Con solo cuatro días hasta la Gran Oscuridad, la Aurora era un hervidero de actividad frenética, pero también de un silencio opresivo, como si la plataforma contuviera la respiración ante la noche inminente. Las luces ultravioletas se probaban una y otra vez, su zumbido llenando los pasillos, mientras los habitantes sellaban compuertas, apilaban provisiones y revisaban armas improvisadas. El sol, ahora un disco rojo que apenas rozaba el horizonte, proyectaba un crepúsculo perpetuo que teñía el océano de sangre. En medio de este caos controlado, los secretos personales se volvían más pesados, grietas en la unidad que la Aurora necesitaba para sobrevivir. Y para Toren, el padre de Cale, esas grietas se habían convertido en un abismo.
Toren estaba en el mismo lugar de siempre: un hueco escondido en la cubierta inferior, cerca de los almacenes donde se guardaban las redes y los barriles de agua. El espacio, apenas iluminado por una lámpara solar defectuosa que parpadeaba intermitentemente, estaba cubierto por una lona vieja que ofrecía una privacidad precaria. El suelo de metal estaba cubierto por una manta raída, y el aire olía a sal, óxido y el leve dulzor de la humedad atrapada. Era un refugio improvisado, un lugar donde Toren y Sanna, su joven amante, podían escapar del escrutinio de la plataforma. Lo que había comenzado como un desliz impulsado por el licor y la rabia durante la Fiesta de la Luz se había convertido en un hábito, una adicción que Toren no podía —o no quería— romper.
Sanna, de 22 años, estaba allí con él, su cuerpo moreno y ágil moviéndose contra el suyo con una urgencia que igualaba la de Toren. Su cabello largo, trenzado con cuerdas de colores, se balanceaba con cada movimiento, y sus ojos oscuros brillaban con una mezcla de deseo y desafío. Llevaba una camiseta ajustada y una falda tejida que ya estaban amontonadas en un rincón, junto a la camisa raída de Toren. La lámpara parpadeante proyectaba sombras danzantes sobre sus cuerpos, resaltando las curvas de Sanna y las cicatrices de Toren, marcas de una vida de trabajo y pérdida.
Toren era brusco, más de lo habitual, sus manos aferrando las caderas de Sanna con una fuerza que dejaba marcas rojas en su piel. Sus movimientos eran rápidos, casi desesperados, como si pudiera ahogar su culpa y su rabia en el calor de su cuerpo. La manta crujía bajo ellos, y el metal frío del suelo se filtraba a través de la tela, pero ninguno de los dos parecía notarlo. Sanna, lejos de resistirse, respondía con la misma intensidad, sus uñas clavándose en la espalda de Toren, sus gemidos bajos y entrecortados llenando el pequeño espacio. Le gustaba la rudeza, la forma en que él se dejaba llevar, como si ella fuera lo único que lo mantenía anclado en un mundo que se desmoronaba.
—Más fuerte —susurró Sanna, su voz ronca, un desafío que avivó algo primal en Toren. Sus labios rozaron el cuello de él, mordiendo ligeramente, y sus manos tiraron de su cabello, instándolo a no detenerse.
Toren gruñó, obedeciendo sin pensarlo, su cuerpo moviéndose con una ferocidad que era tanto liberación como castigo. Cada embestida era un intento de olvidar: la distancia con Lira, su esposa, que bailaba con Rhem y se perdía en sus deberes; la curiosidad de Cale, que lo alejaba cada día más; el miedo a los Umbríos, que parecían más cercanos que nunca tras la llegada de Nara. Sanna era su escape, un refugio donde no era el mecánico silencioso, el marido traicionado, el padre incapaz de proteger a su hijo. Pero incluso en el calor del momento, una parte de él sabía que esto no era libertad, sino una caída más profunda en un pozo del que no sabía cómo salir.
La lámpara parpadeó, sumiendo el hueco en una breve oscuridad antes de encenderse de nuevo. Sanna rió, un sonido bajo y provocador, y se arqueó contra él, sus piernas envolviéndolo para mantenerlo cerca.
—No pares ahora, Toren —dijo, su voz cargada de una sensualidad que lo desarmaba—. No me digas que ya estás pensando en tus motores.
Toren no respondió con palabras. En cambio, la besó, un beso duro y posesivo que sabía a licor y culpa. Sus manos se deslizaron por los muslos de Sanna, levantándola ligeramente para profundizar el contacto, y ella respondió con un gemido que resonó en el espacio cerrado. El mundo exterior —la Aurora, los Umbríos, la Gran Oscuridad— se desvaneció, reducido a la fricción de sus cuerpos, al calor de su piel, al latido acelerado de sus corazones.
Cuando terminaron, exhaustos y jadeantes, se derrumbaron sobre la manta, sus cuerpos aún entrelazados. El sudor perlaba la piel de Sanna, y su respiración era irregular, pero una sonrisa satisfecha curvaba sus labios. Toren, en cambio, miraba el techo de lona, su pecho subiendo y bajando con fuerza. La euforia del momento se desvanecía, reemplazada por el peso familiar de la culpa. Había vuelto a caer, otra vez, y cada encuentro con Sanna lo hundía más en un secreto que amenazaba con fracturar lo poco que le quedaba.
Sanna se giró hacia él, apoyando la barbilla en su pecho. Sus dedos trazaron una cicatriz en su hombro, un gesto casual que contrastaba con la tormenta en la mente de Toren.
—Estás más callado que de costumbre —dijo, su tono ligero pero con un dejo de curiosidad—. ¿Qué pasa? ¿Es la oscuridad, o es otra cosa?
Toren cerró los ojos, deseando que la lámpara se apagara para no tener que mirarla. Sanna era joven, vibrante, pero también un recordatorio de su propia debilidad. Podría ser su hija, una idea que lo perseguía cada vez que se dejaba llevar por ella. Y sin embargo, no podía detenerse, no cuando Lira estaba tan lejos, no cuando la Aurora parecía a punto de colapsar bajo el peso de sus propios miedos.
—No es nada —mintió, su voz áspera, apenas audible—. Solo… tengo trabajo que hacer.
Sanna arqueó una ceja, claramente no convencida, pero no insistió. En cambio, se inclinó y lo besó suavemente, un contraste con la intensidad de momentos antes.
—Siempre dices lo mismo —susurró, su aliento cálido contra su piel—. Pero está bien. Sabes dónde encontrarme cuando necesites… desahogarte.