Cazadores de luz: La amenaza en las sombras

La Fiesta del Mes

La fiesta mensual de Tabiada, celebrada con cada luna nueva, era una tradición para desafiar la Gran Oscuridad. La plaza central, rodeada de lámparas ultravioletas, se transformaba en un escenario vibrante. Las mesas estaban cargadas de guiso de algas, pan de raíces y vino fermentado de kelp, mientras una banda de isleños tocaba tambores y flautas de hueso, su música entrelazándose con el zumbido del muro y el lejano rugido de las olas. Linternas de coral luminoso proyectaban una luz suave, y los isleños, agotados por patrullas y reparaciones, bailaban y reían, sus rostros iluminados por una alegría fugaz.

El grupo se unió a la celebración, un respiro bienvenido tras sus labores. Nara y Taran, tomados de la mano, se mecían cerca de la banda, el tatuaje de cenizas de ella brillando tenuemente, los ojos de él fijos en ella con adoración silenciosa. Seli y Tor, riendo con niños isleños, corrían entre la multitud, sosteniendo juguetes de madera tallados por los locales. Milo, más relajado, compartía una bebida con Selina, sus risas mezclándose mientras ella lo provocaba por sus habilidades de pesca. Cale, apoyado contra una mesa, bebía vino de kelp, su rifle fosforescente cerca, contento de observar la fiesta—hasta que Kiva apareció, quitándole el aliento.

Kiva, normalmente vestida con chaquetas reforzadas y armada con un arpón, se había transformado. Su cabello negro y corto, usualmente peinado hacia atrás, caía en ondas suaves, enmarcando su rostro anguloso con una elegancia que suavizaba sus bordes fieros. Sus ojos grises, brillantes y penetrantes, estaban realzados por un toque de kohl, dándoles una profundidad magnética. Sus labios, pintados de un carmín profundo, curvados en una sonrisa confiada, tenían un atractivo innegable. La cicatriz en su ceja izquierda, lejos de restarle, añadía un carácter impactante a su belleza, como una grieta en una piedra pulida. Llevaba un vestido—algo raro en ella—confeccionado con seda reciclada y teñido de un verde mar profundo, que se ajustaba a su figura esbelta de manera elegante y provocadora, con un escote que insinuaba su fuerza y un dobladillo que rozaba sus rodillas, dejando ver sus piernas marcadas por años de navegación.

Cale, al verla cruzar la plaza, casi se atraganta con su vino de kelp, tosiendo mientras sus ojos verdes la seguían, incapaz de apartar la mirada. Kiva, consciente de las miradas, caminó con su porte habitual, pero su sonrisa, dirigida a Cale al verlo, tenía un destello juguetón. —Cierra la boca, pescador —bromeó al acercarse, su voz cargada de humor—. No es la primera vez que me ves.

Cale, recuperándose, forzó una sonrisa, su rostro ligeramente sonrojado. —No así, marinera —respondió, su tono mitad broma, mitad admiración—. ¿Dónde escondías ese vestido?

Kiva, riendo, se encogió de hombros, el movimiento haciendo que el vestido captara la luz. —Un regalo de Selina —dijo—. Pensó que necesitaba algo más que chaquetas rotas para la fiesta.

La música se intensificó, los tambores marcando un ritmo que invitaba al baile. Selina, siempre instigadora, apareció con Milo, sus trenzas balanceándose mientras empujaba a Kiva hacia Cale. —¡Vamos, ustedes dos! —dijo, su sonrisa traviesa—. No van a quedarse mirando toda la noche. ¡Bailen!

Los isleños cercanos aplaudieron, animando, y Cale, atrapado, extendió una mano a Kiva, su corazón acelerándose. —¿Te animas, marinera? —preguntó, su voz más suave de lo que pretendía.

Kiva, con un brillo desafiante en los ojos, tomó su mano. —Solo si no me pisas, pescador —respondió, dejándose guiar al centro de la plaza, donde otras parejas giraban bajo las linternas de coral.

Sus manos se encontraron, la de Cale cálida contra la de Kiva, y comenzaron a moverse al ritmo, un baile sencillo pero cargado de una tensión que ambos sentían. Kiva, ligera en sus movimientos, giraba con una gracia que contrastaba con su dureza habitual, el vestido fluyendo como el mar. Cale, más torpe pero esforzándose, no podía apartar los ojos de ella, especialmente de sus labios carmesí, que brillaban bajo la luz ultravioleta. La tentación de besarla, de cerrar la distancia entre ellos, era una corriente constante en su mente, cada giro acercándolos más, su aliento mezclándose. Recordó el tropiezo en la cacería, la chispa de sus rostros cercanos, y el deseo creció, un anhelo que luchaba contra su cautela.

Kiva, sintiendo su mirada, sonrió, sus ojos grises encontrando los suyos, pero no dijo nada, dejando que la música hablara. Por un momento, el mundo se redujo a ellos, la Gran Oscuridad desvaneciéndose, los Umbríos olvidados.

Pero la canción terminó, y antes de que comenzara la siguiente, un joven isleño, de la edad de Kiva, con cabello largo y una sonrisa confiada, se acercó. —Kiva, ¿me das este baile? —preguntó, su tono amistoso pero con un destello de interés.

Kiva, sorprendida, miró a Cale, como si buscara su reacción. Cale, sintiendo una punzada de celos que lo tomó desprevenido, forzó una sonrisa, soltando su mano. —Adelante, marinera —dijo, su voz controlada, aunque la molestia lo carcomía—. No te prives.

Kiva, dudando un instante, asintió y tomó la mano del joven, girando hacia la pista. Cale, regresando a la mesa, tomó su vaso de vino, su mirada siguiéndola mientras bailaba, sus movimientos fluidos pero menos íntimos que con él. Los celos, nuevos y ardientes, lo sorprendieron, pero los enterró bajo su fachada de indiferencia.

Milo, que había observado todo desde la mesa con Selina, se acercó a Cale, su expresión mezcla de diversión y seriedad. —Te estás torturando, pescador —dijo, sentándose a su lado, su voz baja para no ser oído—. Esos celos que intentas esconder te delatan. Kiva no es solo una amiga, y lo sabes.

Cale, bebiendo un sorbo, negó con la cabeza, aunque su tensión era evidente. —Somos amigos, Milo —dijo, su tono poco convincente—. Ella puede bailar con quien quiera. No tengo derecho a sentir nada.

Milo, resoplando, le dio un codazo. —Para de hacerte el buen amigo, Cale —dijo, su tono directo pero cálido—. Se te nota cómo la miras, cómo te quedaste cuando la viste entrar. Y ella… no me digas que no sentiste algo en ese baile. La vida es corta, pescador. Los Umbríos no esperan, y pronto estaremos en el Aurora. Si sientes algo por Kiva, lánzate. Dile lo que sientes, o al menos, no la dejes ir sin intentarlo. No te quedes con el remordimiento.




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