Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

La Caída de la Luz de Ceniza

La Luz de Ceniza estaba al borde de un momento decisivo, sus lámparas fosforescentes iluminando la caverna con un resplandor verde azulado mientras Nara, Cale, Kael, Taran, Veyra, Milo, y Kess se preparaban para la prueba en los túneles, ordenada por la junta para evaluar su valía y decidir el destino de la esfera, la única arma capaz de destruir a los Umbríos. La reunión había sido tensa, con las palabras de Nara y sus aliados resonando en la cámara, pero la determinación del grupo era inquebrantable. Taran, aún lidiando con sus sentimientos no expresados por Nara, los había guiado con profesionalismo, mientras los celos de Cale y la protección de Kael añadían capas de tensión. Sin embargo, fuera de la mina, la Gran Oscuridad había desatado su furia: los niños —Liva, Tor, y Seli— estaban a punto de llegar, pero con ellos venían los Umbríos, y el refugio de los ocultos enfrentaría una prueba mucho más letal que cualquier evaluación.

El sendero rocoso que conducía a la mina de la Luz de Ceniza estaba cubierto de ceniza, el brillo de la entrada ahora un faro claro para Liva, Tor, y Seli. Los tres niños, agotados y temblando, avanzaban con las manos entrelazadas, sus corazones acelerados por el miedo. Habían sobrevivido al massacre del prado, donde los Umbríos destrozaron a los renegados, pero cada paso hacia la mina era una lucha contra el pánico. Seli, de diez años, lideraba, sus ojos fijos en el brillo, mientras Tor, de ocho, sostenía a Liva, de seis, que apenas podía caminar, sus sollozos ahogados por el esfuerzo.

—Estamos aquí, lo veo —susurró Seli, su voz temblorosa pero firme, apretando la mano de Tor—. Solo un poco más.

Tor, con lágrimas secas en las mejillas, asintió, su voz quebrada. —No sueltes, Liva. La mina es segura, ¿sí?

Liva, aferrando un jirón de tela, sollozó. —Quiero a mamá… pero voy contigo.

Un crujido cercano los hizo detenerse, sus cuerpos congelándose. Un siseo bajo, como un eco de muerte, resonó desde las colinas detrás de ellos. Seli giró, sus ojos abiertos de terror, pero no vio ojos ardientes, solo sombras moviéndose en la Gran Oscuridad. —¡Corran! —gritó, tirando de los otros, sus piernas pequeñas moviéndose con desesperación.

Los niños corrieron, tropezando sobre la ceniza, hasta llegar a la puerta de metal reforzado de la mina, marcada con runas de ceniza. Dos guardias ocultos, Sira y un hombre mayor, estaban apostados fuera, sus arpones largos y lámparas fosforescentes listos. Sira, al ver a los niños, bajó su arma, su rostro llenándose de sorpresa y alarma.

—¿Quiénes sois? —preguntó, arrodillándose frente a Seli, que jadeaba, su cara manchada de polvo.

—¡Por favor, déjenos entrar! —suplicó Seli, las lágrimas corriendo—. Somos de la Cresta del Alba. Los Umbríos… mataron a todos. ¡Vienen, están cerca!

El guardia mayor frunció el ceño, escaneando el horizonte, pero Sira, movida por la desesperación en los ojos de los niños, actuó rápido. —¡Abrid la puerta! —ordenó, ayudando a Liva a levantarse—. Son niños, no renegados.

El hombre golpeó la puerta con un código rítmico, y el metal chirrió al abrirse. Sira empujó a los niños dentro, al túnel iluminado por cristales fosforescentes, justo cuando un siseo agudo rasgó el aire, más cerca ahora. El guardia mayor alzó su arpón, su voz tensa. —¡Umbríos! ¡Cerrad la puerta, ya!

La puerta se cerró con un estruendo, dejando a los niños a salvo dentro, pero el eco de los siseos se intensificó, seguido por el golpe de garras contra el metal. Sira, con los niños temblando a su lado, llamó a un guardia cercano. —Llévalos al comedor, busca a alguien que los cuide. ¡Y avisa a la junta, los Umbríos están aquí!

Liva, Tor, y Seli, aún agarrados de la mano, fueron conducidos por el túnel, sus rostros pálidos, mientras los guardias se preparaban para un ataque inminente. La mina, que había sido un refugio por generaciones, estaba a punto de enfrentar su mayor amenaza.

Dentro de la caverna principal, el grupo de Nara se preparaba para la prueba en los túneles, siguiendo a Taran hacia una armería para equiparse. Cale caminaba junto a Nara, su rifle fosforescente listo, su mente enfocada en la esfera, aunque la presencia de Taran seguía siendo una espina. Kael, con un arpón nuevo, bromeaba con Milo, mientras Veyra y Kess revisaban sus armas, alertas pero confiadas. La llegada de los niños aún no era conocida, pero la calma de la mina estaba a punto de romperse.

Un cuerno de alarma resonó, su sonido grave congelando a todos. Las lámparas fosforescentes parpadearon, y gritos de pánico llenaron la caverna. Un guardia irrumpió en la armería, su rostro cubierto de sudor. —¡Umbríos en la entrada! —gritó—. ¡Han roto la puerta principal! ¡La mina está bajo ataque!

Nara, con el arpón en la mano, reaccionó al instante. —¡A las armas, todos! —ordenó, su voz cortando el caos—. ¡Proteged la caverna central!

Cale, con el corazón acelerado, levantó su rifle, mirando a Nara. —¿La esfera? —preguntó, sabiendo que era su objetivo.

—No hay tiempo —respondió ella, su rostro endurecido—. Si no detenemos a los Umbríos, no habrá esfera que salvar. ¡Vamos!

El grupo corrió hacia la caverna principal, uniéndose a los ocultos que formaban líneas defensivas. Pero el ataque era feroz. Los Umbríos terrestres, más grandes y astutos que los del océano, irrumpieron por el túnel principal, sus garras destrozando el metal y la roca. Sus ojos ardientes iluminaban la oscuridad, y sus siseos llenaban el aire. Los guardias disparaban arpones y rifles fosforescentes, pero las criaturas eran implacables, derribando a los defensores con una velocidad brutal.

La caverna se convirtió en un campo de batalla. Los ocultos luchaban con desesperación, pero los Umbríos eran demasiados. Vren, liderando desde la plataforma, disparó un rifle fosforescente, abatiendo a un Umbrío, pero otro la embistió, sus garras atravesándola. Torv, el anciano, intentó huir, pero fue aplastado bajo una criatura. Mira, Sael, y Lirna cayeron defendiendo la cámara de la junta, sus cuerpos destrozados. Familias enteras, artesanos, niños —la mayoría de los ocultos fueron masacrados, la sangre manchando la piedra.




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