La Gran Oscuridad apretaba su garra sobre el valle de cenizas, el aire cargado de un hedor a podredumbre que anunciaba la presencia de los Umbríos. Nara, Cale, Kael, Taran, Milo, Kess, Veyra, y los niños —Liva, Tor, y Seli— habían avanzado con los nervios al límite, cada sonido en el sendero hacia el túnel de ventilación de las Sombras Silbantes poniendo al grupo en alerta. Nara lideraba con su arpón pequeño, Cale cerca de ella, ambos protegiendo a los niños junto a Kess, Milo, Veyra, Kael, y Taran, quienes formaban un círculo defensivo alrededor de Liva, Tor, y Seli. La esfera, su única esperanza para derrotar a los Umbríos, aguardaba en la cámara sellada de la mina, pero al acercarse al túnel, el grupo descubriría que su plan estaba al borde del colapso: la mina, su hogar perdido, estaba infestada, y todas las entradas vigiladas por las criaturas.
El sendero descendía hacia un barranco seco, donde el túnel de ventilación, oculto tras una cascada de roca seca, debía estar a pocos cientos de metros. La noche era densa, las estrellas apenas visibles a través de nubes bajas que se arremolinaban sobre el valle. El grupo avanzaba en silencio, sus pasos amortiguados por la ceniza, pero cada crujido, cada roce del viento, los hacía detenerse, armas en alto, los niños temblando en el centro. Nara, al frente, guiaba con precisión, su tatuaje de cenizas brillando débilmente bajo la luz de su linterna ultravioleta, que usaba en breves destellos para no atraer atención. Cale, a su lado, sostenía su rifle fosforescente, su cuerpo tenso pero protector, manteniéndose cerca de Nara mientras vigilaba a Liva, Tor, y Seli.
Kess y Milo, flanqueando a los niños, susurraban palabras de aliento, sus manos entrelazadas cuando podían. Kess, con la herida en el hombro, mantenía su rifle listo, mientras Milo, con el arpón temblando ligeramente, intentaba calmar a Tor, quien apretaba la mano de Seli. Liva, la más pequeña, caminaba con lágrimas silenciosas, aferrada a Seli. Veyra, cojeando por su herida en la pierna, cubría un flanco, su rifle escaneando las colinas, mientras Kael y Taran cerraban la marcha, sus arpones preparados, Taran aún lidiando con el eco del momento entre Nara y Cale en la cueva, pero enfocándose en la misión.
Un siseo bajo, más claro que los anteriores, resonó desde el barranco, congelando al grupo. Nara alzó una mano, todos agachándose tras un grupo de rocas cubiertas de ceniza. Los niños se acurrucaron, Liva conteniendo un sollozo, mientras Seli y Tor la abrazaban. Cale, junto a Nara, apuntó su rifle hacia el sonido, su respiración contenida. Kess y Milo se inclinaron sobre los niños, sus armas listas, mientras Veyra, Kael, y Taran formaron un perímetro, sus ojos buscando ojos ardientes en la oscuridad.
—Allí —susurró Taran, señalando con su arpón hacia la cascada seca, apenas visible a la luz de la luna. El túnel de ventilación estaba cerca, pero algo se movía frente a la entrada: sombras alargadas, caparazones reluciendo, y el brillo inconfundible de ojos como brasas.
Nara, entrecerrando los ojos, ajustó su linterna para un destello rápido, lo suficiente para confirmar lo peor. —Umbríos —masculló, su voz tensa—. Al menos cinco en la entrada del túnel. Y mira… —Señaló otras direcciones, donde más sombras se movían—. Están en todas las entradas.
El grupo, escondido tras las rocas, observó en silencio horrorizado. La mina, visible a lo lejos, estaba rodeada por un enjambre de Umbríos. Las entradas principales, los túneles secundarios, y ahora el túnel de ventilación —su última esperanza— estaban infestados. Las criaturas, más grandes que las del océano, patrullaban con una precisión casi militar, sus garras rasgando la roca, sus siseos llenando el aire. Algunos trepaban por las paredes de la mina, mientras otros vigilaban las entradas, sus ojos ardientes barriendo el terreno.
Cale, cerca de Nara, susurró: —¿Cómo es posible? —Su voz era baja, cargada de frustración—. Pensé que el túnel sería demasiado estrecho para ellos.
Taran, agachado a pocos pasos, respondió, su tono sombrío. —Lo es, pero no son estúpidos. Saben que intentaremos volver. Han sellado cada acceso, esperando atraparnos.
Kael, limpiando el sudor de su frente, gruñó: —Maldita sea, Nara, esto es un cerco. No podemos entrar por el túnel, no sin una pelea que no ganaremos.
Veyra, ajustando su rifle, añadió: —Y no tenemos suficientes cartuchos para abrirnos paso. Cinco Umbríos en el túnel, más los otros… es un suicidio.
Kess, protegiendo a los niños, susurró: —Entonces, ¿qué hacemos? No podemos quedarnos aquí, y los niños no resistirán otra huida.
Milo, apretando la mano de Kess, miró a Nara, su voz temblorosa pero decidida. —Tú siempre tienes un plan, Nara. Dinos qué hacer.
Nara, con el arpón en mano, evaluó la situación, su mente trabajando a toda velocidad. La cascada seca estaba a unos cien metros, el túnel justo detrás, pero los Umbríos eran una barrera impenetrable. Las otras entradas, más lejanas, estaban igual de vigiladas. La esfera, en la cámara sellada del nivel inferior, estaba tan cerca y a la vez inalcanzable. Miró a los niños —Liva sollozando, Tor y Seli aferrados el uno al otro— y luego a su grupo, herido pero leal. Su tatuaje de cenizas parecía arder en su piel, un recordatorio de su hogar perdido.
—No entraremos hoy —dijo finalmente, su voz baja pero firme, una decisión dolorosa pero necesaria—. El túnel está perdido, y no arriesgaré a los niños ni a vosotros en una pelea que no podemos ganar. Necesitamos un nuevo plan.
Cale, aún cerca de ella, frunció el ceño, su rifle temblando en sus manos. —¿Retroceder? —preguntó, su tono cargado de preocupación—. Nara, la esfera…
—Lo sé —lo cortó ella, sus ojos encontrando los suyos, una chispa de determinación intacta—. La esfera no va a ninguna parte. Pero nosotros sí. Volveremos al asentamiento de renegados al norte. Reagruparemos, encontraremos aliados, armas, algo que nos dé una oportunidad.