La barca de Cale, Nara, Milo y Kess avanzaba lentamente a través del océano negro, envuelta en la Gran Oscuridad que había transformado el mundo en un reino de sombras y amenazas. La luna, aún alta en el cielo, proyectaba su luz plateada sobre las olas, pero su resplandor, que una vez había fascinado a Cale, ahora era una advertencia, un recordatorio de los Umbríos que acechaban en las profundidades. El ataque al otro barco, a pocos kilómetros de distancia, había dejado al grupo en un estado de alerta constante, sus risas y canciones reemplazadas por un silencio tenso, roto solo por el chapoteo de los remos y el susurro de la brisa. La lámpara fosforescente, cubierta parcialmente para no atraer atención, emitía un resplandor verde pálido, apenas suficiente para iluminar sus rostros agotados.
Habían pasado varias horas desde el ataque al otro barco, y aunque no habían visto más sombras bajo el agua, la amenaza seguía presente, un peso que mantenía sus manos cerca de las armas. Milo y Kess, que habían remado sin descanso, estaban visiblemente agotados, sus movimientos más lentos, sus respiraciones pesadas. Cale, sentado en la proa, intercambió una mirada con Nara, que vigilaba el horizonte con su arpón pequeño en la mano. Sin necesidad de palabras, entendieron que era hora de relevarlos.
—Oye, Milo, Kess —dijo Cale, su voz baja pero firme, rompiendo el silencio—. Descansad un rato. Nara y yo tomaremos los remos.
Milo, con el cabello negro pegado a la frente por el sudor, soltó un gruñido de alivio, dejando el remo en el borde de la barca.
—Era hora, héroe —dijo, con un intento de humor que no ocultaba su cansancio—. Mis brazos están a punto de declararme traidor.
Kess, más reservada, asintió, ajustando su arpón plegable antes de sentarse junto a Milo. Sus ojos oscuros escanearon el agua una vez más, su instinto de arponera incapaz de relajarse por completo.
—No os durmáis en el trabajo —dijo, su tono serio pero con una chispa de camaradería—. Y mantened la lámpara baja. No queremos visitas.
Cale y Nara se movieron con cuidado, ocupando los puestos de remo en la popa. La barca se balanceó ligeramente bajo su peso, y el agua negra lamía los costados, un recordatorio constante del peligro. Cale tomó el remo derecho, Nara el izquierdo, y comenzaron a remar en sincronía, sus movimientos torpes al principio pero ganando ritmo con cada palada. La brisa, aún fresca, aliviaba el esfuerzo, y la luna iluminaba el camino, aunque su luz seguía siendo más amenaza que consuelo.
Mientras remaban, un silencio cómodo se instaló entre ellos, diferente al silencio tenso del grupo. Cale, con el sudor perlando su frente, miró a Nara, notando cómo la luz de la lámpara resaltaba las líneas de su rostro, su expresión concentrada pero serena. Había algo en ella —su fuerza, su certeza, su conexión con un mundo que él apenas entendía— que lo atraía, no como Alia lo había hecho, sino de una manera más profunda, más real.
—Tú has hecho esto antes, ¿verdad? —dijo Cale, rompiendo el silencio, su voz suave para no perturbar la calma—. Remar, viajar en la oscuridad. En la Luz de Ceniza, quiero decir.
Nara sonrió, una expresión pequeña pero genuina, mientras mantenía el ritmo del remo.
—No exactamente —respondió, su voz baja, casi un murmullo sobre el chapoteo del agua—. En la mina, nos movíamos por túneles, a pie. Pero en la superficie, a veces, usábamos balsas para cruzar ríos subterráneos. No es lo mismo que este océano, pero… aprendes a confiar en tus instintos. Y en los que están contigo.
Cale asintió, sus ojos fijos en ella por un momento antes de volver al agua.
—Confío en ti —dijo, las palabras saliendo con una sinceridad que lo sorprendió a sí mismo—. Desde que te vi en esa balsa, medio muerta pero todavía luchando, supe que eras diferente. No sé cómo explicarlo, pero… siento que estamos en esto juntos, pase lo que pase.
Nara lo miró, sus ojos castaños encontrando los suyos, y por un instante, el océano, los Umbríos, la esfera, todo se desvaneció. Había una conexión en sus palabras, una que iba más allá de su pacto inicial, más allá de la misión. Era algo que ninguno de los dos podía nombrar, pero que ambos sentían, como un hilo invisible que los unía.
—Yo también confío en ti, Cale —dijo, su voz suave pero cargada de peso—. No muchos habrían arriesgado todo para rescatarme, o para creer en una esfera que ni siquiera han visto. Eres… valiente. Pero no solo eso. Ves más allá de la Aurora, como yo veo más allá de la mina. Eso nos hace iguales.
Cale sintió un calor en el pecho, no el ardor del deseo, sino algo más profundo, más duradero. Siguió remando, pero su mente estaba en sus palabras, en la forma en que ella lo entendía, no solo como un pescador impulsivo, sino como alguien que soñaba con un mundo mejor.
—¿Sabes? —dijo, después de una pausa, su tono más ligero pero aún sincero—. Cuando vi la luna por primera vez, pensé que era lo más increíble del mundo. Pero ahora, hablando contigo… creo que esto, lo que estamos haciendo, es más grande. No solo la esfera, sino… nosotros. Este viaje. Siento que podemos cambiar las cosas, Nara. Juntos.
Nara rió suavemente, un sonido que era raro en ella pero que iluminó su rostro.
—No te pongas demasiado poético, Cale —dijo, aunque sus ojos brillaban con calidez—. Pero sí, lo siento también. Es como si hubiéramos estado buscándonos sin saberlo. Y ahora que estamos aquí… no hay vuelta atrás.
Sus palabras sellaron algo entre ellos, no un romance, sino una conexión más profunda, un lazo de almas que compartían un propósito, un sueño, un riesgo. Mientras remaban, sus movimientos se volvieron más sincronizados, como si sus corazones latieran al mismo ritmo. La barca avanzaba, el océano negro extendiéndose a su alrededor, pero en ese momento, Cale y Nara no estaban solos. Habían encontrado algo que la Gran Oscuridad no podía romper: una alianza que era más que palabras, un vínculo que los sostendría hasta la mina y más allá.