peces están más tercos que tú cuando te pones a soñar despierto —dijo Milo, forzando un tono ligero mientras lanzaba un pez rebelde al cubo. Miró a Cale y frunció el ceño—. Oye, ¿me estás escuchando o ya estás planeando tu gran escape a la tierra?

Cale sonrió a medias, asegurando su red antes de responder. El comentario de Milo era una broma, pero tocaba una verdad que no podía ignorar. Cada día, su deseo de ver más allá de la Aurora crecía, alimentado por las historias de Vera sobre el viejo mundo y los rumores de los ocultos que resistían en tierra firme.

—No es un escape, Milo —dijo, su voz baja, casi perdida en el chapoteo del agua—. Es… no sé. ¿No te cansas de esto? Pescar, escondernos, esperar. Tiene que haber algo más.

Milo dejó caer la red, limpiándose las manos en los pantalones. Su expresión se endureció, y por un momento, no fue el bromista despreocupado que siempre aligeraba el ánimo.

—¿Algo más? ¿Como qué, Cale? ¿Ir a tierra y pelear con los Umbríos? Mira lo que le pasó a la Estrella del Alba. —Hizo una pausa, bajando la voz—. No hay “algo más”. Hay esto: la Aurora, nosotros, sobrevivir. Si sigues buscando fantasías, vas a terminar muerto.

Cale no respondió de inmediato. En lugar de eso, miró el agua, donde los peces atrapados brillaban bajo la luz menguante. Sabía que Milo tenía razón, pero también sabía que quedarse en la Aurora, año tras año, no era suficiente. No cuando los Umbríos se volvían más astutos, no cuando las historias de artefactos y resistencias en tierra firme seguían susurrando en su mente.

Antes de que pudiera replicar, Joren, el pescador veterano con la barba trenzada, se acercó desde otra barca, remando con fuerza. Su rostro, normalmente curtido pero jovial, estaba tenso, y sus ojos escrutaban el agua con una intensidad que puso a Cale en alerta.

—Chicos, dejen las redes un momento —dijo Joren, su voz baja pero autoritaria. Señaló el horizonte, donde el agua parecía más oscura, casi inmóvil—. ¿Ven eso? No es normal. El agua está demasiado quieta.

Cale y Milo siguieron su mirada. La superficie, que debería estar ondulada por la brisa, estaba lisa, como un espejo negro que reflejaba el crepúsculo. Un escalofrío recorrió la espalda de Cale, no por el frío, sino por un instinto que no podía nombrar. Los rumores de los Umbríos nadando volvieron a su mente, y su mano se cerró sobre el cuchillo en su cinturón.

—¿Crees que son… ellos? —preguntó Milo, su voz apenas un susurro, como si temiera invocar a las criaturas al nombrarlas.

Joren no respondió de inmediato. Sacó un arpón de su barca, comprobando la punta con el pulgar, y su mirada se endureció.

—No lo sé. Pero no vamos a arriesgarnos. Suban las redes y vuelvan a la plataforma. Ahora.

Cale y Milo obedecieron, trabajando en silencio mientras enrollaban las redes y remaban hacia la Aurora. El cubo de peces golpeaba contra el fondo de la barca, pero ninguno de los dos hablaba, sus ojos fijos en el agua. La quietud era inquietante, como si el océano estuviera conteniendo la respiración. Cuando llegaron al borde de la plataforma, otros pescadores ya estaban subiendo, sus rostros marcados por la misma tensión.

Cale ayudó a amarrar la barca, pero no pudo evitar mirar atrás, hacia el horizonte. La oscuridad parecía acercarse, no solo desde el cielo, sino desde el agua misma. La Gran Oscuridad estaba a días de distancia, pero algo en su interior le decía que los Umbríos no esperaban a la noche para acechar. Mientras subía a la cubierta, con Milo y Joren a su lado, una certeza se asentó en su pecho: la Aurora podía ser un refugio, pero también una trampa, y si quería respuestas, tendría que buscarlas más allá del mar, antes de que la oscuridad los consumiera a todos.

La Aurora se alzaba como un bastión de acero contra el océano, sus contenedores soldados y redes reforzadas vibrando con el trajín de los últimos preparativos. Con solo cinco días hasta la Gran Oscuridad, la plataforma era un hervidero de actividad: soldadores sellaban fisuras, mujeres apilaban barriles de pescado seco, y niños cargaban cuerdas bajo la mirada atenta de los mayores. El sol, bajo y sangriento en el horizonte, proyectaba un resplandor rojizo que parecía más una advertencia que una bendición. El aire estaba cargado de sal, sudor y la tensión palpable de un pueblo que sabía lo que acechaba en la oscuridad.




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