La Gran Oscuridad se extendía como un manto opresivo sobre el valle de cenizas, su silencio roto solo por los siseos lejanos de los Umbríos que acechaban en las colinas. Taran, Milo, Kess, y los niños —Liva, Tor, y Seli— habían llegado al asentamiento de renegados al norte, un campamento improvisado de tiendas y barricadas de roca, donde un puñado de sobrevivientes desconfiados los acogió a regañadientes. Mientras Nara, Cale, y Kael arriesgaban sus vidas en la mina para recuperar la esfera, Taran, Milo, y Kess protegían a los niños, esperando noticias en un estado de tensión constante. La pérdida de Veyra, la mina, y la mayoría de los ocultos pesaba sobre ellos, pero la esperanza de la esfera los mantenía firmes. Sin embargo, desconocían que los Umbríos los habían seguido, y un ataque devastador los pondría al borde de la aniquilación, justo cuando la luz de la esfera, activada por Cale, ofrecería salvación —a un costo trágico.
El asentamiento de renegados era un lugar austero, construido en una hondonada rodeada de colinas bajas, con tiendas de tela raída y fogatas que apenas iluminaban la noche. Los renegados, unos veinte hombres y mujeres marcados por cicatrices y tatuajes desvaídos, vigilaban a Taran, Milo, Kess, y los niños con recelo, sus armas improvisadas nunca lejos. Taran, con su arpón en mano, estaba cerca de la entrada principal, su rostro tenso, su mirada fija en el horizonte donde la mina brillaba débilmente. Milo y Kess, sentados junto a una fogata pequeña, protegían a Liva, Tor, y Seli, que se acurrucaban bajo una manta, sus rostros pálidos reflejando el miedo y el cansancio.
Milo, con el arpón apoyado en su rodilla, intentaba mantener el ánimo, susurrando a los niños: —Oíd, pequeños, cuando Nara vuelva con esa esfera, será como las historias de los ocultos. Una luz que hará correr a los Umbríos.
Seli, la más valiente, asintió, apretando la mano de Liva. —¿Crees que llegarán pronto, señor Milo? —preguntó, su voz temblorosa.
Kess, con la herida en el hombro vendada, esbozó una sonrisa, apretando la mano de Milo. —Nara y Cale son duros —dijo, su voz cálida pero firme—. Y Kael no deja que nadie se rinda. Estarán aquí, Seli.
Tor, abrazando a Liva, añadió: —Quiero ver esa luz. Dijeron que brilla como las estrellas.
Taran, escuchando desde su puesto, no dijo nada, su mente dividida entre la preocupación por Nara y el peso de no estar con ella en la mina. La imagen de Nara durmiendo en el hombro de Cale aún lo perseguía, pero su lealtad a los niños y a los ocultos lo mantenía enfocado. Un renegado, un hombre flaco con un rifle oxidado, se acercó, gruñendo: —Si vuestros amigos no llegan pronto, no os quedaréis aquí. No arriesgaremos el campamento por forasteros.
Taran, con una mirada fría, respondió: —Nos iremos cuando estén aquí. No pedimos tu caridad.
El renegado se alejó, pero la tensión en el campamento era palpable. Milo, mirando a Kess, susurró: —Este lugar no me gusta, pero es mejor que estar en campo abierto.
Kess asintió, su rifle listo. —Solo necesitamos aguantar hasta que Nara vuelva. Mantén a los niños cerca, Milo.
De repente, un resplandor blanco, cegador, iluminó el horizonte en dirección a la mina, como si una estrella hubiera caído a la tierra. El pulso de luz se extendió, iluminando las colinas, y un eco sordo, como un latido, resonó en el aire. Los renegados se detuvieron, sus armas levantadas, mientras los niños, sorprendidos, miraron con ojos abiertos.
—¡Es la esfera! —gritó Seli, levantándose, su voz llena de esperanza—. ¡Lo hicieron!
Taran, girándose hacia la mina, sintió un alivio momentáneo, su corazón acelerándose. —Nara… —murmuró, sabiendo que ella y Cale debían haberla activado. Pero la alegría duró poco.
Milo, ayudando a los niños a levantarse, miró a Kess, una sonrisa tensa en su rostro. —Maldita sea, lo lograron —dijo, apretando su mano—. Ahora solo tienen que llegar aquí.
Kess, sin embargo, frunció el ceño, su instinto alerta. —Algo no está bien —susurró, levantando su rifle—. Escucha… está demasiado silencioso.
Antes de que pudieran reaccionar, un siseo agudo rasgó el aire, seguido por el crujir de rocas desde las colinas. Los Umbríos, que habían rastreado al grupo en secreto, emergieron de la Gran Oscuridad, sus ojos ardientes brillando como brasas. Cinco criaturas, rastreadores rápidos y letales, irrumpieron en el asentamiento, sus garras destrozando las barricadas.
—¡A las armas! —gritó Taran, levantando su arpón, corriendo hacia los niños.
Los renegados dispararon, pero los Umbríos eran demasiado rápidos, derribando a dos hombres en segundos. Milo, empujando a los niños detrás de una tienda, disparó su arpón, alcanzando a un Umbrío en el flanco, pero la criatura apenas se inmutó. Kess, a su lado, disparó su rifle fosforescente, abatiendo a otro, pero un tercer Umbrío la embistió, sus garras atravesándola por el pecho.
—¡Kess! —gritó Milo, corriendo hacia ella, pero la criatura la levantó, sus mandíbulas cerrándose sobre su cuello. Kess cayó, su rifle resbalando de sus manos, su cuerpo inmóvil en la ceniza.
Seli, Tor, y Liva gritaron, escondidos tras la tienda, pero un Umbrío los olió, sus ojos ardientes fijándose en ellos. Taran, apuñalando a una criatura, corrió hacia los niños, pero el Umbrío fue más rápido, sus garras alcanzando a Liva, la más pequeña. Su grito se cortó, su cuerpo cayendo, sangre manchando la manta.
—¡No! —gritó Seli, intentando arrastrar a Tor lejos, pero el Umbrío avanzó, sus mandíbulas abiertas.
Milo, con lágrimas en los ojos, disparó su arpón, pero la criatura lo esquivó, embistiéndolo contra una roca. Taran, luchando contra otro Umbrío, gritó: —¡Seli, corre! —Pero los renegados estaban cayendo, el campamento colapsando bajo el ataque.
Justo cuando el Umbrío se lanzó hacia Seli y Tor, un nuevo destello blanco iluminó el asentamiento, un pulso de energía pura que atravesó la noche. Los Umbríos chillaron, sus caparazones desintegrándose en cenizas, sus cuerpos colapsando en nada. El silencio cayó, roto solo por los sollozos de Seli y Tor.