Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

El Muro de Luz

El submarino avanzaba por las profundidades del océano, su casco resonando con el zumbido constante de las sondas acústicas que mantenían a los Umbríos marítimos a distancia. Nara, Cale, Taran, Milo, Seli y Tor se dirigían a Tabiada, una isla fortificada protegida por un muro de luces ultravioletas, donde descargarían provisiones antes de continuar hacia la Aurora. La esfera, custodiada por Cale, pulsaba débilmente, un faro de esperanza que también atraía a las criaturas de la Gran Oscuridad. La tensión entre Nara y Taran, tras su confesión y beso, seguía latente, incomodando a Cale, quien guardaba silencio mientras lidiaba con sus celos. Nara, atrapada entre su antiguo deseo por Taran y un creciente cariño por Cale, estaba sumida en la confusión. La reciente promesa entre Cale y Milo, sellada con un abrazo y un compromiso de permanecer juntos, había fortalecido su amistad, ofreciendo un ancla en medio de la tormenta emocional. Ahora, a pocas millas de Tabiada, el grupo divisaba la isla, su muro infranqueable brillando en el horizonte, pero aún no habían llegado, y la Gran Oscuridad seguía acechando.

El submarino emergió lentamente, el agua negra cayendo en cascada por su casco mientras rompía la superficie. La sala de mando, abarrotada de monitores y mapas náuticos, zumbaba con actividad. El capitán Rorik, con su barba gris y ojos penetrantes, manejaba los controles con precisión, mientras Kiva, la tripulante de cabello corto con una cicatriz en la ceja, monitoreaba el sonar. Nara, Cale, Taran, Milo, Seli y Tor, alertados por Kiva, se apiñaron en la sala, sus rostros cansados pero alerta, sus armas cerca. La esfera, en la bolsa de cuero de Cale, emitía un leve resplandor, reflejándose en los monitores.

Rorik señaló un monitor que mostraba el horizonte, donde una línea de luz púrpura cortaba la negrura de la Gran Oscuridad. —Ahí está Tabiada —dijo, su voz grave pero con un toque de orgullo—. El muro de luces ultravioletas. Nada ha cruzado esas defensas desde el día cero del cambio terrestre.

Nara, con su arpón pequeño en mano, se acercó, sus ojos castaños estudiando la imagen. La isla era un contorno oscuro, pero el muro que la rodeaba brillaba con una intensidad casi sobrenatural, un anillo de luz que parecía desafiar la noche. Torres de metal, espaciadas a intervalos, proyectaban haces ultravioletas, creando una barrera infranqueable. —Es impresionante —murmuró, su voz cargada de admiración pero también de cautela—. ¿Cómo lo mantienen funcionando?

Kiva, ajustando un dial, respondió: —Generadores alimentados por energía térmica del núcleo de la isla. Son antiguos, pero fiables. Los Umbríos odian la luz ultravioleta, así que el muro los mantiene fuera. Pero no es perfecto. Los marítimos a veces intentan acercarse, por eso las sondas son clave.

Cale, sosteniendo la esfera, miró la imagen, su rostro tenso. —Parece un refugio —dijo, pero su tono era reservado—. ¿Cuánto falta para llegar?

Rorik gruñó, revisando un mapa. —Unas dos millas. Media hora, si no hay problemas. Pero los Umbríos marítimos están nerviosos. Esa cosa que llevas —señaló la esfera— los atrae como sangre en el agua.

Seli, aferrando la mano de Tor, se acercó al monitor, sus ojos abiertos por la maravilla. —¿Esas luces los matan, señor? —preguntó, su voz temblorosa pero esperanzada.

Kiva, suavizando su expresión, negó con la cabeza. —No los matan, pequeña, pero los repelen. Tabiada es segura, te lo prometo. —Miró a Nara, añadiendo: —Prepárense para descargar cuando lleguemos. Las provisiones son pesadas, y cada mano cuenta.

Tor, más valiente, apretó la mano de Seli. —Quiero ver el muro de cerca —dijo, su voz decidida—. Parece una estrella.

Nara, acariciando su cabeza, sonrió débilmente. —Lo verás, Tor —dijo—. Pero quédate con Seli y con nosotros, ¿sí?

Mientras el grupo observaba la isla, la tensión entre Nara, Taran y Cale seguía presente, un trasfondo que no podían ignorar. Taran, de pie cerca de la entrada de la sala, mantenía su arpón listo, pero sus ojos se desviaban hacia Nara, buscando una señal, una confirmación de lo que habían compartido. Su confesión y el beso habían sido un riesgo, y aunque ella no lo había rechazado del todo, su distancia ahora lo hería, aunque lo ocultaba tras una fachada de deber.

Nara, sintiendo su mirada, evitaba encontrarla, su corazón dividido. Había soñado con Taran durante años, con su amor como un faro en la oscuridad de la mina. Pero ahora, ese sueño se sentía lejano, opacado por el duelo por Kael y la inesperada calidez que sentía por Cale. Cada vez que miraba a Cale —su postura protectora, la forma en que calmaba a Seli y Tor— su confusión crecía. No estaba segura de qué quería, pero sabía que herir a Taran o perder a Cale no era una opción.

Cale, por su parte, estaba más callado de lo habitual, su mano apretando la bolsa de la esfera. La visión de Tabiada debería haberlo llenado de alivio, pero el peso de la tensión con Nara y Taran lo ensombrecía. Había notado las miradas entre ellos, la forma en que Taran se posicionaba cerca de ella, y aunque intentaba enfocarse en la misión —la Aurora, su madre Lira, la esfera—, los celos lo carcomían. Quería hablar con Nara, preguntarle qué sentía, pero el miedo a su respuesta y la urgencia de su situación lo mantenían en silencio.

Milo, fortalecido por su reciente conversación con Cale, estaba más presente, ayudando a Seli y Tor a mantenerse calmados. —Mirad esas luces —dijo, señalando el monitor, intentando distraerlos—. Cuando lleguemos, tal vez nos den algo caliente para comer.

Seli, sonriendo tímidamente, asintió. —Me gusta el pan de raíces —dijo—. ¿Crees que tendrán, señor Milo?

Milo, forzando una sonrisa, respondió: —Seguro que sí, pequeña. Y si no, le pediremos a Cale que pesque algo.

Cale, escuchando, esbozó una sonrisa tensa, agradecido por el intento de Milo de aligerar el ambiente. Pero cuando sus ojos se encontraron con los de Nara, la conexión fue breve, interrumpida por Taran, que se acercó a ella, murmurando algo sobre revisar las armas. Cale apretó la mandíbula, desviando la mirada al monitor, donde Tabiada brillaba, aún fuera de alcance.




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