Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

El Rugido del Muro

La tempestad no cedía, las olas del océano negro estrellándose con furia contra el muro de luces ultravioletas que protegía Tabiada. El rugido de las aguas era ensordecedor, un eco de la Gran Oscuridad que parecía desafiar la resistencia de la isla. Las torres del muro, proyectando haces púrpura, temblaban bajo el impacto, pero resistían, su zumbido constante un recordatorio de la frágil seguridad del asentamiento. La lluvia caía en cortinas, y el viento aullaba, doblando las estructuras metálicas y esparciendo sal en el aire.

Cale, buscando un respiro de la tensión en la casa, se había escabullido solo hacia el borde del asentamiento, cerca del muro. Sentado bajo el resguardo de un tejado improvisado de metal, parte de un puesto de guardia abandonado, observaba las olas golpear el muro, cada impacto enviando espuma blanca al aire. La esfera estaba segura en el búnker, pero su peso seguía en él, junto con el dolor de ver a Nara con Taran. Su rifle fosforescente descansaba a su lado, y su capa empapada colgaba de sus hombros, sus ojos verdes fijos en el océano, perdidos en pensamientos de la Aurora, su madre, y lo que había perdido.

El crujido de botas sobre la roca lo sacó de su ensimismamiento. Kiva, la tripulante de cabello corto, se acercó, su figura recortada contra el resplandor púrpura. Llevaba una chaqueta reforzada, empapada por la lluvia, y su arpón colgaba de su cinturón. La cicatriz que cruzaba su ceja izquierda, irregular y blanquecina, era más visible bajo la luz ultravioleta, un testimonio de batallas pasadas. Pero al acercarse, Cale notó detalles que no había apreciado antes: Kiva era hermosa, de una manera que trascendía su dureza. Su rostro, anguloso pero delicado, tenía pómulos altos y labios llenos que esbozaban una sonrisa sarcástica. Sus ojos, de un gris tormenta, brillaban con inteligencia y un destello de humor, enmarcados por pestañas oscuras. Su cabello, corto y negro, estaba peinado hacia atrás, húmedo por la lluvia, revelando una mandíbula firme. A pesar de su postura rígida y la cicatriz que marcaba su rostro, había una gracia en sus movimientos, una fuerza serena que la hacía destacar, como una ola que no se doblega ante la tormenta.

—¿Qué haces aquí solo, pescador? —preguntó Kiva, deteniéndose bajo el tejado, sacudiéndose la lluvia de las manos—. ¿Buscando que una ola te arrastre o solo huyendo de tus problemas?

Cale, sorprendido por su llegada, forzó una sonrisa, aunque sus ojos seguían apagados. —Solo necesitaba pensar —dijo, su voz baja, casi ahogada por el rugido de las olas—. El océano tiene una forma de aclarar las cosas… o de hacerlas más pesadas.

Kiva, apoyándose contra una viga, lo observó, su expresión suavizándose ligeramente. —El océano no aclara nada —dijo, su tono práctico pero no cruel—. Solo te recuerda lo pequeño que eres. Pero supongo que eso ya lo sabes, con esa esfera que cargas.

Cale, mirando el muro, asintió. —La esfera es una maldición y una esperanza —dijo—. Pero ahora está encerrada, y nosotros también. Esta tormenta… no sé cuánto más puedo esperar.

Kiva, cruzando los brazos, se sentó a su lado, dejando un espacio respetuoso. —La lluvia parará pronto —dijo, su voz segura, como si leyera el océano mismo—. Estas tormentas son feroces, pero no duran semanas. Unos días, tal vez. Luego podremos empezar a reparar el submarino. Créeme, pescador, viajar por el océano es mejor en ese cacharro que en cualquier barca que encuentres aquí. El submarino puede soportar a los Umbríos marítimos; un bote no.

Cale, girándose hacia ella, notó la convicción en sus ojos grises, y algo en su tono lo calmó, aunque fuera momentáneamente. —¿Tan segura estás? —preguntó, un atisbo de desafío en su voz—. Porque no me gusta quedarme sentado mientras los Umbríos se acercan.

Kiva, esbozando una sonrisa torcida, señaló el muro, donde una ola rompió con fuerza, salpicando espuma. —Mira eso y dime si quieres estar en alta mar ahora —dijo—. Soy marinera desde que era niña, pescador. Sé cuándo el océano está de humor para matar. Pero también sé cuándo se calma. Dale tiempo.

Cale, suspirando, se recostó contra la viga, la lluvia goteando del tejado. —Tiempo es lo que no tenemos —murmuró, pero no discutió más, sabiendo que ella tenía razón.

El silencio se instaló, roto solo por el rugido de las olas, pero no era incómodo. Kiva, sacando un cuchillo de su cinturón, comenzó a limpiarlo con un trapo, su movimiento metódico. Luego, con un destello juguetón en los ojos, dijo: —Sabes, para ser un pescador, no tienes pinta de saber nadar. ¿Te hundes como piedra o al menos flotas?

Cale, sorprendido, soltó una risa corta, la primera en días. —Floto mejor que tú, marinera —respondió, su tono más ligero—. Pero si el océano me quiere, no pelearé con él.

Kiva, riendo, negó con la cabeza, su risa clara y contagiosa, un sonido que cortó la tensión como un rayo de luz. —Eso es lo que dicen todos los que se ahogan —bromeó, guardándose el cuchillo—. Pero te daré un consejo gratis: si caes al agua, no agites los brazos como idiota. Solo harás feliz a un Umbrío.

Cale, sonriendo de verdad ahora, la miró, notando cómo la cicatriz, lejos de restarle, añadía carácter a su belleza, como una grieta en una roca que revela su fuerza. —Y tú, ¿siempre das consejos tan útiles? —preguntó, su tono burlón—. Porque podría usar uno para sobrevivir a esta isla.

Kiva, encogiéndose de hombros, le guiñó un ojo. —Sobrevivir a Tabiada es fácil: mantén tu arpón cerca, no confíes en nadie, y no te enamores del primer oculto que veas. —La pulla, aunque ligera, tocó una fibra en Cale, y su sonrisa vaciló, pensando en Nara.

Kiva, notando el cambio, suavizó su tono. —Oye, pescador, bromeo —dijo, dándole un codazo amistoso—. Pero en serio, mantén la cabeza alta. La Aurora no está tan lejos, y ese submarino estará listo antes de que lo sepas.

Cale, asintiendo, miró las olas, su risa desvaneciéndose pero dejando un calor residual. —Gracias, Kiva —dijo, su voz baja pero sincera—. No esperaba… esto.




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