La tempestad no cedía, las olas golpeando el muro de Tabiada con furia, la lluvia cayendo sin tregua, y el viento aullando como un lamento. Durante dos semanas, el grupo se adaptó a la vida en la isla, contribuyendo al asentamiento como ordenó el consejo. Seli y Tor ayudaban con tareas ligeras, como clasificar provisiones, mientras Nara y Taran trabajaban en reforzar barricadas, su relación floreciendo en pequeños gestos: manos entrelazadas, sonrisas compartidas, y noches acurrucados en la casa de piedra. Nara, aunque aún sentía culpa por Cale, se sumergía en su amor por Taran, dejando que la calidez de su vínculo la anclara contra la Gran Oscuridad.
Milo, marcado por la pérdida de Kess, se volvía más reservado, desapareciendo por horas para caminar solo por el asentamiento o sentarse junto al muelle, perdido en su mundo. Cuando estaba con el grupo, protegía a Seli y Tor, pero su silencio era pesado, su duelo un muro que ni Cale podía atravesar. Cale, por su parte, encontró un refugio inesperado en Kiva, la marinera de cabello corto y cicatriz en la ceja. Su conversación bajo la tormenta había sido el comienzo de una amistad que creció rápidamente. Pasaban la mayor parte del tiempo juntos, reparando el submarino bajo la supervisión de Rorik, patrullando el muro, o compartiendo historias en el comedor comunal. Kiva, con su humor mordaz y su fuerza serena, era un contraste con el dolor que Cale llevaba por Nara, y su presencia lo hacía sentir más ligero.
La belleza de Kiva, notada por Cale en su primer encuentro, se volvía más evidente con el tiempo. Su rostro anguloso, con pómulos altos y labios llenos, tenía una gracia que la cicatriz en su ceja no opacaba, sino que resaltaba, como una marca de su resistencia. Sus ojos grises, brillantes y astutos, parecían leer el océano y a las personas con igual facilidad, y su cabello negro, siempre peinado hacia atrás, dejaba ver una mandíbula firme. A pesar de su postura endurecida y su actitud directa, había una calidez en su risa, una vitalidad que hacía que los isleños la respetaran y que Cale la buscara instintivamente.
Los Umbríos terrestres, atraídos por el destello de la esfera semanas atrás, habían comenzado a rondar el muro con más frecuencia, sus rugidos ocasionales inquietando a los isleños. El consejo autorizó cacerías selectivas para mantenerlos a raya, y Cale y Kiva, ahora un equipo bien coordinado, se ofrecieron como voluntarios. Sus salidas más allá del muro eran peligrosas pero necesarias, y ambos se movían con una sincronía que sorprendía incluso a Rorik.
Esa noche, bajo la lluvia incesante, Cale y Kiva cruzaron una compuerta reforzada en el muro, armados con rifles fosforescentes y arpones. El terreno más allá era rocoso, cubierto de cenizas y charcos, iluminado solo por los haces ultravioletas portátiles que llevaban. El rugido de las olas era distante, pero los gruñidos de los Umbríos terrestres —criaturas de piel negra, ojos ardientes y garras afiladas— resonaban cerca. La tormenta los hacía más agresivos, y un grupo de tres había sido avistado acechando.
—Apunta a los ojos, pescador —dijo Kiva, su voz baja pero firme, su rifle listo mientras avanzaban agachados entre las rocas. Su cicatriz brillaba bajo la luz ultravioleta, y sus ojos grises escaneaban el terreno, alerta.
Cale, a su lado, asintió, su rifle fosforescente cargado. —Tú cubre la izquierda, yo la derecha —respondió, su tono concentrado. La adrenalina lo mantenía enfocado, un alivio de los pensamientos sobre Nara y Taran.
Un rugido los alertó, y los Umbríos surgieron de las sombras, sus cuerpos deslizándose con velocidad inhumana. Kiva disparó primero, una ráfaga fosforescente alcanzando el ojo de un Umbrío, que chilló y cayó, disolviéndose en cenizas. Cale, girando, abatió a otro con un disparo preciso, mientras Kiva, con un movimiento ágil, clavó su arpón en el tercer Umbrío, acabando con él antes de que pudiera atacar.
El silencio regresó, roto solo por la lluvia y sus respiraciones agitadas. Kiva, limpiando su arpón, sonrió. —No está mal, pescador —dijo, su tono burlón—. Tal vez sí sabes disparar.
Cale, riendo, bajó su rifle. —Y tú no eres tan lenta como pareces, marinera —bromeó, relajándose por un momento.
Pero al dar un paso atrás, Kiva tropezó con una roca suelta, perdiendo el equilibrio. Instintivamente, Cale intentó sostenerla, pero el suelo resbaladizo los traicionó, y ambos cayeron, Kiva aterrizando sobre él. Sus rostros quedaron a centímetros, sus respiraciones mezclándose, la lluvia goteando de su cabello. Los ojos grises de Kiva, abiertos por la sorpresa, encontraron los verdes de Cale, y un rubor tiñó sus mejillas, visible incluso bajo la luz ultravioleta. Cale, sintiendo el peso de su cuerpo y la cercanía, también se sonrojó, su corazón acelerándose por algo más que la cacería.
—¡Maldita roca! —masculló Kiva, levantándose rápido, su tono avergonzado mientras se sacudía la lluvia. Ofreció una mano a Cale, evitando su mirada—. Vamos, pescador, no te quedes ahí como pez varado.
Cale, aceptando su mano, se puso de pie, su propia vergüenza oculta tras una sonrisa torcida. —Tranquila, marinera, no diré que tropezaste —bromeó, intentando aligerar el momento, aunque la chispa de su contacto seguía en él.
Kiva, resoplando, le dio un empujón juguetón. —Más te vale, o te dejo con los Umbríos la próxima vez —dijo, pero su sonrisa, más suave ahora, traicionaba su fachada dura. Ambos, aún sonrojados, revisaron el área para asegurarse de que no quedaran amenazas, su camaradería intacta pero ahora cargada de una nueva tensión, un destello de algo que ninguno nombró.
De vuelta en Tabiada, cruzando la compuerta del muro, Cale y Kiva entregaron su informe a los guardias, confirmando que los Umbríos habían sido eliminados. La lluvia seguía cayendo, y el resplandor púrpura los envolvió mientras caminaban hacia la casa. Kiva, ajustando su arpón, rompió el silencio. —Buen trabajo ahí fuera, pescador —dijo, su tono más serio—. Eres bueno en esto. Podrías quedarte en Tabiada, sabes.