Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

El Valle de la Ceniza

El grupo —Nara, Cale, Veyra, Milo y Kess— había sobrevivido al brutal ataque de los Umbríos en el Desfiladero de las Sombras, pero la pérdida de Elyra y Lira pesaba como una sombra más oscura que la Gran Oscuridad misma. La mina de la Luz de Ceniza, hogar de Nara y escondite de la esfera que podía destruir a los Umbríos, estaba ahora a un día de marcha, al otro lado de un valle cubierto de cenizas y rocas afiladas. La luna, un filo plateado entre nubes negras, ofrecía una luz tenue, mientras las linternas ultravioletas del grupo proyectaban un resplandor púrpura que apenas mantenía a raya la negrura. El aire olía a polvo y podredumbre, un recordatorio de que la tierra firme era el dominio de los Umbríos, y cada paso los acercaba tanto a la esperanza como al peligro.

Tras horas de marcha silenciosa, con los músculos doloridos y las heridas del combate aún frescas, Veyra señaló una formación rocosa en el valle, un semicírculo de piedras altas que ofrecía refugio parcial. El grupo, exhausto y al borde del colapso, acordó tomar un descanso, sabiendo que avanzar sin fuerzas sería un suicidio. Las linternas ultravioletas formaron un perímetro débil, y Kess, con el brazo vendado pero funcional, revisó los rifles fosforescentes, mientras Milo distribuía las últimas raciones de algas secas y pescado ahumado. Veyra, con sangre seca en la mejilla, vigilaba el horizonte, su rifle listo, su rostro endurecido por la pérdida de sus compañeras.

Cale, sentado en una roca plana, miraba al suelo, su cuchillo de pesca en una mano y el rifle fosforescente apoyado a su lado. La muerte de Elyra lo había destrozado, no solo por la conexión física que habían compartido en la cueva, sino por la brutalidad de su final, un recordatorio de lo frágil que era su lucha. Había impuesto distancia con Nara para proteger la misión, creyendo que sus sentimientos por ella eran una debilidad, pero ahora, con Elyra muerta y la mina tan cerca, se sentía perdido, atrapado en un vacío que ni la adrenalina ni el deber podían llenar. Su rostro, iluminado por el resplandor púrpura, estaba tenso, sus ojos verdes apagados por el peso del duelo y la culpa.

Nara, que había estado revisando su mapa de tela, guardó el documento en su mochila y se acercó a él, sus pasos silenciosos sobre la ceniza. Sin decir nada, se sentó a su lado, lo bastante cerca para que sus hombros casi se tocaran. La luz ultravioleta resaltaba el tatuaje de cenizas en su antebrazo, un símbolo de su hogar, y su cabello oscuro caía desordenado sobre sus hombros. Había sentido la distancia de Cale durante días, un dolor que había enterrado bajo su determinación como oculta, pero ahora, viéndolo tan roto, su instinto fue más fuerte que su orgullo.

—Cale —dijo suavemente, su voz un murmullo que no perturbó el silencio del grupo—. Sé que estás herido. Por Elyra, por todo. No tienes que hablar, pero… estoy aquí.

Cale levantó la vista, sorprendido por su cercanía, y por un momento, no supo qué decir. Sus ojos encontraron los de ella, castaños y firmes, pero llenos de una calidez que no había sentido en días. Entonces, Nara extendió su mano, palma hacia arriba, un gesto simple pero cargado de intención. No era una exigencia, sino una oferta, un puente para cruzar el abismo que él había creado.

Cale dudó, su corazón acelerándose, pero luego, lentamente, colocó su mano en la de ella. Sus dedos, ásperos por el viaje, se entrelazaron con los de Nara, y el calor de su piel fue como una chispa en la oscuridad. No era solo el contacto físico; era la certeza de su presencia, la fuerza que siempre había admirado, la conexión que había intentado negar. En ese momento, con sus manos unidas y el valle de cenizas extendiéndose a su alrededor, Cale sintió que el vacío dentro de él comenzaba a llenarse. Elyra le había dado un escape, un refugio temporal, pero Nara… Nara era su ancla, su razón, la única persona que realmente necesitaba.

—Nara —susurró, su voz temblando, las palabras saliendo antes de que pudiera detenerlas—. Lo siento. Por alejarme, por… todo. Pensé que era lo mejor, que los sentimientos nos harían débiles. Pero estaba equivocado. Tú eres lo que me mantiene en pie. Siempre lo has sido.

Nara lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de alivio y vulnerabilidad. Apretó su mano con más fuerza, un gesto que decía más que cualquier palabra.

—No tienes que disculparte, Cale —dijo, su voz baja pero firme—. Sé por qué lo hiciste. Pero la misión, la esfera… no es solo mía, ni tuya. Es nuestra. Y no vamos a lograrlo si no estamos juntos, no solo aquí —levantó sus manos entrelazadas—, sino aquí. —Tocó su propio pecho, justo sobre el corazón.

Cale asintió, una lágrima escapando por su mejilla, no de tristeza, sino de claridad. La muerte de Elyra, el ataque en el desfiladero, todo lo había llevado a este momento, a entender que Nara no era una distracción, sino su fuerza. Se inclinó hacia ella, apoyando su frente contra la de ella, un gesto íntimo pero no romántico, un pacto renovado bajo la Gran Oscuridad. Permanecieron así, respirando al unísono, el calor de sus manos anclándolos en un mundo que intentaba arrancarlos.

Milo, sentado a pocos metros, los observó en silencio, una sonrisa torcida en los labios. Intercambió una mirada con Kess, quien asintió, entendiendo que algo había cambiado. Veyra, aún de guardia, no dijo nada, pero su postura se relajó ligeramente, como si sintiera que el grupo, roto por la pérdida, comenzaba a sanar.

El descanso terminó demasiado pronto. Nara soltó la mano de Cale, pero la conexión entre ellos permaneció, una promesa silenciosa. El grupo recogió sus cosas, ajustó las linternas y los rifles, y reanudó la marcha hacia la mina, ahora a pocas horas de distancia. El valle de cenizas se extendía ante ellos, un paisaje desolado pero cargado de propósito. Los Umbríos podían acechar, pero Cale, con Nara a su lado, sintió por primera vez que podían enfrentarlos, no solo por la esfera, sino por lo que habían encontrado el uno en el otro.




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