Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

El Prado de las Sombras

La caverna de la Luz de Ceniza era un bastión de resistencia, sus lámparas fosforescentes iluminando la vida de los ocultos mientras Nara y Kael enfrentaban a la junta para defender la misión de la esfera. Fuera de la mina, Cale, Veyra, Milo y Kess aguardaban en un rincón de la caverna, rodeados por estructuras de piedra y el murmullo de los habitantes. Taran, el amor imposible de Nara, permanecía cerca, su presencia una espina silenciosa para Cale, cuyos celos se mezclaban con la certeza de su conexión con ella. La junta había exigido evaluar a los forasteros al día siguiente, y la tensión de la espera pesaba sobre el grupo, sus cuerpos agotados por el viaje pero sus mentes alerta, sabiendo que la Gran Oscuridad no ofrecía tregua. Sin embargo, a pocos kilómetros de la mina, en un prado abierto bajo la negrura eterna, un drama más inmediato y brutal estaba a punto de desplegarse, uno que resonaría con los ecos de la lucha que Cale y sus compañeros enfrentaban.

A unos tres kilómetros al noreste de la Luz de Ceniza, un grupo de dieciséis renegados —ocho mujeres, cinco hombres y tres niños— avanzaba con pasos cautelosos por un prado de hierba muerta, sus figuras encorvadas para evitar ser detectados. Habían escapado de una plataforma destruida, la Cresta del Alba, buscando refugio en rumores de la mina de los ocultos. Sus ropas, harapos cosidos con cuero y tela reciclada, estaban sucias por días de huida, y sus armas —cuchillos improvisados, arpones rotos y un único rifle oxidado— eran más esperanza que defensa. El prado, rodeado por colinas bajas y salpicado de rocas, parecía un respiro tras los senderos rocosos, pero la Gran Oscuridad lo convertía en un escenario traicionero, donde la luna apenas delineaba las sombras.

La líder del grupo, una mujer de unos 35 años llamada Maris, con cabello corto y una cicatriz en la mandíbula, guiaba la marcha, sus ojos grises escaneando el horizonte. A su lado, un hombre corpulento, Dren, de unos 40 años, cargaba a una niña de seis años, Liva, cuya respiración era un jadeo por el cansancio. Los otros niños, un niño de ocho años llamado Tor y una niña de diez, Seli, caminaban junto a una mujer joven, Kalia, que los mantenía cerca, susurrándoles palabras de aliento. El grupo se movía en silencio, conscientes de que los Umbríos terrestres, más grandes y astutos que los del océano, cazaban en estas tierras.

—Maris, ¿cuánto falta? —susurró Dren, su voz baja, ajustando a Liva en sus brazos—. Los niños no aguantarán mucho más.

Maris, sin detenerse, miró el mapa rudimentario que llevaba, una tela marcada con carbón. —Dos kilómetros, quizás menos —respondió, su tono firme pero tenso—. La mina está cerca, pero este prado es un riesgo. Mantened los ojos abiertos.

Kalia, sujetando las manos de Tor y Seli, apretó los labios, su rostro pálido. —¿Y si los ocultos no nos aceptan? —preguntó, su voz temblando—. Hemos perdido a tantos…

—No pienses en eso ahora —cortó Maris, aunque su mirada suavizó—. Si los rumores son ciertos, la mina es un refugio. Pero primero tenemos que llegar. Silencio, todos.

El grupo avanzó, sus pasos amortiguados por la hierba seca, pero el silencio del prado era opresivo, roto solo por el susurro del viento. Una de las mujeres, una arquera llamada Vina, de unos 30 años, se detuvo, su arco improvisado tensándose mientras señalaba una colina cercana. —Algo se movió ahí —susurró, su voz afilada por el miedo—. No es el viento.

Dren, girándose con Liva en brazos, frunció el ceño. —¿Estás segura? No veo nada.

Antes de que Vina pudiera responder, un siseo agudo rasgó el aire, seguido por un crujido de roca desde la colina. Sombras largas y segmentadas, con ojos ardientes como brasas, surgieron de la oscuridad, cinco Umbríos terrestres, cada uno del tamaño de un bote, sus garras reluciendo bajo la luz lunar. Sus movimientos eran coordinados, no un ataque ciego, sino una emboscada calculada. El grupo de renegados se congeló, el terror paralizándolos por un instante antes de que el caos estallara.

—¡Formad un círculo! —gritó Maris, desenvainando un machete improvisado—. ¡Proteged a los niños!

Los renegados obedecieron, formando un anillo tambaleante, los niños en el centro, sus armas levantadas. Liva, en los brazos de Dren, sollozó, mientras Tor y Seli se aferraban a Kalia, sus rostros pálidos. Vina disparó una flecha, que rebotó inútilmente contra el caparazón de un Umbrío, y el rifle oxidado, en manos de un hombre llamado Gav, emitió un clic inútil, atascado.

—¡Maldita sea, dispara! —gritó Gav, golpeando el arma, pero un Umbrío lo embistió, sus garras atravesándole el pecho. Su grito se cortó, sangre salpicando la hierba mientras su cuerpo era arrastrado a la oscuridad.

—¡Gav! —chilló Vina, disparando otra flecha, pero un segundo Umbrío la alcanzó, sus mandíbulas cerrándose sobre su brazo. Ella gritó, apuñalando con un cuchillo, pero la criatura la lanzó contra una roca, su cuerpo cayendo inerte, el arco roto a su lado.

Maris, blandiendo su machete, cortó el flanco de un Umbrío, sangre negra brotando, pero la criatura apenas se inmutó, girándose hacia ella con un siseo. Dren, dejando a Liva con Kalia, cargó con un arpón, clavándolo en el ojo de otro Umbrío, que chilló y retrocedió, pero un tercero lo atrapó, sus garras destrozándole la espalda. —¡Liva, corre! —gritó Dren, antes de que su voz se apagara, su cuerpo desgarrado en pedazos.

Kalia, con los tres niños aferrados a ella, intentó huir, corriendo hacia una roca para cubrirse. —¡Quedaos conmigo! —sollozó, su cuchillo temblando en la mano. Tor, con lágrimas en los ojos, gritó: —¡Quiero a mi papá! —mientras Seli, muda de terror, se aferraba a su pierna. Un Umbrío los alcanzó, su garra rozando a Kalia, que gritó y apuñaló ciegamente, pero la criatura era demasiado fuerte, lanzándola al suelo.

Maris, viendo a los niños en peligro, corrió hacia ellos, su machete cortando el aire. —¡Dejadlos, malditos! —rugió, clavando su arma en el lomo de un Umbrío, pero otro la embistió, sus mandíbulas cerrándose sobre su pierna. Ella gritó, cayendo, y con un último esfuerzo, lanzó su machete hacia Kalia. —¡Coge a los niños, huye! —jadeó, antes de que el Umbrío la destrozara, su sangre manchando la hierba.




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