Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

Sombras en la Mesa

La caverna de la Luz de Ceniza era un refugio iluminado por lámparas fosforescentes, un bastión de los ocultos donde la vida resistía bajo la opresión de la Gran Oscuridad. Nara y Kael habían salido de su reunión con la junta, dejando a Cale, Veyra, Milo y Kess con la promesa de una evaluación al día siguiente para decidir el destino de la esfera que podía destruir a los Umbríos. La tensión entre Cale y Taran, avivada por un interrogatorio cargado de celos y preguntas sin respuesta, seguía vibrando en el aire, aunque la aparición de Nara había detenido el enfrentamiento. Ahora, con la noche avanzando en la mina, el grupo necesitaba descanso y comida, pero en la Luz de Ceniza, incluso los momentos de calma traían conflictos inesperados.

Taran, asumiendo su rol de guía, condujo a Cale, Veyra, Milo y Kess por un pasillo lateral de la caverna, sus pasos resonando en la piedra. Su rostro seguía tenso tras el intercambio con Cale, pero mantuvo un tono cortante y profesional.

—Os llevaré a las celdas de descanso —dijo, sin girarse—. No son cómodas, pero sirven. La comida será pronto, y Nara querrá que estéis allí.

Cale, con su rifle fosforescente al hombro, caminaba en silencio, su mandíbula apretada por las palabras de Taran. La pregunta que le había lanzado —¿qué sentía Taran por Nara?— seguía sin respuesta, y el abrazo de Taran con ella ardía en su memoria. Veyra, siempre vigilante, observaba la estructura de la mina, impresionada por su organización, mientras Milo y Kess, agotados, intercambiaban comentarios sobre el aroma a comida que se filtraba.

—Huele a algo que no apesta a océano —murmuró Milo, con una sonrisa cansada—. Espero que tengan algo sólido.

Kess, ajustando el vendaje en su brazo herido, gruñó. —Si es caliente, me vale. Pero no me gusta cómo nos miran. Somos forasteros, y se nota.

El pasillo desembocó en una serie de celdas excavadas en la roca, cada una con una litera de madera, una manta áspera y una lámpara fosforescente pequeña. Taran señaló las celdas con un gesto seco.

—Escoged una —dijo—. Dejad vuestras cosas y volved al comedor en una hora. No os perdáis; la mina es un laberinto.

Cale asintió, su voz fría. —Entendido. —Entró en una celda, dejando su mochila y rifle, pero su mente estaba en Nara, en Taran, en la esfera. Veyra, Milo y Kess ocuparon celdas cercanas, y tras unos minutos para quitarse el polvo del valle con agua de un barril, se reunieron en el pasillo, listos para comer.

El comedor era una caverna más pequeña, con mesas largas de piedra y bancos llenos de ocultos compartiendo sopa de algas, pan de raíces y carne seca. Las lámparas fosforescentes proyectaban un resplandor verde azulado, y el murmullo de conversaciones se mezclaba con el tintineo de cuencos. Nara, Kael y Taran estaban sentados en una mesa central, y Nara les hizo un gesto para que se unieran. Cale, al verla, sintió un alivio que chocaba con el nerviosismo, su conexión con ella fuerte pero ensombrecida por Taran.

—Sentaos —dijo Nara, su voz cálida pero agotada, señalando los bancos—. Hay comida suficiente, y tenemos que hablar de mañana.

Kael, a su lado, sonrió, su orgullo por su hermana evidente. —La junta no será fácil —dijo, pasando un cuenco de sopa a Veyra—. Pero Nara los hizo pensar. Vosotros tendréis que demostrar que no sois un peligro.

Milo, tomando un trozo de pan, gruñó. —No somos un peligro, pero traemos rifles fosforescentes y sabemos usarlos. Eso debería valer algo.

Kess, sorbiendo la sopa, asintió. —Si quieren la esfera, necesitarán acción, no solo palabras. Los Umbríos no esperan.

Taran, sentado frente a Nara, miraba a Cale de reojo, su cuerpo rígido tras el enfrentamiento anterior. No hablaba, pero su tensión era evidente, sus manos apretadas alrededor de su cuenco. Cale, junto a Veyra, respondía a Nara con frases cortas, su mandíbula tensa cada vez que Taran se inclinaba hacia ella o le pasaba un trozo de pan.

Nara, captando la atmósfera pero centrada en la misión, explicó los detalles de la evaluación. —La junta quiere veros en acción —dijo, mirándolos uno a uno—. Puede que os pidan mostrar vuestras habilidades o hablar de las plataformas y las Hijas del Acantilado. Vren, la líder, es dura, pero justa. Si demostráis que creéis en la esfera, nos escucharán.

Antes de que Cale pudiera responder, un grito agudo rompió el murmullo del comedor. Una joven de unos 18 años, con cabello largo trenzado y un tatuaje de cenizas en la mejilla, se acercó a la mesa, su rostro encendido de furia. Era Lir, la exnovia de Taran, y en sus manos llevaba un cuenco de agua que, sin dudar, lanzó sobre él, empapándole la cara y el pecho. El comedor quedó en silencio, todas las miradas fijas en la escena.

—¡Eres un miserable, Taran! —gritó Lir, su voz temblando de rabia—. ¡Me dejaste como si no valiera nada, después de todo lo que pasamos! ¿Crees que puedes desecharme y seguir como si nada, héroe de la mina?

Taran, con agua goteando de su rostro, se puso de pie, sus manos levantadas en un gesto defensivo. —Lir, cálmate, por favor —dijo, su voz tensa, intentando apaciguarla—. No quise hacerte daño. Lo nuestro… no estaba funcionando. Lo siento.

Lir rió con amargura, sus ojos brillando con lágrimas, pero su tono se volvió mordaz, cargado de indirectas. —¡No funcionaba, claro! —espetó, cruzando los brazos—. ¿Y por qué será, Taran? ¿Porque estás demasiado ocupado corriendo detrás de ciertas ocultas que vuelven como salvadoras? —Miró de reojo a Nara, sin nombrarla, pero la insinuación era clara—. ¡Patético! Sigues soñando con alguien que nunca mirarás como tú quieres, y yo pagué el precio.

Cale, con la mandíbula apretada, sintió una oleada de celos renovada, no solo por Taran, sino por la confirmación implícita de sus sentimientos hacia Nara. Sus manos se cerraron en puños bajo la mesa, pero mantuvo el silencio, su rostro una máscara de control. Nara, con el ceño fruncido, se levantó, su voz cortante como un arpón.




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