Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

Chispas en la Oscuridad

La Aurora estaba a dos días de la Gran Oscuridad, y la plataforma vibraba con una energía nerviosa, como un animal que siente la tormenta aproximarse. Las compuertas estaban casi selladas, las luces ultravioletas probadas hasta el cansancio, y los almacenes abarrotados de provisiones. El crepúsculo rojizo que envolvía el horizonte parecía presionar contra la Aurora, un recordatorio de los nueve meses de noche que se avecinaban, cargados de la amenaza de los Umbríos. Pero en medio de esta tensión, los jóvenes de la plataforma buscaban un escape, un último momento de ligereza antes de que el encierro los consumiera. El “rincón”, un hueco en la cubierta inferior cerca de los generadores, era su refugio: un espacio escondido donde podían reír, beber licor de algas y fingir, aunque fuera por unas horas, que el mundo no estaba a punto de apagarse.

El rincón estaba iluminado por lámparas solares robadas, colgadas de cuerdas para crear un resplandor cálido que contrastaba con el acero frío de las paredes. Cajas de madera y barriles servían de asientos, y una manta vieja cubría el suelo, amortiguando el eco del metal. El aire olía a licor, sudor y el leve zumbido de los generadores cercanos, que añadía un ritmo constante al bullicio. Una docena de jóvenes, de entre 16 y 20 años, llenaban el espacio, sus risas y charlas desafiando el peso de la oscuridad inminente. Algunos jugaban con dados improvisados, otros compartían una botella de licor, y un par improvisaba un ritmo con bidones vacíos.

Cale había llevado a Nara al rincón, convencido de que necesitaba un respiro tras los días de aislamiento y miradas desconfiadas. Estaba sentado en una caja, con una taza de licor en la mano, explicándole a Nara la dinámica del grupo con una mezcla de entusiasmo y nerviosismo. Su camiseta raída estaba limpia, y sus ojos verdes brillaban bajo la luz, reflejando una atención constante hacia la chica oculta. Nara, sentada a su lado en un barril, parecía fuera de lugar pero curiosa. Su ropa de la Aurora —una camiseta holgada y pantalones de lona— no podía ocultar su delgadez ni los cortes en sus brazos, pero el tatuaje de cenizas en su antebrazo relucía, atrayendo miradas furtivas. Aunque mantenía una expresión cautelosa, la calidez de Cale la hacía relajarse, sus hombros menos tensos que en la enfermería.

Milo, el mejor amigo de Cale, estaba al otro lado del círculo, contando una historia exagerada sobre una pesca que “casi lo arrastra al agua”. Su hermana menor, Suri, reía a carcajadas, mientras Kalia, la chica que lideraba los tambores en la Fiesta de la Luz, golpeaba un bidón al ritmo de la historia. Pero no todos estaban cómodos con la presencia de Nara. Alia, la pelirroja de 19 años que era la “amiga especial” de Cale, estaba apoyada contra una pared, sus brazos cruzados y sus ojos verdes entrecerrados. Su falda tejida y su camiseta ajustada resaltaban sus curvas, pero su postura era tensa, su mirada fija en la forma en que Cale se inclinaba hacia Nara, señalándole a los demás y explicándole quién era quién.

Alia no estaba acostumbrada a compartir la atención de Cale. Sus encuentros en el escondite, llenos de pasión y urgencia, la habían hecho sentir como la única en su mundo, pero ahora, con Nara a su lado, sentía una punzada de inseguridad que no podía ignorar. Cada sonrisa que Cale dirigía a la oculta, cada gesto protector, como cuando le pasó una taza de licor, avivaba un fuego en su pecho que no era solo deseo, sino posesividad.

La tensión se rompió cuando Milo, en el clímax de su historia, saltó sobre una caja, fingiendo luchar contra un pez imaginario. La multitud estalló en risas, y Cale, incapaz de resistirse, se unió al espectáculo, levantándose para “atacar” a Milo con un puñetazo juguetón. Los dos cayeron entre risas, mientras Kalia y Suri los animaban, y el rincón se llenó de un caos alegre. Nara observó, una sonrisa tímida curvando sus labios, agradecida por el momento de normalidad después de semanas de peligro.

Aprovechando que Cale estaba distraído, Alia se acercó a Nara, sentándose en el barril que él había dejado vacío. Su movimiento fue deliberado, su cuerpo inclinado hacia Nara, lo bastante cerca para que la oculta sintiera el calor de su presencia. Alia sonrió, pero sus ojos eran fríos, evaluadores, como los de un depredador marcando territorio.

—Entonces, Nara —dijo, su voz melosa pero cargada de intención—. Parece que Cale está muy… interesado en ti. No para de hablar de tu esfera, de los ocultos. ¿Qué hay entre vosotros dos?

Nara parpadeó, sorprendida por la pregunta directa. Había captado las miradas de Alia, la forma en que se mantenía cerca de Cale, y entendió de inmediato lo que estaba en juego. Pero no tenía interés en complicar las cosas, no cuando su misión era mucho más grande que las rivalidades de la Aurora.

—No hay nada, Alia —respondió, su voz tranquila pero firme, sosteniendo la mirada de la pelirroja—. Cale es amable, me ayudó cuando nadie más lo hizo. Pero no siento nada por él, y él no siente nada por mí. Somos… aliados, supongo. Eso es todo.

Alia arqueó una ceja, claramente no convencida. La franqueza de Nara era desarmante, pero la inseguridad seguía royéndola. Había visto cómo Cale miraba a Nara, no con deseo, sino con una admiración que nunca le había dirigido a ella. Antes de que pudiera responder, Kalia gritó algo sobre un nuevo juego, y Cale, aún riendo, volvió al grupo, su cabello desordenado cayendo sobre su frente.

Alia no perdió tiempo. Se levantó, cruzó el círculo con pasos seguros, y se acercó a Cale, ignorando las risas y los gritos a su alrededor. Se inclinó hacia él, sus labios rozando su oído mientras susurraba algo que nadie más pudo escuchar, su mano descansando posesivamente en su pecho. Luego, sin previo aviso, lo besó, un beso profundo y teatral que hizo que el rincón estallara en silbidos y aplausos. Cale, sorprendido pero atrapado por el momento, respondió por un instante antes de apartarse, su rostro enrojeciendo bajo las miradas de sus amigos.




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