Tres meses en Tabiada habían transformado al grupo. Cale, que una vez sintió su corazón roto al ver a Nara con Taran, ya no llevaba ese dolor. El tiempo, las cacerías con Kiva, y la camaradería con Milo y Selina lo habían sanado, dejando en su lugar una aceptación tranquila. Nara, por su parte, vivía su amor con Taran sin la sombra de la culpa. Sus días estaban llenos de trabajo —reparando el submarino, patrullando el muro— y noches acurrucados, sus risas un eco de esperanza. Taran, protector como siempre, la miraba con devoción, y ella, con su tatuaje de cenizas brillando, sentía que había encontrado su hogar en él.
Milo, tras meses de duelo por Kess, había emergido de su aislamiento, especialmente en el último mes. Su ánimo, aunque aún marcado por la pérdida, era más ligero, y su integración con los isleños era notable. Se había hecho amigo cercano de Selina, la marinera de trenzas y sonrisa traviesa, mejor amiga de Kiva. Selina, con su humor y franqueza, lo había sacado de su caparazón, y sus charlas en el comedor comunal, a menudo sobre el océano o las reparaciones del submarino, eran un bálsamo para él.
Cale y Kiva, inseparables, pasaban la mayor parte del tiempo juntos, cazando Umbríos más allá del muro, reparando el submarino, o compartiendo bromas bajo el resplandor púrpura. La belleza de Kiva —sus ojos grises, pómulos altos, y la cicatriz que añadía carácter a su rostro— era un contraste con su fuerza, y su risa era un refugio para Cale. Aunque la chispa del tropiezo en la cacería seguía allí, no la habían nombrado, contentos con su amistad. Milo y Selina, completando el cuarteto, se unían a menudo, los cuatro formando un grupo que los isleños apodaban “los cazadores del muro”. Sus noches en el comedor, llenas de historias y risas, eran un respiro en la noche eterna.
Seli y Tor, adaptados a la vida en Tabiada, habían encontrado amigos de su edad entre los hijos de los isleños. Corrían por las calles, jugaban con arpones de madera, y ayudaban en tareas simples, sus risas resonando en el asentamiento. Seli, con su curiosidad, aprendía canciones locales, mientras Tor, más reservado, se sentía seguro entre sus nuevos amigos. Su felicidad aliviaba a Nara, quien los veía crecer más fuertes cada día.
El submarino, bajo la supervisión de Rorik, estaba casi terminado. Tres meses de trabajo —soldando cascos, recalibrando motores, y reforzando escudos ultravioletas— habían restaurado el vehículo, ahora más robusto que antes. Cale, Kiva, Milo, y otros isleños habían contribuido, sus manos marcadas por el metal y la sal. Solo faltaban ajustes finales en el sistema de navegación y pruebas en el muelle, previstas para la próxima semana. La perspectiva de partir a la Aurora era un faro para el grupo, aunque significaría dejar Tabiada y sus nuevas conexiones.
Esa noche, en el comedor comunal, Cale, Kiva, Milo y Selina compartían una mesa, el olor a sopa de algas llenando el aire. La lluvia había cesado días atrás, pero el zumbido del muro y el rugido lejano de las olas seguían presentes. Seli y Tor, con sus amigos, jugaban en un rincón, mientras Nara y Taran, en otra mesa, conversaban en voz baja, sus manos entrelazadas.
—Rorik dice que el submarino estará listo en una semana —dijo Kiva, partiendo un pan de raíces, sus ojos grises brillando con entusiasmo—. Si las pruebas salen bien, podréis partir a la Aurora antes de que los Umbríos se acerquen demasiado.
Cale, con su rifle fosforescente apoyado cerca, asintió, una sonrisa torcida en su rostro. —No puedo creer que casi lo logramos —dijo—. Gracias a ti, marinera. Sin tus órdenes, habría soldado el motor al revés.
Kiva, riendo, le dio un codazo. —Y tú habrías disparado al timón, pescador —bromeó, su cicatriz resaltando bajo la luz ultravioleta, su belleza más evidente en su risa.
Milo, más animado, sonrió, mirando a Selina. —Yo solo seguí órdenes —dijo, su tono ligero—. Pero Selina aquí es la que mantuvo el orden. ¿Cómo lo haces para que todos te escuchen?
Selina, guiñándole un ojo, se recostó en la silla, sus trenzas balanceándose. —Es un don, Milo —dijo, su voz juguetona—. Y tú, amigo, no eres tan malo siguiéndolas. Tal vez te dejemos quedarte en Tabiada.
Los cuatro rieron, su camaradería un escudo contra la Gran Oscuridad. Cale, mirando a Kiva, sintió un calor que iba más allá de la amistad, pero no lo expresó, satisfecho con lo que tenían. Milo, más integrado, parecía en paz, su amistad con Selina un ancla que lo había salvado de su duelo.
Más tarde, en la casa de piedra, el grupo se reunió para planificar. Nara, sentada junto a Taran, habló con calma. —El submarino estará listo pronto —dijo, su tatuaje de cenizas brillando—. Pero la Aurora está lejos, y los Umbríos no nos lo pondrán fácil. Necesitamos estar preparados.
Cale, apoyado contra la pared, asintió. —La esfera está segura, pero tendremos que moverla al submarino con cuidado —dijo, su voz firme, sin rastro del dolor que una vez sintió al mirar a Nara—. Kiva y Rorik nos ayudarán con la navegación.
Milo, sentado con Seli y Tor, sonrió. —Y Selina dice que el muelle está reforzado —añadió—. Estamos listos, pescador.
Seli, acurrucada contra Tor, preguntó: —¿Veremos la luz en la Aurora, señora Nara? —Su voz era esperanzada, sus ojos brillando.
Nara, acariciando su cabello, asintió. —Lo haremos, Seli. Y será por todos nosotros, por la Luz de Ceniza.
La noche eterna seguía, con cuatro meses hasta el amanecer, pero Tabiada había dado al grupo más que refugio: amistades, amor, y una nueva fuerza. El submarino, casi terminado, era su boleto a la Aurora, pero los lazos forjados en la isla —Cale y Kiva, Milo y Selina, Seli y Tor con sus amigos, Nara y Taran— los llevarían más lejos que cualquier máquina. La Gran Oscuridad aguardaba, pero por primera vez en meses, la esperanza brillaba más fuerte que el muro.
Los tres meses en Tabiada habían sido un crisol para el grupo, moldeándolos a través del trabajo, la comunidad y los lazos forjados bajo la noche eterna. La tempestad inicial, que rugió durante tres semanas, había dado paso a un clima más estable, aunque las olas seguían golpeando el muro y la Gran Oscuridad acechaba más allá. Los isleños, endurecidos pero acogedores, habían integrado al grupo en sus rutinas, y cada miembro encontró un lugar en el asentamiento, contribuyendo mientras sanaban heridas internas y se preparaban para la Aurora.