La Gran Oscuridad envolvía el océano más allá del muro de luces ultravioletas de Tabiada, un anillo púrpura que protegía la isla de los Umbríos marítimos. El muelle de Tabiada era un hervidero de actividad, iluminado por el resplandor púrpura del muro de luces ultravioletas que rodeaba la isla. Los isleños, hombres y mujeres endurecidos por años de supervivencia, descargaban las provisiones del submarino dañado —cajas de conservas, herramientas, baterías— mientras vigilaban a Nara, Cale, Taran, Milo, Seli y Tor con una mezcla de curiosidad y desconfianza. El aire olía a sal y metal, y el zumbido constante de los generadores que alimentaban el muro llenaba el ambiente, un recordatorio de la seguridad frágil que ofrecía la isla.
Kiva, la tripulante de cabello corto con una cicatriz en la ceja, guió al grupo lejos del muelle hacia el corazón de Tabiada, un asentamiento de casas bajas construidas con piedra volcánica y metal reciclado. Las calles eran estrechas, iluminadas por lámparas ultravioletas más pequeñas, y los habitantes —unos pocos cientos— se movían con propósito, armados con arpones improvisados y rifles antiguos. El capitán Rorik, quedándose atrás para supervisar las reparaciones iniciales del submarino, había prometido reunirse con ellos más tarde.
—Os alojaréis aquí —dijo Kiva, deteniéndose frente a una casa de dos pisos, su fachada gastada pero sólida—. No es lujosa, pero tiene camas y un techo. El consejo se reunirá mañana al amanecer para decidir qué hacer con vosotros y esa esfera. Hasta entonces, descansad y no causéis problemas.
Nara, con su arpón pequeño en mano, asintió, su tatuaje de cenizas brillando bajo las luces. —Gracias, Kiva —dijo, su voz firme pero cansada—. No queremos problemas, solo llegar a la Aurora.
Kiva, mirándola con un destello de respeto, señaló la esfera en la bolsa de Cale. —Esa cosa atrae a los Umbríos. Mantenla vigilada. Los isleños no son de fiar con algo tan… poderoso. —Sin esperar respuesta, se alejó, dejando al grupo solo.
Seli, aferrando la mano de Tor, miró la casa, sus ojos grandes pero esperanzados. —¿Tendrán pan de raíces, señora Nara? —preguntó, su voz suave.
Nara, arrodillándose junto a ella, sonrió débilmente. —Lo averiguaremos, Seli —dijo, acariciando su cabello—. Vamos, entremos.
La casa era austera, con paredes de piedra desnuda, un par de lámparas ultravioletas, y muebles de madera gastada. El primer piso tenía una sala común con una mesa y sillas, y el segundo, cuatro habitaciones pequeñas con camas de metal y mantas raídas. El grupo, exhausto, se instaló rápidamente. Seli y Tor compartieron una habitación, acurrucándose juntos, mientras Milo, aún marcado por la pérdida de Kess, tomó otra, diciendo poco. Nara, Cale y Taran, tras asegurar la casa, se dividieron las tareas: Nara revisó las ventanas, Taran comprobó las puertas, y Cale guardó la esfera en una caja fuerte improvisada bajo una tabla del suelo.
Cale, sin embargo, estaba inquieto, sus movimientos bruscos mientras trabajaba. La idea de esperar meses para reparar el submarino lo carcomía. La Aurora estaba al otro lado del océano, y cada día perdido era una oportunidad para que los Umbríos se fortalecieran. Su madre, Lira, necesitaba la esfera, y él no podía quedarse de brazos cruzados. Mientras guardaba la esfera, su mente daba vueltas: tenía que haber una barca, un bote, algo en Tabiada que los llevara a la Aurora.
Milo, notando su tensión, se acercó, apoyando su arpón contra la pared. —¿Qué te pasa, pescador? —preguntó, su voz baja pero franca—. Pareces a punto de salir corriendo.
Cale, cerrando la caja fuerte, suspiró. —No puedo esperar meses, Milo —dijo, su voz tensa—. La esfera tiene que llegar a la Aurora. Mi madre puede usarla para acabar con los Umbríos, pero no si estamos atrapados aquí. Necesito una barca, algo que nos saque de esta isla.
Milo, cruzando los brazos, asintió. —Te entiendo, pero no será fácil —dijo—. Los isleños no parecen de los que prestan barcos. Y después del ataque, estarán más nerviosos. Pero… tal vez el consejo sepa de algo.
Cale, frustrado, negó con la cabeza. —El consejo no me inspira confianza —dijo—. Si no nos dan una solución, buscaré una barca yo mismo. No vine hasta aquí para quedarme sentado.
Nara, entrando en la sala tras revisar las ventanas, escuchó el final de la conversación. —Cale, no podemos irnos sin un plan —dijo, su tono firme pero preocupado—. Tabiada es segura, y la esfera está protegida aquí. Si actuamos impulsivamente, podríamos perderlo todo.
Cale, mirándola, sintió el peso de su confusión emocional, la tensión con Taran aún fresca. —No estoy siendo impulsivo, oculta —dijo, su voz más dura de lo que pretendía—. Pero cada día que pasa, los Umbríos se acercan más a ganar. No dejaré que el sacrificio de Kael, de Veyra, de todos, sea en vano.
Nara, herida por su tono, asintió, pero no respondió, desviando la mirada. Taran, que había entrado tras ella, captó el intercambio, su mandíbula tensa. Quería intervenir, apoyar a Nara, pero su propia inseguridad lo detuvo, consciente de que cualquier palabra podía avivar la fricción con Cale.
El grupo se preparó para la reunión con el consejo de Tabiada, programada para el amanecer. Kiva había explicado que el consejo, formado por cinco líderes isleños, decidiría si podían quedarse, cómo contribuir, y qué hacer con la esfera. La espera, aunque breve, era insoportable para Cale, que no dejaba de pensar en encontrar una barca. Mientras tanto, se instalaron, organizando sus pocas pertenencias y asegurándose de que Seli y Tor estuvieran cómodos.
Seli y Tor, sentados en la sala común, comían pan de raíces que un isleño les había traído, sus rostros más relajados. —Este pan es mejor que el del asentamiento —dijo Seli, ofreciéndole un trozo a Tor.
Tor, masticando, asintió. —Cuando lleguemos a la Aurora, quiero comer esto todos los días —dijo, su voz esperanzada.
Milo, observándolos, sonrió, pero su mirada seguía apagada. —Seguro que Lira tiene algo incluso mejor —dijo, intentando animarlos, aunque su duelo por Kess lo mantenía distante.