La caverna de las Hijas del Acantilado era un refugio de luz y resistencia, sus lámparas fosforescentes proyectando un resplandor verde azulado que contrastaba con la Gran Oscuridad del mundo exterior. Tras las duchas, la ropa limpia y una cena donde Nara explicó su misión hacia la mina de la Luz de Ceniza, Cale, Nara, Milo y Kess fueron guiados a un rincón de la caverna, donde literas improvisadas de madera y lona prometían un descanso tras seis días de remar. El murmullo de las Hijas trabajando y el goteo de agua en las paredes llenaban el aire, creando una calma frágil. Nara, Milo y Kess, agotados, cayeron pronto en el sueño, sus respiraciones acompasadas resonando en el espacio.
Cale, recostado en su litera con una manta áspera sobre el cuerpo, luchaba por dormir. La imagen de Nara en las duchas, su silueta bajo la luz fosforescente, seguía en su mente, no como deseo, sino como un eco de la conexión profunda que los unía. Pero el peso del viaje —el ataque de los Umbríos, la costa que los esperaba, la esfera— lo mantenía inquieto. Estaba al borde del sueño cuando una sombra se movió cerca, y una figura se acercó a su litera. Era una de las Hijas, una mujer de unos 28 años, con cabello corto y ojos intensos que brillaban bajo la luz tenue. Llevaba una túnica ligera, su postura relajada pero decidida, y se sentó al borde de la litera, su voz un susurro para no despertar a los demás.
—No podía dormir, y te vi despierto —dijo, su tono suave pero directo, una sonrisa pequeña curvando sus labios—. Soy Elyra. He visto cómo miras a tu amiga, la oculta, pero también vi algo más en ti. Algo que entiendo. La soledad del océano… te hace buscar calor, ¿no?
Cale, sorprendido, abrió los ojos de par en par, su corazón acelerándose. La cercanía de Elyra, su voz baja y la forma en que la luz resaltaba sus rasgos, lo dejaron momentáneamente sin palabras. No era como con Nara, cuya conexión era un lazo de alma, ni como con Alia, un deseo pasajero. Era algo nuevo, impulsado por el cansancio, el miedo y la necesidad de sentirse vivo tras días al borde de la muerte.
—¿Qué… quieres decir? —susurró, su voz temblando ligeramente, pero no retrocedió, intrigado por su audacia.
Elyra se inclinó más cerca, su mano rozando la suya en un gesto que era tanto pregunta como invitación. Sus ojos buscaron los de Cale, asegurándose de que él estuviera presente, que entendiera.
—Quiero decir que a veces, en la oscuridad, necesitamos recordarnos que estamos aquí —dijo, su voz cargada de sinceridad—. Si quieres, puedo quedarme. Solo esta noche. Sin promesas, sin complicaciones. Pero solo si tú quieres.
Cale tragó saliva, su mente dando vueltas. La oferta era inesperada, pero la honestidad en sus palabras, la claridad de su consentimiento, lo hicieron asentir lentamente, un calor creciendo en su pecho. Elyra sonrió, y con un movimiento suave, se acercó más, sus labios rozando los de él en un beso lento, cálido, que sabía a sal y esperanza. Cale respondió, sus manos encontrando las de ella, y por un momento, el mundo —los Umbríos, la mina, la Gran Oscuridad— se desvaneció.
La litera crujió ligeramente bajo su peso, pero el silencio de la caverna los envolvió, protegiendo su intimidad. La túnica de Elyra cayó al suelo, y sus cuerpos se acercaron, un baile de sombras bajo la luz fosforescente. No hubo palabras, solo el lenguaje del tacto, de dos personas buscando consuelo en un mundo que no lo ofrecía. La conexión fue breve, intensa, un recordatorio de vida en medio del peligro, y cuando terminó, Elyra se recostó a su lado, su respiración calmándose mientras le dedicaba una última sonrisa.
—Gracias —susurró, antes de levantarse y desaparecer entre las sombras, dejando a Cale solo con sus pensamientos.
Cale, con el corazón aún acelerado, se cubrió con la manta, mirando el techo de la caverna. No sentía culpa, pero sí una mezcla de gratitud y confusión. Elyra le había dado algo que necesitaba, un momento de humanidad, pero su mente volvió a Nara, a la conexión que no podía comparar con esto. El sueño finalmente lo reclamó, pero no sin antes grabar en su corazón la certeza de que, sin importar lo que encontraran en la mina, estos momentos —de conexión, de vida— eran lo que los mantenía en pie.
A la mañana siguiente, la caverna despertaría con planes para la mina, con Nara liderando el camino y las Hijas ofreciendo su apoyo. Pero esa noche, bajo la luz fosforescente, Cale había encontrado un respiro, un recordatorio de que incluso en la Gran Oscuridad, la humanidad seguía buscando luz.
Una semana en la caverna de las Hijas del Acantilado había transformado a Cale, Nara, Milo y Kess, dándoles un respiro tras el brutal viaje a través del océano negro. La Gran Oscuridad seguía reinando más allá de los acantilados, pero dentro de la cueva, las lámparas fosforescentes iluminaban un mundo de resistencia: estructuras de madera y metal, talleres donde las mujeres forjaban armas, y piscinas de algas que aseguraban su supervivencia. Las Hijas, lideradas por Tira y fortalecidas por el vínculo de Veyra y Soren, habían acogido al grupo, compartiendo comida, conocimientos y un plan para llegar a la mina de la Luz de Ceniza, donde aguardaba la esfera que podía destruir a los Umbríos. Pero el tiempo en la cueva también había traído cambios sutiles, especialmente en Cale, cuya conexión con Nara, antes un faro inquebrantable, ahora parecía ensombrecida por una distancia que él mismo había creado.
Durante el día, el grupo trabajaba con las Hijas para preparar el viaje. Soren les enseñó a usar los rifles de cristal fosforescente, cuyos proyectiles explotaban al contacto, mientras Veyra trazó mapas de senderos costeros, marcando zonas donde los Umbríos eran más activos. Milo y Kess, siempre pragmáticos, ayudaban a reforzar mochilas y afilar arpones, mientras Nara, con su experiencia como oculta, coordinaba los detalles, asegurándose de que el grupo estuviera listo para los peligros de la tierra firme. Cale participaba, pero su energía era diferente: sus respuestas eran cortas, sus miradas evitaban las de Nara, y su risa, antes contagiosa, se había apagado. Nara lo notaba, sus ojos castaños siguiéndolo con una mezcla de confusión y dolor, pero no decía nada, enfocándose en la misión como si el silencio pudiera protegerla.