Seis días de remar a través del océano negro habían endurecido a Cale, Nara, Milo y Kess, transformando su determinación inicial en una resistencia forjada por el cansancio, el miedo y una esperanza inquebrantable. La Gran Oscuridad seguía reinando, con la luna plateada y las estrellas como únicos testigos de su viaje hacia la mina de la Luz de Ceniza, donde aguardaba la esfera que podía destruir a los Umbríos. La barca, cargada de provisiones menguantes y armas siempre listas, surcaba las aguas con un ritmo agotador, impulsada por turnos de remo que dejaban los músculos doloridos y las mentes nubladas. La lámpara fosforescente, cubierta para no atraer a las criaturas de las profundidades, proyectaba un resplandor verde pálido que apenas iluminaba sus rostros, marcados por ojeras y una resolución que no cedía.
Cale y Nara, tras relevar a Milo y Kess en los remos, habían encontrado un ritmo sincronizado, sus movimientos reflejando el lazo que habían forjado en charlas y momentos de silencio compartido. Para Cale, cada día con Nara profundizaba una sensación que no podía nombrar del todo: no era el deseo físico que había sentido con Alia, ni la admiración pasajera por una hazaña, sino algo más hondo, como si su alma reconociera en ella una parte esencial de sí mismo. La imagen de Nara durmiendo contra su pecho, sus largas pestañas y su rostro sereno bajo la luna, seguía grabada en su mente, alimentando un calor en su pecho que lo sostenía incluso en los momentos más oscuros.
Era el amanecer del sexto día —o lo que habría sido un amanecer, si el sol no estuviera atrapado en la Gran Oscuridad— cuando Kess, que vigilaba desde la proa, soltó un grito bajo, rompiendo el silencio.
—¡Tierra! — exclamó, señalando hacia el horizonte, donde una línea irregular, apenas visible bajo la luz de la luna, rompía la monotonía del océano—. ¡Es tierra firme, maldita sea!
Cale y Nara detuvieron los remos, sus corazones acelerándose mientras seguían la dirección de su dedo. Milo, que descansaba en la popa, se puso en pie, tambaleándose por la emoción, y entornó los ojos para confirmar. Allí estaba: una costa, oscura y dentada, con acantilados que se alzaban como sombras contra el cielo estrellado. No era la Aurora, no era una plataforma flotante, sino tierra sólida, un mundo que Cale solo conocía por historias y que Nara había abandonado por su misión.
—Es real —murmuró Cale, su voz temblando de asombro, sus ojos verdes brillando con una mezcla de alivio y reverencia—. Lo logramos. Estamos aquí.
Nara, con el mapa de tela en la mano, asintió, sus ojos castaños escaneando la costa con una mezcla de nostalgia y cautela. Reconocía las formas de los acantilados, las marcas de su infancia en la Luz de Ceniza.
—Es la costa norte —dijo, su voz firme pero cargada de emoción—. Estamos cerca de la entrada a la mina. Pero no bajemos la guardia. Los Umbríos son más fuertes en tierra durante la oscuridad.
Milo, con una sonrisa que no podía contener, golpeó el borde de la barca con entusiasmo.
—¡Seis días remando, y no nos comieron! — exclamó, su cabello negro desordenado cayendo sobre su frente—. ¡Eso merece una maldita celebración!
Kess, más reservada pero igual de aliviada, rió, ajustando su arpón plegable con un movimiento practicado.
—Guarda la fiesta, Milo —dijo, aunque sus ojos brillaban—. Primero tenemos que llegar a la orilla sin que algo nos arrastre al fondo.
La emoción de ver tierra firme llenó la barca de una energía renovada, pero antes de que pudieran planear el desembarco, Nara habló, su voz más suave, casi tímida, un contraste con su habitual determinación.
—Es… mi cumpleaños hoy —dijo, mirando al grupo con una sonrisa pequeña, casi avergonzada—. Cumplo diecisiete. Nunca lo he celebrado como se debe, no en la mina. Siempre empezaba la Gran Oscuridad, y… bueno, era más sobre sobrevivir que sobre festejar.
Cale, que había estado ajustando un remo, se giró hacia ella, sus ojos abriéndose con sorpresa y calidez. La idea de que Nara, con todo lo que había enfrentado, nunca hubiera tenido un cumpleaños de verdad lo golpeó, avivando esa sensación profunda que crecía en él cada día.
—¿Diecisiete? —dijo, una sonrisa curvando sus labios—. Eso no pasa desapercibido, Nara. ¡Tenemos que hacer algo, aunque sea en esta barca destartalada!
Milo, siempre rápido para aprovechar un momento de ligereza, dio una palmada, su entusiasmo contagiando al grupo.
—¡Eso es! — exclamó—. ¡Un cumpleaños en el océano, con tierra a la vista! Vamos, todos, ya sabéis qué hacer.
Sin esperar, Milo comenzó a cantar, su voz fuerte y desafinada, pero llena de vida: “¡Feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños a ti!” Kess se unió al instante, su voz más clara, añadiendo una armonía que hizo reír a todos. Cale, con una sonrisa que iluminaba su rostro agotado, se sumó, su voz grave pero sincera, resonando sobre el agua. La canción, simple pero poderosa, llenó la barca, un desafío a la oscuridad que los rodeaba.
Nara, al principio sorprendida, dejó escapar una risa, un sonido puro y lleno de felicidad que transformó su rostro. Sus ojos castaños brillaban bajo la luz de la luna, y por un momento, no era la oculta con una misión, sino una chica de diecisiete años, rodeada de amigos que la celebraban. Cubrió su rostro con las manos, fingiendo vergüenza, pero su risa no se detenía, y el grupo cantó más fuerte, sus voces mezclándose con el susurro de la brisa y el chapoteo de las olas.
Cuando la canción terminó, Cale, impulsado por un impulso que no cuestionó, se acercó a Nara y la envolvió en un abrazo, sus brazos fuertes pero gentiles rodeándola. El calor de su cuerpo, el latido de su corazón, era un ancla en el océano incierto, y la sensación profunda que sentía por ella se intensificó, como si el abrazo sellara algo eterno.
—Feliz decimoséptimo cumpleaños, Nara —dijo, su voz suave pero cargada de emoción, sus ojos encontrando los de ella mientras se separaba lo justo para mirarla—. Vamos a hacer que este año sea diferente. Lo prometo.