La barca surcaba el océano negro, una mota frágil en la inmensidad de la Gran Oscuridad que había engullido el mundo. La luna, un disco plateado en el cielo, proyectaba su luz fría sobre las olas, creando un sendero de reflejos que parecía guiar a Cale, Nara, Milo y Kess hacia un destino incierto. La primera noche de su viaje a tierra firme, en busca de la esfera que podía destruir a los Umbríos, estaba marcada por una calma inquietante. El chapoteo que los había alertado horas antes —un sonido que había hecho que todos empuñaran sus armas— resultó ser solo un pez grande, o eso esperaban. Ahora, el océano estaba en silencio, roto solo por el ritmo de los remos y el susurro de una brisa suave que mecía la vela improvisada. Para Cale, esta calma era un regalo inesperado, un respiro tras la tormenta de traiciones y decisiones que lo había arrancado de la Aurora.
Cale estaba sentado en la proa, sus manos descansando en la cuerda de la vela, su rostro alzado hacia el cielo. Las estrellas, innumerables y brillantes, seguían fascinándolo, un espectáculo que nunca había imaginado en los ciclos de luz perpetua de la Aurora. La luna, con su resplandor plateado, parecía más cercana ahora, casi como un faro que los vigilaba. Pero lo que más lo cautivaba era la brisa: fresca, cargada del aroma salado del océano, con un toque de algo nuevo, algo que no podía nombrar pero que le recordaba las historias de Vera sobre el mundo antes del cambio. La brisa jugaba con su cabello castaño, despeinándolo, y por un momento, Cale cerró los ojos, dejando que la sensación lo envolviera, un recordatorio de que estaba vivo, libre, en un camino que él había elegido.
—Es como si el océano estuviera respirando con nosotros —dijo Cale, su voz baja pero cargada de maravilla, rompiendo el silencio. Abrió los ojos, mirando a sus compañeros con una sonrisa que contrastaba con la tensión de las últimas horas—. Nunca había sentido algo así. En la Aurora, todo es acero y sudor. Esto… esto es diferente.
Milo, remando en la popa junto a Kess, soltó una risa baja, su cabello negro cayendo sobre sus ojos. La calma lo había relajado, y aunque seguía dudando de la locura de este viaje, la sonrisa de Cale era contagiosa.
—Cuidado, poeta —bromeó, ajustando el remo con un movimiento fluido—. Sigue hablando así, y pensaré que te has enamorado del océano. Aunque, con ese aire soñador, no me sorprendería.
Kess, con su arpón plegable al alcance, sonrió, sus ojos oscuros brillando bajo la luz de la luna. Como arponera, estaba acostumbrada a las noches en el mar, pero incluso ella sentía la magia de esta calma, un contraste con la amenaza constante de los Umbríos.
—Déjalo, Milo —dijo, dándole un codazo juguetón—. No todos los días se ve la luna por primera vez. Aunque, Cale, si te pones a escribir poemas, te lanzo por la borda.
Nara, sentada cerca de Cale con el mapa de tela doblado en su regazo, observó la interacción con una mezcla de diversión y nostalgia. La brisa le recordaba las pocas noches que había pasado en la superficie, lejos de los túneles de la Luz de Ceniza. La camaradería del grupo, aunque nueva, le daba una chispa de esperanza, un eco de la familia que había dejado atrás. Tocó su tatuaje de cenizas instintivamente, anclándose a su propósito, pero permitió que una sonrisa suavizara su expresión.
—Es un buen cambio —dijo, su voz suave pero clara—. En la mina, el aire es pesado, lleno de polvo. Esta brisa… hace que el viaje valga la pena, al menos por ahora.
Cale, animado por la ligereza del momento, se inclinó hacia Milo, una idea brillando en sus ojos.
—¿Sabes qué necesitamos? —dijo, su tono juguetón—. Una canción. Como en la Fiesta de la Luz, cuando todos cantábamos hasta que Vera nos mandaba a callar. Vamos, Milo, tú empiezas.
Milo arqueó una ceja, pero la idea lo atrapó. Dejó el remo por un momento, apoyándolo en el borde de la barca, y comenzó a tararear una melodía familiar, una de las canciones de pesca que los jóvenes de la Aurora cantaban en el rincón. Su voz, aunque no era la mejor, era cálida, llena de vida.
—“Oh, el sol se alza, el mar nos llama” —cantó, marcando el ritmo con palmadas en el muslo—. “Con redes y arpones, la vida ganamos.”
Cale se unió al instante, su voz más fuerte, aunque desafinada, resonando sobre el océano. Se puso en pie, balanceándose ligeramente con el movimiento de la barca, y extendió los brazos como si dirigiera una multitud invisible.
—“Bailan las olas, el viento nos guía” —continuó, riendo entre versos—. “La Aurora es hogar, pero el mar es la vida.”
Kess, incapaz de resistirse, dejó su remo y se sumó, su voz clara y sorprendentemente afinada, añadiendo una armonía que hizo que Milo la mirara con admiración. Golpeó el borde de la barca con los dedos, marcando el ritmo, y su risa se mezcló con la canción.
—“Y si los Umbríos vienen a por mí” —cantó, improvisando un verso—. “Con mi arpón los haré huir.”
Nara, al principio dudosa, observó al trío con una mezcla de sorpresa y diversión. No conocía la canción —las melodías de la Luz de Ceniza eran más lentas, rituales, cantadas en los túneles—, pero la energía del grupo era contagiosa. Escuchó un verso más, captando la melodía, y se unió tímidamente, su voz suave pero firme, siguiendo las palabras lo mejor que podía.
—“El sol se alza… el mar nos llama” —cantó, tropezando con algunas palabras, pero sonriendo cuando Cale le dio un codazo amistoso, animándola a seguir.
La canción creció, desordenada pero llena de vida, un desafío a la oscuridad que los rodeaba. Las voces se mezclaban con el susurro de la brisa, el chapoteo de las olas, y por un momento, el océano negro dejó de ser una amenaza. La luna los iluminaba, las estrellas parecían brillar más fuerte, y la barca, con sus cuatro ocupantes cantando, era un faro de esperanza en un mundo que había olvidado cómo soñar.
Cuando la canción terminó, el grupo estalló en risas, jadeantes y con las mejillas encendidas. Milo se inclinó hacia adelante, fingiendo agotamiento.