El muro de Tabiada, la defensa principal contra los Umbríos terrestres y marítimos, era una maravilla de ingenio y resistencia, diseñado para ser impenetrable. Construido con una aleación de acero reforzado con titanio, extraído de minas submarinas antes de la Gran Oscuridad, el muro resistía la corrosión del océano y los embates de las criaturas. Su superficie, pulida para reflejar las luces ultravioletas, estaba incrustada con paneles de cristal de cuarzo que amplificaban los haces, mortales para los Umbríos. Generadores alimentados por energía geotérmica, aprovechando el calor volcánico de la isla, mantenían las luces activas, su zumbido constante un himno de supervivencia.
El muro rodeaba la isla en un óvalo irregular, con una longitud total de 12 kilómetros. Sobre la superficie, se alzaba 15 metros, coronado por torres de luces ultravioletas cada 50 metros, equipadas con reflectores móviles. Bajo el agua, el muro se hundía 20 metros hasta el lecho rocoso, anclado con pilares de concreto reforzado, asegurando que los Umbríos marítimos no pudieran excavar o nadar por debajo. Compuertas de acero, protegidas por campos ultravioletas, permitían el acceso controlado para cacerías o pesca, siempre bajo vigilancia armada. Sensores de movimiento y cámaras térmicas, instalados en las torres, alertaban de cualquier acercamiento, y patrullas regulares mantenían el muro impecable, reparando cualquier daño causado por tormentas o ataques.
El diseño del muro, con su doble barrera de acero y luz, hacía imposible que los Umbríos lo penetraran. Los terrestres, al tocar los haces ultravioletas, se desintegraban en cenizas, mientras los marítimos, más resistentes, retrocedían ante la intensidad lumínica. En tres meses, solo un intento serio de brecha ocurrió tras el destello de la esfera, pero el muro resistió, reforzando su reputación como inviolable.
A pocos días de que el submarino estuviera listo, el grupo se reunió en la casa de piedra, el zumbido del muro un telón de fondo. Las pruebas finales de navegación estaban programadas, y Rorik estimaba que podrían partir en una semana. Pero una decisión pesaba sobre todos: el destino de Seli y Tor. Los niños, felices con sus amigos isleños, habían encontrado una estabilidad que el viaje a la Aurora amenazaba. Los Umbríos marítimos, más agresivos tras los recientes avistamientos, hacían el trayecto peligroso, y el grupo, tras largas discusiones, acordó que lo mejor era dejarlos en Tabiada.
Nara, con el corazón apesadumbrado, habló primero, su tatuaje de cenizas brillando bajo la lámpara ultravioleta. —Seli y Tor están seguros aquí —dijo, su voz firme pero cargada de emoción—. Tienen amigos, una comunidad. El Aurora es nuestra misión, pero no podemos arriesgarlos en el océano.
Taran, a su lado, asintió, su mano en la de ella. —Los isleños los quieren —dijo—. Una familia local ya ofreció acogerlos. Podemos volver por ellos cuando los Umbríos sean derrotados.
Seli, sentada con Tor, protestó, sus ojos brillando. —¡Queremos ir con vosotros! —dijo, aferrando la mano de su hermano—. No queremos quedarnos.
Cale, apoyado contra la pared, intervino, su tono suave pero decidido. —Seli, Tor, esto es por vuestro bien —dijo—. Tabiada es un hogar ahora. Prometo que volveremos por vosotros.
Tor, más callado, asintió, aunque sus ojos estaban húmedos. Milo, acercándose, les dio un abrazo. —Seréis los más valientes de la isla —dijo, su voz cálida, reflejando su propio alivio tras meses de duelo—. Y Selina dice que os enseñará a pescar de verdad.
La decisión, aunque dolorosa, fue unánime. Los niños se quedarían, protegidos por el muro y la comunidad, mientras el grupo enfrentaba el océano. Pero otra sombra se cernía: la posición de Kiva en el viaje.
Al día siguiente, Varna, la líder del consejo, convocó a Kiva a una reunión privada en el edificio del consejo, una estructura austera con mapas náuticos y lámparas ultravioletas. Varna, de cabello plateado y rostro curtido, estaba sola, su presencia imponente. Kiva, con su chaqueta reforzada y arpón al cinto, entró con cautela, la cicatriz en su ceja más visible bajo la luz, sus ojos grises alerta.
—Kiva, siéntate —dijo Varna, su voz fría pero controlada, señalando una silla frente a la mesa—. Tenemos que hablar de tu rol en el viaje a la Aurora.
Kiva, cruzando los brazos, permaneció de pie. —¿Qué hay que hablar? —preguntó, su tono desafiante—. Voy con Cale y los demás. El submarino está listo, y soy la mejor navegante que tienes.
Varna, entrelazando los dedos, la miró fijamente. —No irás —dijo, su voz cortante—. Eres demasiado valiosa aquí, Kiva. Tus cacerías mantienen a los Umbríos terrestres a raya. Sin ti, el muro estaría bajo más presión. Tabiada te necesita.
Kiva, sintiendo una oleada de ira, dio un paso adelante. —¡Eso no es tu decisión! —replicó—. Cale y yo hemos trabajado juntos en el submarino. La esfera es la clave para acabar con los Umbríos, no solo para proteger esta isla. Me voy con él.
Varna, levantándose, golpeó la mesa, su rostro endureciéndose. —Escúchame bien, marinera —dijo, su voz baja pero amenazante—. Si te vas, pondré en riesgo a tus amigos. Puedo ordenar que los maten a todos: Cale, Nara, Taran, Milo. Y nos quedaremos con la esfera. No creas que no lo haré. Tabiada sobrevive porque tomamos decisiones difíciles. Tu lugar es aquí, o ellos pagarán el precio.
Kiva, con los puños apretados, sintió su corazón acelerarse, la amenaza de Varna cortando como un arpón. La idea de separarse de Cale, tras la noche en su cabaña, era insoportable, pero la posibilidad de que Varna cumpliera su amenaza la paralizaba. No confiaba en ella. Durante meses, había notado la ambición en los ojos de Varna, su control férreo sobre la isla, y ahora sospechaba que planeaba deshacerse del grupo una vez que su mano de obra —en el submarino, las barricadas— dejara de ser útil. Con el submarino casi listo, ese momento estaba cerca.
—No te creo —dijo Kiva, su voz temblando de rabia—. Nos usaste para reparar el submarino, y ahora nos amenazas. ¿Qué sigue, Varna? ¿Matarlos cuando no los necesites? ¿Quedarte con la esfera para controlar todo?