La caverna de la Luz de Ceniza comenzaba a aquietarse, las lámparas fosforescentes atenuando su resplandor verde azulado mientras los ocultos se retiraban a sus celdas tras un día cargado de tensiones. La comida en el comedor, marcada por el estallido de Lir contra Taran y la confrontación privada de Kael con su amigo, había dejado al grupo —Nara, Cale, Veyra, Milo, Kess, Kael y Taran— exhausto, pero con la mente fija en la evaluación de la junta al día siguiente. La esfera, capaz de destruir a los Umbríos, estaba más cerca, pero las fracturas emocionales en el grupo amenazaban con complicar la misión. Mientras los demás buscaban descanso, Cale y Nara encontraron un momento para reconectar, no con palabras profundas, sino con la ligereza que tanto necesitaban, aunque no sin ser observados por una sombra silenciosa.
Tras la comida, el grupo siguió a Taran de vuelta a las celdas de descanso, un conjunto de pequeñas cámaras excavadas en la roca de la mina. El pasillo, iluminado por lámparas fosforescentes débiles, olía a tierra y metal, un contraste con el polvo del valle de cenizas. Taran, aún tenso tras su conversación con Kael, señaló las celdas con un gesto brusco.
—Dormid lo que podáis —dijo, su voz apagada, evitando los ojos de Cale—. La junta os querrá temprano. No os perdáis.
Milo, bostezando, se dejó caer en una litera, su mochila golpeando el suelo. —Si tienen camas peores que las de la Aurora, me sorprenderé —murmuró, ya medio dormido.
Kess, revisando su arpón antes de guardarlo, gruñó. —Duerme, Milo. Mañana tendremos que impresionar a esos ocultos, y no quiero que ronques en la evaluación.
Veyra, siempre práctica, revisó su rifle fosforescente y lo colocó junto a su litera. —Descansad, pero mantened las armas cerca —dijo, su tono serio—. Este lugar es un refugio, pero los Umbríos no están tan lejos.
Kael, caminando junto a Nara, le dio un apretón en el hombro. —Buen trabajo hoy, hermana —dijo, su voz cargada de orgullo—. Duerme un poco. Mañana será duro.
Nara asintió, su rostro cansado pero resuelto. —Lo sé. Gracias, Kael. —Miró a Cale, una chispa de calidez en sus ojos castaños—. Nos vemos mañana, ¿sí?
Cale, con su cuchillo de pesca en la cintura y el rifle al hombro, sintió un nudo en el pecho, no de celos esta vez, sino de gratitud por su presencia. —Claro —dijo, forzando una sonrisa—. Descansa, oculta.
El grupo se dispersó, cada uno entrando en su celda. Taran, tras asegurarse de que todos estaban ubicados, se dirigió a su propia cámara, pero su mente seguía revuelta, atrapada entre las mentiras que le había dicho a Kael y los sentimientos por Nara que no podía confesar. Kael se quedó un momento en el pasillo, observando a su hermana antes de retirarse, su instinto protector aún alerta.
Cale, sin embargo, no entró en su celda de inmediato. Mientras colocaba su mochila en la litera, vio a Nara detenerse en el pasillo, ajustando su arpón pequeño y mirando una lámpara fosforescente como si intentara ordenar sus pensamientos. Algo en su postura —la curva de sus hombros, el cansancio en su rostro— lo impulsó a acercarse.
—Oye, Nara —dijo, manteniendo la voz baja para no despertar a los demás—. ¿No vas a dormir todavía?
Nara giró, sorprendida, pero una sonrisa pequeña curvó sus labios. —No sé si puedo —admitió, su tono ligero pero honesto—. Después de todo lo de hoy… mi cabeza no para.
Cale, sintiendo el mismo peso, señaló un banco de piedra al final del pasillo, iluminado por una lámpara tenue. —¿Quieres sentarte un rato? —preguntó—. No tenemos que hablar de la junta, ni de la esfera, ni de… bueno, nada serio.
Nara rió, un sonido suave que resonó en el pasillo silencioso, y asintió. —Me parece bien —dijo, caminando con él hacia el banco—. Algo de trivialidad no nos hará daño.
Se sentaron juntos, el banco frío bajo ellos, la luz fosforescente proyectando sombras suaves en sus rostros. Por un momento, simplemente se quedaron en silencio, el peso del viaje y las tensiones del día desvaneciéndose en la calma de la mina. Luego, Nara rompió el hielo, señalando el tatuaje de cenizas en su antebrazo.
—¿Sabes? —dijo, con una sonrisa juguetona—. Cuando era niña, odiaba estas marcas. Pensaba que me hacían parecer un mapa viejo. Intenté lavármelas una vez con agua de algas. Kael no me dejó olvidarlo nunca.
Cale rió, el sonido sorprendiéndolo a sí mismo, una liberación que no había sentido en días. —Eso es algo que me gustaría haber visto —dijo, recostándose contra la pared—. Yo hice cosas peores. Una vez, en la Aurora, intenté pescar un pez con las manos porque quería impresionar a los mayores. Terminé cayendo al agua y perdiendo un zapato.
