Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

El Llamado del horizonte

La Aurora estaba a un día de la Gran Oscuridad, y la plataforma parecía un organismo vivo al borde del colapso, sus habitantes moviéndose con una urgencia que apenas ocultaba el miedo. Las compuertas estaban selladas, las luces ultravioletas zumbaban en pruebas finales, y el crepúsculo rojizo del horizonte teñía el océano de un rojo ominoso, como si presagiara la llegada de los Umbríos. El aire olía a sal, sudor y el humo acre de las soldaduras, mientras los pasillos de acero resonaban con el eco de pasos y órdenes gritadas. Para Cale, el mundo se había reducido a una certeza: la Aurora no era su hogar, no después de ver a su padre con Sanna y a su madre con Rhem. Su futuro estaba en tierra firme, con la esfera que Nara prometía, y nada —ni la oscuridad, ni los Umbríos, ni las súplicas de su familia— lo detendría.

Cale había recorrido los pasillos de la cubierta inferior, buscando a Milo, su mejor amigo, el único en quien aún podía confiar. Ignoró las preguntas preocupadas de Kalia y el intento posesivo de Alia, que lo había agarrado del brazo con promesas de consuelo que no quería. Su mente estaba demasiado llena de rabia y determinación para ceder a sus encantos. Finalmente, llegó al compartimento de Milo, una sala pequeña que compartía con su familia, aunque Elia, Kael y Suri estaban ocupados en otros turnos. Un ruido desde dentro —un gemido suave, un crujido rítmico— lo hizo dudar, pero empujó la puerta entreabierta y entró, deteniéndose al ver la escena.

Milo estaba en la litera, su cuerpo entrelazado con el de Kess, una arponera de 18 años conocida por su puntería y su valentía en las cacerías marinas. Su cabello rubio, desordenado por el calor del momento, caía sobre sus hombros, y sus manos, fuertes por años de manejar arpones, se aferraban a Milo, sus gemidos llenando el espacio. La lámpara solar colgada en la pared proyectaba sombras danzantes, iluminando el sudor en sus pieles y la intensidad de sus movimientos. Milo, perdido en Kess, no notó la entrada de Cale hasta que ella, con un jadeo, lo vio y se tapó rápidamente con una manta, sus mejillas enrojeciendo de timidez, aunque sus ojos oscuros mostraban más curiosidad que vergüenza.

—¡Cale! — exclamó Milo, separándose de Kess y alcanzando su camiseta con torpeza—. ¡Por el sol, hombre, aprende a llamar!

Kess, aún envuelta en la manta, no se movió de la litera, su postura relajada pero alerta, como si estuviera lista para saltar con un arpón en la mano. No hizo ademán de irse, claramente intrigada por la expresión atormentada de Cale, que parecía a punto de estallar.

Cale, demasiado abrumado para preocuparse por haber interrumpido, cerró la puerta tras él y se apoyó contra la pared, pasándose las manos por el cabello.

—No tengo tiempo para esto, Milo —dijo, su voz tensa, quebrándose en las últimas palabras—. Necesito hablar contigo. Ahora.

Milo, captando la gravedad en su tono, se puso los pantalones rápidamente y se sentó en el borde de la litera, haciendo un gesto para que Cale hablara. Kess, con la manta cubriendo su torso, se quedó en silencio, sus ojos fijos en Cale, como si supiera que lo que diría cambiaría algo.

Cale no se contuvo. Las palabras salieron como un torrente, cada una cargada de rabia y dolor.

—Mis padres son una maldita mentira —espetó, paseándose por el pequeño espacio—. Encontré a mi padre con Sanna, en los almacenes, haciendo… cosas que no debería. Y luego fui a contarle a mi madre, y ¿sabes qué? La encontré besándose con Rhem, el capitán, como si nada. ¡Los dos, Milo! ¡Los dos traicionándose, traicionándome! No puedo seguir aquí, fingiendo que todo está bien, que la Aurora es suficiente. No lo es.

Milo lo miró, sus cejas arqueándose, pero no interrumpió. Kess dejó escapar un suspiro bajo, claramente sorprendida, pero se mantuvo callada, absorbiendo cada palabra, su experiencia como arponera haciéndola sensible a las tormentas emocionales.

Cale siguió, su voz bajando a un tono más determinado, sus manos apretadas en puños.

—He estado pensando en lo que dijo Nara, en la esfera, en los ocultos. Hay algo más allá de esta plataforma, algo que puede detener a los Umbríos. No puedo quedarme aquí, escondiéndome, mientras mis padres se destruyen y el mundo se desmorona. Tengo que ir a tierra firme, Milo. Tengo que encontrar esa esfera.

Milo se puso en pie, su expresión pasando de la sorpresa a la incredulidad. Sacudió la cabeza, su cabello negro cayendo sobre sus ojos.

—¿Estás loco, Cale? —dijo, su voz firme pero cargada de preocupación—. La Gran Oscuridad está a un día. Los Umbríos estarán por todas partes. No puedes ir a tierra ahora. ¡Es un suicidio! Y aunque sobrevivieras, ¿cómo demonios vas a encontrar una mina a cientos de kilómetros? ¡Es una locura!

Cale lo miró, sus ojos verdes brillando con una determinación que Milo no había visto antes. La rabia por sus padres, la chispa de esperanza que Nara había encendido, se habían fusionado en algo inquebrantable.

—No me importa, Milo —dijo, su voz baja pero feroz—. No puedo quedarme aquí, viviendo esta mentira. Nara sabe dónde está la esfera. Voy a buscarla, y cuando tenga todo listo, me iré a tierra firme. Con o sin tu ayuda.

Milo abrió la boca para protestar, pero la mirada de Cale lo detuvo. Había una certeza en su amigo, una fuerza que no podía ignorar. Kess, aún en la litera, rompió su silencio, su voz suave pero clara, con la calma de alguien acostumbrada a enfrentar peligros en el océano.

—Estás hablando en serio, ¿verdad? —dijo, sus ojos fijos en Cale—. Si vas, no estarás solo. Nara irá contigo, ¿no? Y tal vez… tal vez otros también.

Cale la miró, sorprendido por su intervención, pero asintió.

—Nara vendrá. Y si alguien más quiere unirse, que lo haga. Pero no voy a esperar a que la Aurora decida por mí.

Milo suspiró, pasándose una mano por el rostro. Sabía que no podía disuadir a Cale, no cuando estaba así. Se acercó a él, poniendo una mano en su hombro, su tono más suave pero aún preocupado.




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