La Gran Oscuridad envolvía el océano, sus aguas negras agitándose con las sombras de los Umbríos acuáticos que acechaban al bote de Nara, Cale, Taran, Milo, Seli, y Tor. La esfera, en manos de Cale, había salvado al grupo de un ataque en la costa, pero a un costo devastador: Kael, el hermano de Nara, había muerto, su sacrificio permitiendo su escape. Las criaturas, atraídas por la esfera, seguían bajo el agua, sus ojos ardientes visibles en las profundidades. Justo cuando el bote parecía condenado, un submarino emergió de las olas, su casco oxidado iluminado por la luna, una escotilla abriéndose con un destello cegador. Ahora, el grupo enfrentaría un nuevo capítulo en su carrera hacia la Aurora, donde esperaban que Lira, la madre de Cale, ideara un plan para usar la esfera a escala mundial. Pero el camino los llevaría primero a un refugio inesperado, una isla fortificada que había resistido desde el día cero del cambio terrestre.
El bote se balanceaba violentamente, las olas golpeando su casco mientras los Umbríos rozaban la madera desde abajo, sus siseos resonando en el agua. Nara, con el arpón pequeño en mano, su rostro aún marcado por las lágrimas por Kael, protegía a Seli y Tor, que temblaban en el fondo del bote. Cale, sosteniendo la esfera, cuyo brillo blanco pulsaba débilmente, disparaba su rifle fosforescente al agua, intentando alejar a las criaturas. Taran y Milo, con arpones listos, vigilaban los costados, pero la situación era desesperada.
El submarino, imponente y cubierto de marcas de sal, se estabilizó frente al bote, su escotilla abierta proyectando una luz blanca que cegó al grupo. Una figura emergió: una chica joven, de unos veinte años, con cabello corto y negro, una pequeña cicatriz cortando su ceja izquierda. Vestía un uniforme gris gastado, con botas de cuero y un cinturón lleno de herramientas. Su rostro era duro, pero sus ojos mostraban urgencia, no hostilidad.
—¡Entrad al submarino, ahora! —gritó, su voz cortando el rugido de las olas, extendiendo una mano hacia el bote—. ¡No hay tiempo, los Umbríos están demasiado cerca!
Nara, evaluando a la chica en un instante, asintió. —¡Vamos! —ordenó, ayudando a Seli y Tor a levantarse.
Cale, sosteniendo la esfera, saltó primero al submarino, asegurando la escotilla para los niños. —Seli, Tor, conmigo —dijo, su voz firme pero cálida, guiándolos hacia la chica.
Milo, ayudando a Tor, saltó tras ellos, mientras Taran, con un último disparo de arpón al agua, cubrió a Nara. Ella fue la última, su arpón listo hasta que estuvo dentro. La chica cerró la escotilla con un golpe seco, sellándola justo cuando un Umbrío golpeó el casco, su garra rasgando el metal.
—¡Bajad, rápido! —ordenó la chica, conduciéndolos por una escalera estrecha hacia el interior del submarino, iluminado por luces ultravioletas parpadeantes. El interior era un laberinto de tuberías, paneles oxidados, y olor a aceite, pero estaba vivo, zumbando con energía.
El grupo llegó a una sala de mando abarrotada, llena de monitores parpadeantes y mapas náuticos. Un hombre mayor, de unos sesenta años, con barba gris y ojos penetrantes, estaba al mando, vestido con un abrigo azul desgastado. Sus manos, llenas de cicatrices, manipulaban un timón con precisión. Otros tres tripulantes, dos hombres y una mujer, operaban consolas, sus rostros tensos pero enfocados.
La chica con la cicatriz habló primero, señalando al grupo. —Capitán Rorik, los encontré en un bote, atacados por Umbríos. Llevan algo… extraño. —Miró la esfera en manos de Cale, su ceja levantándose.
El capitán Rorik giró, evaluando al grupo con una mirada que mezclaba curiosidad y cautela. —Hablad rápido —dijo, su voz grave—. ¿Quiénes sois, y qué hacéis en medio de un océano infestado?
Nara, dando un paso adelante, sostuvo su arpón pero mantuvo un tono diplomático, su tatuaje de cenizas brillando bajo las luces ultravioletas. —Soy Nara, de la Luz de Ceniza. Estos son mis compañeros y estos niños, sobrevivientes de los ocultos. Llevamos la esfera, un artefacto que puede destruir a los Umbríos. Necesitamos llegar a la Aurora, al otro lado del océano. La líder allí, Lira, puede usarla para detener a las criaturas a escala mundial.
Rorik frunció el ceño, mirando la esfera, que pulsó débilmente en manos de Cale. —La Aurora está a tres días, incluso con este cacharro —dijo, golpeando una consola—. Estamos de camino a casa, a la isla Tabiada, con provisiones vitales. No podemos desviarnos. Este año ya vamos tarde, malditos Umbríos marítimos nos retrasaron.
Cale, acercándose, habló, su voz firme. —Capitán, mi madre es Lira, líder de la Aurora. Esta esfera —levantó el artefacto, su luz reflejándose en los monitores— ya ha eliminado Umbríos. Si no llegamos a ella, todo lo que hemos perdido —hizo una pausa, mirando a Nara, pensando en Kael— será en vano.
Seli, aferrando la mano de Tor, añadió, su voz temblorosa pero valiente: —Por favor, señor. Perdimos a mucha gente… a Liva, a Kael. Queremos que los Umbríos se vayan.
Rorik, suavizando su expresión ante los niños, suspiró, rascándose la barba. —Tabiada es nuestro hogar —explicó—. Una isla fortificada, protegida por un muro de luces ultravioletas, infranqueable para los Umbríos. Llevamos allí desde el día cero del cambio terrestre, cuando el mundo se fue al infierno. Estas provisiones —señaló cajas apiladas en un rincón— son para nuestra gente. No podemos arriesgarlas.
La chica con la cicatriz, que se presentó como Kiva, intervino: —Capitán, podríamos llevarlos a Tabiada primero, descargar, y luego seguir a la Aurora. El submarino está preparado, y las sondas mantienen a los Umbríos a raya.
Milo, aún devastado por la pérdida de Kess, habló, su voz rota: —¿Sondas? ¿Qué tienen de especial?
Rorik señaló un monitor que mostraba el océano exterior. —Sondas acústicas —dijo—. Emiten un sonido que vuelve locos a los Umbríos marítimos. Los confunde, los aleja. Nos han salvado más veces de las que cuento. Pero no son infalibles, y los Umbríos están más agresivos este año.