Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

El Regreso a la Luz de Ceniza

El valle de cenizas, con su polvo gris y rocas afiladas, había sido un campo de pruebas para Nara, Cale, Veyra, Milo y Kess, cada paso marcado por el eco de los restos humanos descuartizados que encontraron y la amenaza constante de los Umbríos en la Gran Oscuridad. La mina de la Luz de Ceniza, hogar de Nara y refugio de la esfera que podía destruir a los Umbríos, estaba ahora ante ellos, su entrada marcada por un brillo tenue, artificial, que cortaba la negrura como un faro. Las linternas ultravioletas del grupo, casi agotadas, proyectaban un resplandor púrpura débil, pero la conexión reavivada entre Nara y Cale —sellada por sus manos entrelazadas en el valle— les daba la fuerza para enfrentar lo que venía. La pérdida de Elyra y Lira aún dolía, pero la esfera, y la esperanza que representaba, los impulsaba hacia adelante.

El grupo avanzó por un sendero descendente, la ceniza crujiendo bajo sus botas, hasta llegar a una puerta de metal reforzado incrustada en la pared rocosa del valle. La entrada, erosionada por el tiempo pero protegida por runas talladas —símbolos de los ocultos—, estaba flanqueada por dos guardias armados con arpones largos y lámparas fosforescentes. Sus rostros, tatuados con cenizas como el de Nara, se tensaron al ver al grupo, pero al reconocerla, uno de ellos, una mujer de unos 30 años, bajó su arma, sus ojos abriéndose con sorpresa.

—¿Nara? —dijo, su voz mezcla de incredulidad y alivio—. ¡Por la Luz, eres tú! Pensamos que habías muerto en el océano.

Nara, con su arpón pequeño en la mano, dio un paso adelante, su rostro iluminado por el brillo de la entrada. —No estoy muerta, Sira —respondió, su voz firme pero cálida—. Traigo aliados. Hemos cruzado el océano por la esfera. Déjanos entrar.

El otro guardia, un hombre mayor, escudriñó a Cale, Veyra, Milo y Kess con desconfianza, pero al ver el tatuaje de cenizas en el antebrazo de Nara, asintió. —La junta querrá verte —dijo, golpeando la puerta con un código rítmico. El metal chirrió al abrirse, revelando un túnel iluminado por cristales fosforescentes incrustados en las paredes, su luz verde azulada proyectando sombras danzantes.

El grupo entró, el aire cambiando de la podredumbre del valle a un olor a tierra y metal, familiar para Nara pero extraño para los demás. El túnel desembocó en una caverna amplia, el corazón de la Luz de Ceniza: un refugio subterráneo donde los ocultos habían sobrevivido generaciones. Estructuras de piedra y madera albergaban talleres, almacenes y hogares, mientras lámparas fosforescentes iluminaban a docenas de personas —hombres, mujeres, niños— trabajando, entrenando o rezando ante altares de ceniza. La caverna vibraba con vida, pero también con una tensión palpable, como si la Gran Oscuridad hubiera dejado su marca incluso aquí.

Antes de que Nara pudiera orientar al grupo, un joven alto, de unos 20 años, con el mismo cabello oscuro y ojos castaños que ella, se acercó corriendo. Era su hermano, Kael, su rostro una mezcla de furia y alivio. Sin mediar palabra, la tomó por los hombros, su voz temblando mientras la regañaba.

—¡Nara, maldita sea! —espetó, sus manos apretándola con fuerza—. ¡Te fuiste sin decir nada, cruzaste el océano como si no importara! ¿Sabes lo que nos costó creer que seguías viva? ¡La junta casi me destierra por defenderte!

Nara, imperturbable, sostuvo su mirada, su expresión suavizándose. —Kael, lo hice por la esfera —dijo, su voz calma pero cargada de convicción—. Sabes lo que significa. No podía quedarme, no cuando los Umbríos están ganando.

Kael frunció el ceño, listo para replicar, pero al ver al grupo detrás de ella —Cale con su rifle fosforescente, Veyra con su porte de guerrera, Milo y Kess con sus arpones— y al notar la determinación en los ojos de su hermana, su enojo cedió. Soltó un suspiro, una sonrisa orgullosa curvando sus labios.

—Cruzaste el océano, trajiste aliados, y estás aquí —dijo, su voz más suave—. Eres imposible, Nara, pero… estoy orgulloso. Siempre lo he estado.

Antes de que Nara pudiera responder, otra figura se acercó, un hombre joven, de unos 18 años, con cabello corto y un tatuaje de cenizas más intrincado que el de ella. Era Taran, el amor imposible de Nara, un oculto prometido a otra por las leyes de la tribu, su relación prohibida por la junta. Sin dudarlo, Taran la envolvió en un abrazo, sus brazos apretándola con una mezcla de preocupación y alivio, su rostro enterrado en su hombro.

—Nara, pensé que te había perdido —murmuró, su voz quebrándose—. No vuelvas a irte así, por favor.

Nara, sorprendida, devolvió el abrazo brevemente, pero su rostro mostró una mezcla de cariño y restricción, consciente de las miradas a su alrededor. —Estoy bien, Taran —dijo, separándose con suavidad—. Tenemos trabajo que hacer. La esfera es lo primero.

Cale, de pie a pocos pasos, sintió un nudo en el pecho al ver el abrazo. La conexión con Nara, reavivada en el valle, era su ancla, pero la imagen de Taran, tan cercano, tan familiar con ella, despertó una punzada de celos que no esperaba. No era posesividad, sino un temor profundo de que su lugar junto a ella, ganado a través de sangre y sacrificio, pudiera no ser único. Apretó el mango de su rifle, su rostro una máscara de neutralidad, aunque sus ojos verdes traicionaron un destello de dolor. Nadie lo notó, ni siquiera Nara, ocupada calmando a Taran, pero el sentimiento lo siguió mientras el grupo avanzaba.

Kael, tomando el mando, los guió hacia el centro de la caverna, donde la junta de los ocultos aguardaba. —La esfera no es un secreto aquí —explicó, mirando a Nara—. Pero convencer a la junta de usarla, de arriesgar la mina… eso será tu batalla, hermana.

Nara asintió, su determinación intacta, pero su mirada se desvió hacia Cale por un instante, buscando su apoyo. Él le devolvió un asentimiento, su celos enterrados bajo el peso de la misión. Veyra, Milo y Kess, impresionados por la caverna pero alerta, se mantuvieron cerca, sus armas listas, conscientes de que incluso en este refugio, la Gran Oscuridad podía encontrarlos.




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