Nara soltó una carcajada, cubriéndose la boca para no hacer ruido. —¿Un zapato? —preguntó, sus ojos brillando con diversión—. ¿Y cómo explicaste eso?
—Dije que un Umbrío me lo robó —respondió Cale, sonriendo—. Nadie me creyó, pero me gané el apodo de “Pie Descalzo” por un ciclo entero.
Las risas continuaron, cada uno compartiendo historias pequeñas, insignificantes, pero llenas de vida: Nara habló de cómo solía esconderse en los túneles de la mina para evitar las lecciones de los ocultos, y Cale contó cómo una vez rompió una red de pesca intentando lanzarla como arpón. No hablaron de la esfera, ni de Taran, ni de los celos que habían marcado el día. Era solo ellos, dos personas encontrando un respiro en la Gran Oscuridad, sus risas un bálsamo contra el cansancio.
Sin que lo supieran, Taran no había ido directamente a su celda. Incapaz de dormir, había vuelto al pasillo para buscar a Kael, esperando aclarar las cosas tras su conversación, pero al doblar una esquina, los vio: Cale y Nara sentados en el banco, riendo, sus rostros iluminados por la lámpara fosforescente. La escena lo golpeó como una garra de Umbrío, no porque estuvieran haciendo algo malo, sino por la facilidad, la intimidad entre ellos, algo que él, a pesar de conocer a Nara toda su vida, nunca había tenido de esa forma.
Taran se quedó inmóvil, escondido en las sombras del pasillo, su corazón apretándose. Sabía que Nara lo veía como un hermano, un amigo, pero sus sentimientos, los que había enterrado bajo mentiras a Kael y su compromiso roto con Lir, eran más profundos. Verla reír con Cale, un forastero que había cruzado el océano por ella, avivó un dolor que no podía nombrar. No eran celos posesivos, sino una tristeza silenciosa, la certeza de que Nara, incluso si no lo sabía, estaba construyendo algo con Cale que él nunca podría tener.
Apretó los puños, su tatuaje de cenizas tensándose en su brazo, y dio un paso atrás, retrocediendo sin hacer ruido. No dijo nada, no los interrumpió. Sabía que confrontarlos no cambiaría nada, y la misión —la esfera, la seguridad de Nara— era más importante que su corazón. Con un último vistazo, se giró y desapareció en el pasillo, sus pasos silenciosos, su figura tragada por la penumbra de la mina.
En el banco, Nara y Cale seguían hablando, ajenos a los ojos que los habían observado. Nara, inclinándose hacia adelante, sonrió. —Deberías haber visto a Kael intentando cocinar una vez —dijo, riendo—. Quemó una olla entera de sopa de algas. La mina olió a carbón por días.
Cale, riendo, negó con la cabeza. —Eso explica por qué es mejor con un arpón que con una cuchara.
El momento se alargó, pero el cansancio finalmente los alcanzó. Nara se puso de pie, estirándose, su arpón balanceándose en su cinturón. —Deberíamos dormir —dijo, su voz suave—. Mañana será un día largo.
Cale asintió, levantándose, una calidez nueva en su pecho, no romántica, sino la certeza de que Nara era su hogar, sin importar lo que viniera. —Sí, tienes razón —dijo, sonriendo—. Gracias por esto, Nara. Lo necesitaba.
Ella le devolvió la sonrisa, sus ojos castaños brillando bajo la luz fosforescente. —Yo también. Vamos, pescador. La esfera nos espera.
Se separaron, cada uno hacia su celda, el eco de sus risas quedando en el pasillo. La Luz de Ceniza dormía, pero fuera, los niños del prado —Liva, Tor y Seli— seguían escondidos, y la Gran Oscuridad aguardaba, lista para probar la fuerza del grupo en la evaluación que decidiría el destino de la esfera.
En el prado de hierba muerta, donde los Umbríos habían masacrado a los renegados de la Cresta del Alba, el silencio era ahora un peso opresivo, roto solo por el susurro del viento y el crujir de la ceniza bajo los pies temblorosos de Liva, Tor y Seli. Los tres niños, los únicos sobrevivientes del grupo de dieciséis, seguían acurrucados tras una roca, sus rostros pálidos manchados de lágrimas y polvo. Liva, de seis años, aferraba un jirón de tela, todo lo que le quedaba de su madre, mientras sollozaba en voz baja. Tor, de ocho, con el cabello desordenado y los ojos abiertos de terror, apretaba una piedra en la mano, su único intento de valentía. Seli, de diez, la mayor, intentaba mantenerlos juntos, su voz temblando mientras los guiaba, aunque el miedo la consumía.
El prado estaba manchado de sangre, los cuerpos de Maris, Dren, Kalia y los demás arrastrados por los Umbríos, dejando solo fragmentos de ropa y armas rotas. Los niños habían esperado, inmóviles, hasta que los siseos de las criaturas se desvanecieron, pero el miedo los mantenía pegados a la roca. Finalmente, Seli, con el corazón acelerado, se obligó a hablar, su susurro apenas audible.
—No podemos quedarnos aquí —dijo, sus ojos escaneando la oscuridad—. Los Umbríos podrían volver. La mina… la mina de los ocultos está cerca. Maris dijo que estaba al sur, donde hay un brillo.
