La Aurora había sucumbido a la Gran Oscuridad. La noche de nueve meses había caído, envolviendo la plataforma en una negrura absoluta rota solo por el resplandor violeta de las luces ultravioletas. Las compuertas estaban selladas, cada una reforzada con barras de acero y sellos hidráulicos, un muro impenetrable contra los Umbríos que ya acechaban en las profundidades del océano. El zumbido de los generadores era un latido constante, y el aire, cargado de sal y metal, parecía más denso, como si la oscuridad misma presionara contra la plataforma. Los habitantes, confinados en sus compartimentos o turnos de guardia, hablaban en susurros, temerosos de que cualquier ruido atrajera a las criaturas. En este aislamiento forzado, las grietas personales se volvían más evidentes, y para Lira y Toren, el descubrimiento de la partida de Cale era una herida que amenazaba con romperlos del todo.
Lira estaba en el compartimento familiar, un espacio estrecho con dos literas, una mesa plegable y un estante de herramientas que ella misma había soldado. La lámpara solar colgaba del techo, proyectando sombras duras sobre su rostro agotado. Su mono de trabajo estaba manchado de grasa, y su cabello castaño, normalmente recogido, caía desordenado sobre sus hombros. Sus ojos verdes, idénticos a los de Cale, estaban enrojecidos, no por lágrimas, sino por una furia y un dolor que no podía expresar. Frente a ella, Toren estaba sentado en una litera, sus manos callosas entrelazadas, su rostro curtido marcado por ojeras profundas. La camisa raída que llevaba estaba desabrochada, y su postura, encorvada, reflejaba una culpa que no podía sacudirse.
El silencio entre ellos era pesado, roto solo por el zumbido distante de la Aurora. Habían evitado hablar desde la Fiesta de la Luz, cada uno atrapado en sus propias traiciones —Toren con Sanna, Lira con Rhem—, pero la desaparición de Cale los había forzado a enfrentarse, aunque fuera por un momento.
—Cale lo sabe todo —dijo Lira, su voz baja pero cortante, como si cada palabra fuera un esfuerzo—. Lo de Sanna. Lo de Rhem. Me lo gritó en la sala de control, Toren. Me miró como si me odiara. Y ahora… no lo encuentro por ninguna parte.
Toren levantó la vista, sus ojos oscuros nublados por la culpa. La imagen de Cale, su hijo, enfrentándolo con esa rabia, era un eco de su propio desprecio por sí mismo. Había querido hablar con él, explicarse, aunque sabía que no había excusa para lo que había hecho con Sanna. Pero la idea de que Cale estuviera evitándolos, perdido en la Aurora, lo golpeó con un miedo que no había sentido desde la destrucción de la Estrella del Alba.
—Voy a buscarlo —dijo Toren, poniéndose en pie, su voz áspera pero decidida—. Tiene que estar en el rincón, o con Milo. No puede haberse ido lejos, no con las compuertas selladas.
Lira lo miró, su expresión endureciéndose.
—¿Crees que va a querer hablar contigo? —espetó, levantándose también, sus manos apretadas en puños—. Después de verte con esa chica, ¿crees que va a escucharte? Esto es tu culpa, Toren. Tuyo y mío. Lo hemos roto, y ahora no sé si podremos arreglarlo.
Toren abrió la boca para responder, pero un destello en la litera de Cale lo detuvo. Sobre la manta, arrugada pero cuidadosamente doblada, había un trozo de tela rasgada, con palabras garabateadas en tinta negra. Lira lo vio al mismo tiempo, y ambos se acercaron, sus movimientos sincronizados por un instinto compartido. Toren tomó la tela, sus manos temblando, y leyó en voz alta, su voz quebrándose con cada palabra.
“Mamá, papá, no puedo quedarme. Sé lo que han hecho, y no puedo vivir con eso. La Aurora no es suficiente. Voy a tierra firme, con Nara, a buscar la esfera que puede detener a los Umbríos. No intenten detenerme. No volveré hasta que lo consiga. —Cale”
El silencio que siguió fue ensordecedor. Lira arrancó la tela de las manos de Toren, sus ojos recorriendo las palabras una y otra vez, como si pudiera cambiarlas con pura voluntad. Su respiración se volvió errática, y cuando levantó la vista hacia Toren, sus ojos brillaban con una mezcla de pánico y determinación.
—¡No! — exclamó, su voz resonando en el compartimento—. No puede haber ido a tierra. No ahora, no con la oscuridad. ¡Voy a buscarlo! Tiene que estar en los muelles, o en algún escondite. ¡No puede haber salido!
Toren la agarró del brazo, no con fuerza, sino con una urgencia que reflejaba su propio miedo.
—Lira, cálmate —dijo, aunque su voz temblaba—. Las compuertas están selladas. Nadie puede salir. Vamos a los muelles, preguntaremos a los guardias. Tiene que estar aquí.
Sin esperar respuesta, salieron del compartimento, corriendo por los pasillos de la Aurora. Las luces violetas proyectaban sombras inquietantes, y los pocos habitantes que encontraron —guardias o ingenieros en turnos nocturnos— los miraron con confusión. Llegaron al muelle oeste, un espacio cavernoso donde las barcas de pesca estaban amarradas, el agua negra lamiendo los pilares. Pero un guardia, un hombre corpulento con un arpón en la mano, los detuvo antes de que pudieran acercarse.
—Nadie entra aquí —dijo, su voz firme—. Órdenes de Gavon. Las compuertas están selladas, y no se abren hasta que vuelva el sol. ¿Qué quieren?
Lira, ignorando la advertencia, dio un paso adelante, su voz quebrándose.
—¡Mi hijo! — gritó—. Cale, se fue con una barca. ¡Tenemos que buscarlo! ¡Abre las compuertas, ahora!
El guardia frunció el ceño, claramente incómodo, pero negó con la cabeza.
—No hay barcas fuera. Las contamos todas antes de sellar. Pero… —Hizo una pausa, su expresión endureciéndose—. Una de las pequeñas, la del muelle oeste, no está. Pensamos que la habían movido para reparaciones, pero nadie lo confirmó.
Lira sintió que el suelo se desvanecía bajo ella. Sus piernas cedieron, y Toren la sostuvo, sus propias manos temblando. La verdad era innegable: Cale había robado una barca, había burlado a los guardias, y ahora estaba en el océano, en plena Gran Oscuridad, con los Umbríos al acecho.