Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

Las Hijas del Acantilado

La lancha surcaba el océano negro, su motor rugiendo mientras llevaba a Cale, Nara, Milo, Kess y sus dos rescatadoras hacia la costa norte, donde los acantilados se alzaban como sombras bajo la luna plateada. La Gran Oscuridad seguía dominando el mundo, un manto de negrura que hacía de cada kilómetro un desafío, especialmente tras el ataque de los Umbríos que había volcado la barca del grupo, dejándolos a merced del agua hasta que las dos desconocidas los salvaron. Empapados, exhaustos y con las armas aún en las manos, Cale y sus amigos observaban a las chicas —una al timón, la otra con un rifle improvisado— con una mezcla de gratitud y cautela. La costa, cada vez más cercana, prometía refugio, pero también preguntas: ¿quiénes eran estas mujeres, y cómo habían sobrevivido en un océano que devoraba a todos?

La lancha entró en una ensenada oculta, flanqueada por acantilados que escondían una cueva marina, su entrada apenas visible bajo la luz lunar. El rugido del motor se suavizó al adentrarse, reemplazado por el eco del agua lamiendo las paredes de roca. Una plataforma de madera, reforzada con metal reciclado, aguardaba al final, iluminada por lámparas de cristal fosforescente que proyectaban un resplandor verde azulado. La chica del timón, de cabello corto y oscuro con una cicatriz en la mejilla, atracó con precisión, mientras la otra, con una trenza larga y el rifle al hombro, ayudó al grupo a subir. Sin muchas palabras, las guiaron por un túnel tallado en la roca, iluminado por más lámparas, hasta una caverna amplia que dejó a Cale y sus amigos sin aliento.

La caverna era un refugio subterráneo, un bastión de vida en el corazón del acantilado. Estructuras de madera y metal, construidas con restos de barcos y plataformas, formaban casas, talleres y almacenes. Lámparas fosforescentes colgaban de cuerdas, iluminando a mujeres que trabajaban con propósito: algunas afilaban arpones, otras tejían redes, y unas pocas vigilaban entradas con armas improvisadas. El aire olía a sal, cuero y un toque de algas secas, y el sonido de herramientas, murmullos y el goteo de agua creaba una sinfonía de resistencia. Todas eran mujeres, con edades entre los 26 y los 40, sus rostros curtidos por la supervivencia pero iluminados por una fuerza colectiva que era tanto desafío como esperanza.

La chica de la trenza, que se presentó como Veyra, los llevó a una mesa central, donde una mujer de unos 40 años, con cabello gris trenzado y ojos penetrantes, los esperaba. La otra, llamada Soren, permaneció cerca, su mano rozando la de Veyra en un gesto de afecto sutil pero innegable. Eran pareja, unidas desde el inicio del cambio de rotación, cuando la Gran Oscuridad transformó el mundo y obligó a la humanidad a adaptarse o perecer. Su amor, forjado en la lucha por sobrevivir, era un pilar de la comunidad que habían construido, un faro para las mujeres que habían rescatado y acogido.

La mujer mayor, Tira, líder de la comunidad, los invitó a sentarse con un gesto autoritario pero cálido. Mientras compartían una comida sencilla —algas secas, pescado ahumado y agua filtrada—, la historia de las Hijas del Acantilado se desplegó, un relato de resiliencia, solidaridad y un rechazo deliberado a las estructuras que habían fracasado en el mundo antiguo.

Las Hijas del Acantilado comenzaron con Veyra y Soren, quienes, tras el colapso de su plataforma natal durante los primeros ciclos de la Gran Oscuridad, huyeron en una balsa improvisada. El cambio de rotación había destruido las jerarquías de las plataformas, pero también había amplificado la violencia y la opresión hacia las mujeres, usadas como moneda en un mundo al borde del caos. Veyra, entonces una navegante experta, y Soren, una ingeniera con un talento para improvisar armas, decidieron que no se someterían. Encontraron la cueva marina por casualidad, un refugio natural protegido por su entrada estrecha y la dificultad de acceso para los Umbríos. Allí, comenzaron a construir, usando restos de naufragios y su ingenio para crear un hogar.

Con el tiempo, Veyra y Soren se convirtieron en salvadoras, patrullando el océano y la costa en lanchas reforzadas, rescatando a mujeres que encontraban a la deriva o al borde de la muerte en tierra firme. Cada una había llegado con su propia historia de abuso, traición o pérdida, huyendo de plataformas donde los hombres, y a veces otras mujeres, perpetuaban sistemas de control. La decisión de formar una comunidad exclusivamente femenina no fue por odio, sino por necesidad: querían un espacio donde la fuerza, el amor y la autonomía definieran sus vidas, libres de las dinámicas que las habían roto. Las mujeres que acogieron, con edades entre los 26 y los 40, compartían esa visión, aportando habilidades —desde la pesca hasta la forja— que transformaron la cueva en un bastión autosuficiente.

La comunidad, que ahora contaba con unas 35 mujeres, había perfeccionado su refugio. Cultivaban algas en piscinas subterráneas, destilaban agua de manantiales internos, y fabricaban armas como los rifles de cristal fosforescente de Soren, diseñados para explotar al impacto y repeler a los Umbríos. Sus lanchas, equipadas con luces ultravioletas, les permitían patrullar sin ser detectadas, y su existencia era un secreto celosamente guardado, conocido solo por rumores entre los renegados. Cada mujer era una hermana, algunas amantes, todas unidas por un pacto tácito: proteger su hogar y a quienes lo necesitaban, sin rendirse a la Gran Oscuridad.

Cale, escuchando en silencio, sintió una profunda admiración. La Aurora, con sus traiciones y jerarquías, parecía un eco débil comparada con la fortaleza de las Hijas. Nara, a su lado, observaba con una chispa de reconocimiento, como si viera en estas mujeres un reflejo de su propia lucha en la Luz de Ceniza. Milo, menos contenido, dejó escapar un silbido bajo.

—Esto es… otro nivel —dijo, mirando las estructuras y las armas—. Habéis construido un maldito imperio aquí. ¿Cómo no sabíamos de vosotras?




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