Tor, apretando la piedra, sacudió la cabeza, su voz quebrándose. —¡No quiero moverme! —susurró, su cuerpo temblando—. Escuché algo… ahí, en las colinas. ¡Nos encontrarán!
Liva, con lágrimas cayendo, se aferró al brazo de Seli. —¿Y si vienen? —sollozó—. Mamá… mamá se fue por ellos…
Seli tragó saliva, sus manos temblando mientras tomaba las de Tor y Liva, uniéndolos en una cadena frágil. —No vendrán si nos movemos rápido —dijo, más para convencerse que a ellos—. Agarraos de mí, fuerte. Vamos al sur, hacia el brillo. No miréis atrás, ¿entendido?
Los niños, con el corazón en la garganta, se levantaron, sus pequeñas figuras apenas visibles bajo la luna plateada. Iban agarrados de la mano, Seli al frente, Tor en el medio y Liva atrás, sus pasos vacilantes sobre la hierba muerta. Cada sonido —el crujir de una rama, el roce del viento, el eco de una piedra suelta— los hacía brincar de miedo, sus cuerpos tensándose como si un Umbrío estuviera a punto de surgir.
—¡Eso fue algo! —jadeó Tor, deteniéndose tras un chasquido lejano, sus ojos abiertos de pánico—. ¡Lo oí, Seli, lo oí!
—Es solo el viento —susurró Seli, aunque su voz temblaba, su mano apretando la de Tor con más fuerza—. Sigue caminando, Tor. No pares.
Liva, tropezando con una raíz, soltó un gemido, pero Tor la sostuvo, su piedra cayendo al suelo. —No llores, Liva —susurró, intentando ser valiente—. Estamos juntos, ¿sí?
Seli asintió, su mirada fija en el horizonte, donde un brillo tenue, apenas perceptible, marcaba la dirección de la mina. —Eso es —dijo, su voz más firme, aunque el miedo la carcomía—. Juntos. No soltéis mi mano.
El prado dio paso a un sendero rocoso, flanqueado por colinas bajas que parecían observarlos. La ceniza cubría el suelo, dificultando cada paso, y la Gran Oscuridad parecía apretarse a su alrededor, sus sombras moviéndose como si tuvieran vida propia. Un aullido lejano, quizás un animal o algo peor, hizo que los tres se detuvieran, sus respiraciones entrecortadas.
—¿Qué fue eso? —sollozó Liva, apretándose contra Seli, sus dedos pequeños clavándose en su brazo.
—No lo sé —admitió Seli, su corazón acelerado, mirando hacia las colinas—. Pero no podemos parar. La mina está cerca, lo siento. Vamos, rápido.
Siguieron avanzando, sus manos entrelazadas, el miedo impulsándolos tanto como la esperanza. La mina de la Luz de Ceniza estaba a menos de dos kilómetros, pero para los niños, cada metro era una eternidad. Otro crujido, esta vez más cerca, los hizo brincar, y Tor dejó escapar un grito ahogado, rápidamente silenciado por Seli, que puso una mano sobre su boca.
—¡Shh! —susurró, sus ojos escaneando la oscuridad—. Silencio, Tor. Si nos oyen…
No terminó la frase, pero los tres sabían lo que significaba. Los Umbríos, con sus ojos ardientes y garras relucientes, podían estar en cualquier parte. Seli respiró hondo, obligándose a moverse, y los niños la siguieron, sus pasos más rápidos, aunque cada sonido los hacía estremecerse. La ceniza se arremolinaba bajo sus pies, y el brillo en el horizonte, aunque débil, se hacía más claro, un faro en la negrura.
—No mires atrás, Liva —murmuró Tor, apretando su mano, aunque él mismo luchaba por no girarse—. Solo mira el brillo.
Liva, con lágrimas silenciosas, asintió, su voz apenas un susurro. —Quiero a mamá… pero voy contigo, Tor.
Seli, liderando, sintió el peso de su responsabilidad, sus diez años cargando el destino de los tres. —Ya casi llegamos —dijo, más para sí misma que para ellos—. La mina nos salvará. Tiene que hacerlo.
El sendero se curvó, acercándolos al valle donde la entrada de la mina aguardaba, pero aún estaban lejos, el terreno traicionero y la Gran Oscuridad implacable. Los niños, agarrados de la mano, avanzaban, brincando de miedo ante cada sonido, su esperanza colgada del brillo lejano, sin saber si alcanzarían la Luz de Ceniza antes de que los Umbríos los encontraran.
En la mina, Cale yacía en su litera, el eco de las risas con Nara aún calentando su pecho. No sabía de los niños, ni de su lucha desesperada, pero el peso de la misión lo mantenía despierto, su mente en la evaluación y en la fuerza de Nara. Taran, en su celda, miraba el techo, el dolor de ver a Nara con Cale grabado en su corazón, pero su silencio lo protegía. La Luz de Ceniza dormía, pero la Gran Oscuridad seguía despierta, tejiendo los destinos de los niños y el grupo, mientras la esfera aguardaba en las profundidades de la mina.