La Aurora estaba sumida en un silencio tenso, roto solo por el zumbido de los generadores y el eco de pasos apresurados en la cubierta. Faltaban cinco días para la Gran Oscuridad, y la llegada de Nara, la joven oculta rescatada por Cale y Milo, había encendido una chispa de caos en la plataforma. La chica, demacrada y con el tatuaje de cenizas brillando en su antebrazo, había sido llevada a la enfermería improvisada bajo la vigilancia de Gavon, el jefe de seguridad. Su presencia, y las palabras que había pronunciado —un mensaje que podía “salvarnos a todos”—, habían desatado rumores y sospechas entre los habitantes. Algunos veían en ella una esperanza; otros, un peligro que podía atraer a los Umbríos. Pero para Cale, Nara era algo más: una puerta al mundo que siempre había soñado, un eco de las historias de los ocultos que lo habían perseguido toda su vida.
En un pasillo estrecho de la cubierta inferior, lejos del bullicio de la enfermería y las miradas curiosas, Lira enfrentaba a Cale. El compartimento al que lo había arrastrado era un almacén pequeño, lleno de cajas de herramientas y rollos de cuerda, iluminado por una lámpara solar que proyectaba sombras duras en las paredes de acero. El aire olía a metal húmedo y grasa de motor, y el espacio, apenas lo bastante grande para dos personas, parecía encogerse bajo la furia contenida de Lira. Su mono de trabajo estaba manchado de nuevas marcas de soldadura, y su cabello castaño, suelto por primera vez en días, caía desordenado sobre sus hombros. Sus ojos verdes, idénticos a los de Cale, ardían con una mezcla de ira y miedo.
Cale, de pie frente a ella, mantenía la cabeza gacha, pero su postura —hombros tensos, manos cerradas en puños— delataba su desafío. Su camiseta raída estaba aún húmeda por el agua del océano, y el cuchillo de pesca en su cinturón rozaba su muslo, un recordatorio de la barca donde todo había comenzado. Sabía que había roto las reglas al remar hacia la balsa de Nara, pero no se arrepentía. No podía, no cuando la chica traía consigo una posibilidad que la Aurora había olvidado: esperanza.
Lira dio un paso hacia él, su respiración agitada, como si estuviera conteniendo una tormenta. Cuando habló, su voz era baja, cortante, cada palabra afilada como un cuchillo.
—¿En qué demonios estabas pensando, Cale? —dijo, su tono vibrando con una furia que hizo que él levantara la vista—. ¿Remar hacia una balsa desconocida, a días de la oscuridad, con los Umbríos acechando? ¡Podrías haber muerto! ¡Podrías habernos condenado a todos!
Cale abrió la boca para responder, pero Lira no le dio oportunidad. Dio otro paso, cerrando la distancia entre ellos, y antes de que él pudiera reaccionar, su mano voló, golpeando su mejilla con una bofetada que resonó en el compartimento. El sonido fue seco, brutal, y Cale retrocedió un paso, más por la sorpresa que por el dolor. Su mejilla ardía, y sus ojos, abiertos de par en par, se encontraron con los de su madre. Nunca lo había golpeado antes, no así, y la traición en su mirada era casi tan dolorosa como el golpe.
—¡Mamá! — exclamó, su voz quebrándose, una mezcla de rabia y confusión. Tocó su mejilla, sintiendo el calor de la marca, pero no apartó la mirada.
Lira temblaba, su mano aún levantada, como si ella misma estuviera sorprendida por lo que había hecho. Pero no se disculpó. En cambio, bajó la mano lentamente, sus dedos apretándose en un puño, y su voz se endureció aún más, aunque ahora estaba teñida de algo más: miedo, crudo y desnudo.
—¿Crees que esto es un juego, Cale? —dijo, su voz rompiéndose en las últimas palabras—. ¿Crees que puedes salir al agua, arriesgarte, arriesgarnos a todos, solo porque tienes curiosidad? ¡Esa chica podría ser una trampa! Podría estar seguida por los Umbríos. ¿No entiendes lo que pasó con la Estrella del Alba? ¡Los destrozaron, Cale! Y ahora tú, mi hijo, decides jugar al héroe cuando no podemos permitirnos errores.
Cale sintió un nudo en el estómago, pero no bajó la mirada. La mención de la Estrella del Alba era un golpe bajo, un recordatorio de la plataforma destruida, de los cuerpos flotando en el agua. Pero también avivó su rebeldía, esa chispa que lo hacía diferente, que lo impulsaba a cuestionar el mundo que su madre aceptaba como inmutable.
—No estaba jugando, mamá —respondió, su voz baja pero firme, cada palabra medida para no traicionar el temblor que sentía—. Era una persona. Una oculta. Estaba sola, agotada, y si no la hubiéramos ayudado, habría muerto. ¿Eso es lo que quieres? ¿Que dejemos de ser humanos porque tenemos miedo?
Lira lo miró, sus ojos brillando con lágrimas que no dejó caer. Por un momento, pareció que iba a ablandarse, que iba a abrazarlo como cuando era niño. Pero el peso de su responsabilidad —como ingeniera jefe, como madre, como alguien que sabía lo frágil que era la Aurora— la mantuvo rígida.
—No se trata de ser humanos, Cale —dijo, su voz más calma pero no menos dura—. Se trata de mantenernos vivos. Cada decisión que tomas afecta a esta plataforma, a tu padre, a mí, a todos. No puedes salir corriendo tras tus sueños cuando los Umbríos están esperando cualquier error. ¿No lo ves? Eres mi hijo, y no puedo… no puedo perderte.
Cale sintió un pinchazo en el pecho, no por la bofetada, sino por el miedo en la voz de su madre. Nunca la había visto así, tan vulnerable, tan rota. Pero también sintió la distancia entre ellos, la forma en que ella lo veía como un niño que necesitaba protección, no como alguien que podía cambiar las cosas. La imagen de Nara, con su tatuaje de cenizas y su mensaje de salvación, ardía en su mente, un contraste con la resignación de Lira.
—No quiero que me pierdas, mamá —dijo, suavizando su tono, pero sin ceder—. Pero no puedo quedarme aquí, pescando y escondiéndome, mientras el mundo se desmorona. Nara dijo que tiene algo, algo que puede detener a los Umbríos. Si no lo escuchamos, si no lo intentamos, entonces ya estamos perdidos.