El submarino avanzaba por las profundidades del océano, su casco vibrando con el zumbido grave de las sondas acústicas que mantenían a raya a los Umbríos marítimos. Nara, Cale, Taran, Milo, Seli y Tor se dirigían a Tabiada, una isla fortificada con muros de luces ultravioletas, para descargar provisiones antes de continuar hacia la Aurora, donde Lira, la madre de Cale, podría idear un plan para usar la esfera contra los Umbríos a escala mundial. La esfera, que pulsaba débilmente en poder de Cale, era tanto su salvación como un imán para las criaturas que acechaban en la Gran Oscuridad. El grupo, golpeado por las pérdidas de Kael, Kess, Liva y Veyra, se aferraba a una frágil esperanza, pero nuevas corrientes emocionales comenzaban a surgir. La confesión y el beso de Taran a Nara en el camarote del submarino habían encendido una tensión entre ellos, palpable para todos, especialmente para Cale, cuyo silencio ocultaba su creciente inquietud. Nara, por su parte, lidiaba con una confusión que la desgarraba: un antiguo anhelo por el amor de Taran y un inesperado cariño hacia Cale que comenzaba a florecer.
El interior del submarino era un laberinto claustrofóbico de tuberías oxidadas, luces ultravioletas parpadeantes y un constante olor a aceite y sal. El grupo, asignado a camarotes estrechos, intentaba descansar, pero el peso de su misión y las recientes pérdidas les robaba el sueño. Seli y Tor, acurrucados en una litera angosta, dormían de forma intermitente, sus rostros marcados por el trauma de haber perdido a Liva. Milo, atormentado por la muerte de Kess, estaba sentado solo en un rincón, afilando su arpón con una precisión mecánica, sus ojos vacíos. Cale, custodiando la esfera en una bolsa de cuero, permanecía cerca de la entrada del camarote, su rifle fosforescente apoyado contra la pared, su postura alerta a pesar del cansancio. Nara, con su arpón pequeño descansando a su lado, estaba sentada en una litera, su mirada perdida, aferrando la runa de ceniza que Kael le había tallado. Taran, apoyado contra un mamparo, limpiaba su arpón, sus ojos desviándose hacia Nara, una tormenta silenciosa gestándose en su interior.
La tensión entre Nara y Taran era casi tangible, una corriente que chispeaba en el espacio confinado. Desde su beso, no habían hablado, pero sus miradas —las de Nara, vacilantes; las de Taran, inquisitivas— decían demasiado. La confesión de Taran había sido cruda, una liberación de años de amor callado, y el segundo beso, cuando Nara cedió, había parecido una promesa, pero su silencio posterior lo dejaba inseguro. Nara, mientras tanto, era un torbellino de emociones. Había soñado alguna vez con que Taran la viera, con que le confesara el amor que ella había intuido en sus años juntos como ocultos. Pero ahora, ese sueño se sentía empañado, incompleto, y sabía por qué: Cale. Su fuerza tranquila, su apoyo inquebrantable, la forma en que la llamaba oculta con una calidez que le removía el corazón— todo la estaba atrayendo hacia un camino que no había anticipado.
Cale, siempre observador, notó el cambio. La forma en que Taran se demoraba cerca de Nara, cómo ella apartaba la mirada cuando él la observaba demasiado tiempo— lo carcomía. Había sentido un vínculo creciendo con Nara, forjado en sus batallas compartidas y el momento en que ella durmió en su hombro en la cueva. Pero ahora, al verla con Taran, un nudo de celos se apretaba en su pecho. No decía nada, su mandíbula tensa, su atención aparentemente en la esfera, pero su silencio era pesado, un escudo contra el dolor que no estaba listo para expresar.
Mientras el submarino zumbaba hacia Tabiada, a pocas horas de distancia, Kiva, la tripulante de cabello corto con una cicatriz sobre la ceja, pasó por el camarote, revisando un dispositivo portátil que monitoreaba las sondas. —Vamos bien —dijo, su voz cortante pero no hostil—. Las sondas mantienen a los Umbríos a raya, pero estad alerta. Tabiada está cerca, y necesitaremos ayuda para descargar. —Echó un vistazo al grupo, percibiendo la corriente emocional, pero no comentó nada, dirigiéndose a la sala de mando.
Nara, sintiendo el peso de la mirada de Taran, se puso de pie, guardando la runa de Kael en su bolsillo. —Voy a ver cómo están Seli y Tor —dijo, su voz tensa, evitando los ojos de Taran mientras se acercaba a los niños.
Taran, dejando su arpón a un lado, la siguió, sus pasos decididos. —Nara, espera —dijo, lo bastante bajo para que solo ella lo oyera. Ella se detuvo, de espaldas a él, sus hombros tensándose.
Cale, observándolos desde su puesto, apretó la bolsa de la esfera con más fuerza, sus nudillos blanqueándose. Se giró, fingiendo ajustar su rifle, pero un destello de dolor cruzó sus ojos. Milo, perdido en su duelo, no se dio cuenta, pero Seli, despertando ligeramente, miró a Nara y Taran, sus ojos jóvenes captando la tensión.
Taran, acercándose a Nara, habló en un susurro, su voz cargada de una mezcla de preocupación y anhelo. —No hemos hablado desde… lo que pasó —dijo, buscando sus ojos—. Sé que estás dolida por Kael, pero no quiero que esto cambie lo que somos.
Nara, girándose lentamente, lo miró, sus ojos castaños brillando con una confusión que no podía ocultar. —Taran, no sé qué somos ahora —admitió, su voz baja, casi frágil—. Siempre quise que me vieras, que me dijeras lo que sentías. Pero ahora… —Hizo una pausa, su mirada desviándose hacia Cale, que seguía de espaldas, y luego volvió a Taran—. No estoy segura de lo que siento.
Taran, herido pero conteniéndose, asintió, su mano rozando el mango de su arpón como si buscara anclarse. —Lo entiendo —dijo, su voz tensa—. Pero estoy aquí, Nara. Siempre lo estaré.
La conversación se cortó cuando Kiva regresó, anunciando: —Dos horas para Tabiada. Preparaos para mover provisiones. —Su mirada pasó por Nara y Taran, notando la rigidez, pero no dijo nada, saliendo de nuevo.
Cale, incapaz de ignorar el intercambio, se acercó a los niños, arrodillándose junto a Seli y Tor. —¿Todo bien, pequeños? —preguntó, su voz forzadamente ligera, pero sus ojos se desviaron hacia Nara, captando la distancia entre ella y Taran. La molestia crecía en él, una mezcla de celos y frustración, pero apretó la mandíbula y guardó silencio, su mano en la esfera como un recordatorio de su misión.